20 abr 2014

Misión en Washington/GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ


Misión en Washington/GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
REVISTA Proceso # 1955 
En mayo de 1998 el escritor Gabriel García Márquez fue portador de un mensaje del líder cubano Fidel Castro para el entonces presidente de Estados Unidos, Bill Clinton. Entre otros asuntos, en él alertaba sobre la posibilidad de que grupos anticastristas radicados en Estados Unidos cometieran atentados terroristas. Castro reveló este episodio en un discurso que pronunció el 20 de mayo de 2005 y en el cual citó un informe escrito por García Márquez sobre su misión en Washington. 
Este texto fue publicado posteriormente por el diario colombiano El Tiempo, y el 5 de junio de ese año, con autorización del rotativo, Proceso reprodujo fragmentos sustanciales.
A fines de marzo (de 1998), cuando confirmé a la Universidad de Princeton que iría a hacer un taller de literatura desde el 25 de abril, le pedí por teléfono a Bill Richardson que me gestionara una visita privada con el presidente Clinton para hablarle de la situación colombiana. Richardson me pidió que lo llamara una semana antes de mi viaje para darme una respuesta. Días después fui a La Habana en busca de algunos datos que me faltaban para escribir un artículo de prensa sobre la visita del Papa, y en mis conversaciones con Fidel Castro le mencioné la posibilidad de entrevistarme con el presidente Clinton. De allí surgió la idea de que Fidel le mandara un mensaje confidencial sobre un siniestro plan terrorista que Cuba acababa de descubrir, y que podía afectar no sólo a ambos países sino a muchos otros. Él mismo decidió que no fuera una carta personal suya, para no poner a Clinton en el compromiso de contestarle, y prefirió una síntesis escrita de nuestra conversación sobre el complot y sobre otros temas de interés común. Al margen del texto, me sugirió dos preguntas no escritas que yo podría plantear a Clinton si las circunstancias fueran propicias.

Aquella noche tomé conciencia de que mi viaje a Washington había sufrido un giro imprevisto e importante, y no podía seguir tratándolo como una simple visita personal. Así que no sólo le confirmé a Richardson la fecha de mi llegada, sino que le anuncié por teléfono que llevaba un mensaje urgente para el presidente Clinton. Por respeto al sigilo acordado no le dije por teléfono de quién era –aunque él debió suponerlo– ni le dejé sentir que la demora de la entrega podía ser causa de grandes catástrofes y muertes de inocentes. Su respuesta no llegó durante mi semana en Princeton, y esto me hizo pensar que también la Casa Blanca estaba valorando el hecho de que el motivo de mi primera solicitud había cambiado. Llegué inclusive a pensar que la audiencia no sería acordada.
Sospecha maligna
Tan pronto como llegué a Washington el viernes 1 de mayo, un asistente de Richardson me informó por teléfono que el presidente no podía recibirme porque estaría en California hasta el miércoles 6, y yo tenía previsto viajar a México un día antes. Me proponían, en cambio, que me reuniera con el director del Consejo Nacional de Seguridad de la Presidencia, Sam Berger, quien podía recibirme el mensaje en nombre del presidente.
Mi sospecha maligna fue que se estaban interponiendo condiciones para que el mensaje llegara a los servicios de seguridad pero no a las manos del presidente. Berger había estado presente en una audiencia que me concedió Clinton en la Oficina Oval de la Casa Blanca, en septiembre de 1997, y sus escasas intervenciones sobre la situación de Cuba no fueron contrarias a las del presidente, pero tampoco puedo decir que las compartiera sin reservas. Así que no me sentí autorizado para aceptar por mi cuenta y riesgo la alternativa de que Berger me recibiera en vez del presidente, sobre todo tratándose de un mensaje tan delicado, y que además no era mío. Mi opinión personal era que sólo debía entregarse a Clinton en su mano.
Lo único que se me ocurrió por lo pronto fue informar a la oficina de Richardson que si el cambio de interlocutor se debía sólo a la ausencia del presidente, yo podía prolongar mi estancia en Washington­ hasta que él regresara. Me contestaron que se lo harían saber. Poco después encontré en mi hotel una nota telefónica del embajador James Dobbins, director para Asuntos Interamericanos del Consejo de Seguridad Nacional (NSC) pero me pareció mejor no darla por recibida mientras se tramitaba mi propuesta de esperar el regreso del presidente.
No tenía prisa. Había escrito más de 20 páginas servibles de mis memorias en el campus idílico de Princeton, y el ritmo no había decaído en la alcoba impersonal del hotel de Washington, donde llegué a escribir hasta diez horas diarias. Sin embargo, aunque no me lo confesara, la verdadera razón del encierro era la custodia del mensaje guardado en la caja de seguridad. En el aeropuerto de México había perdido un abrigo por estar pendiente al mismo tiempo de la computadora portátil, el maletín donde llevaba los borradores y los disquetes del libro en curso, y el original sin copia del mensaje. La sola idea de perderlo me causó un escalofrío de pánico, no tanto por la pérdida misma como por lo fácil que habría sido identificar su origen y su destino. De modo que me dediqué a cuidarlo mientras escribía, comía y recibía visitas en el cuarto del hotel, cuya caja de seguridad no me merecía ninguna confianza, porque no se cerraba por combinación sino con una llave que parecía comprada en la ferretería de la esquina. La llevé siempre en el bolsillo, y después de cada salida inevitable comprobaba que el papel seguía en su lugar y en el sobre sellado. Lo había leído tanto, que casi lo había aprendido de memoria para sentirme más seguro si tuviera que sustentar alguno de los temas en el momento de entregarlo.
Siempre di por hecho además que mis conversaciones telefónicas de aquellos días –como las de mis interlocutores– estaban intervenidas. Pero me mantuvo tranquilo la conciencia de estar en una misión irreprochable, que convenía tanto a Cuba como a los Estados Unidos. Mi otro problema serio era que no tenía con quién ventilar mis dudas sin violar la reserva. El representante diplomático de Cuba en Washington, Fernando Remírez se puso por entero a mi servicio para mantener abiertos los canales con La Habana. Pero las comunicaciones confidenciales son tan lentas y azarosas desde Washington –y en especial para un caso de tanto cuidado–, que las nuestras sólo se resolvieron con un emisario especial. La respuesta fue una amable solicitud de que esperara en Washington cuanto fuera necesario para cumplir la diligencia, tal como yo lo había resuelto, y me encarecieron que fuera muy cuidadoso para que Sam Berger no se sintiera desairado por no aceptarlo como interlocutor. El remate sonriente del mensaje no necesitaba firma para saber de quién era: “Deseamos que escribas mucho”.
La cena de Gaviria
Por una casualidad afortunada, el expresidente César Gaviria había organizado para la noche del lunes una cena privada con Thomas Mack McLarty, quien acababa de renunciar a su cargo de consejero del presidente Clinton para América Latina, pero continuaba siendo su amigo más antiguo y cercano. Nos habíamos conocido el año anterior, y la familia Gaviria planeó la cena desde entonces con una finalidad doble: conversar con McLarty sobre la indescifrable situación de Colombia y complacer a su esposa en sus deseos de aclarar conmigo algunas inquietudes que tenía sobre mis libros.
La ocasión parecía providencial. Gaviria es un gran amigo, un consejero inteligente, original e informado como nadie de la realidad de América Latina, y un observador alerta y comprensivo de la realidad cubana. Llegué a su casa una hora antes de la acordada, y sin tiempo de consultarlo con nadie me tomé la libertad de revelarle lo esencial de mi misión para que me diera nuevas luces.
Gaviria me dio la verdadera medida del problema y me puso sus piezas en orden. Me enseñó que las precauciones de los asesores de Clinton eran apenas normales, por los riesgos políticos y de seguridad que implica para un presidente de los Estados Unidos recibir en sus manos y por un conducto irregular una información tan delicada. No tuvo que explicármelo, pues recordé al instante un precedente ejemplar: en nuestra cena de Martha’s Vineyard, durante la crisis por la emigración masiva de 1994, el presidente Clinton me autorizó para que le hablara de ése y de otros temas calientes de Cuba, pero antes me advirtió que él no podía decir ni una palabra. Nunca olvidaré la concentración con que me escuchó, y los esfuerzos titánicos que debió hacer para no replicarme en algunos temas explosivos.
Gaviria me alertó también en el sentido de que Berger es un funcionario eficiente y serio que debía tomarse muy en cuenta en las relaciones con el presidente. Me hizo ver además que el solo hecho de comisionarlo para atenderme era una deferencia especial de alto nivel, pues solicitudes privadas como la mía solían dar vueltas durante años por las oficinas periféricas de la Casa Blanca, o se las transferían a funcionarios menores de la CIA o del Departamento de Estado. Gaviria, en todo caso, parecía seguro de que el texto entregado a Berger llegaría a manos del presidente, y eso era lo esencial. Por último, como yo lo soñaba, me anunció que al final de la cena me dejaría a solas con McLarty para que me abriera el camino directo con el presidente.
 La noche fue grata y fructífera, solo con nosotros y la familia Gaviria. McLarty es un hombre del sur, como Clinton, y ambos son de un trato tan fácil e inmediato como el de la gente del Caribe. En la cena se rompieron los hielos desde el principio, sobre todo en relación con la política de los Estados Unidos para América Latina, y en especial con el narcotráfico y los procesos de paz. Mack estaba tan informado que conocía hasta las minucias de la entrevista que me concedió el presidente Clinton en septiembre pasado, en la cual se trató a fondo el derribo de las avionetas en Cuba, y se mencionó la idea de que el Papa fuera mediador de los Estados Unidos durante su visita a Cuba.
 (…) El diálogo fue tan franco y fluido, que cuando Gaviria y su familia nos dejaron solos en el comedor, McLarty y yo parecíamos viejos amigos.
 Sin ninguna reticencia le revelé el contenido del mensaje para su presidente y no disimuló su sobresalto por el plan terrorista, aun sin conocer los detalles atroces. No estaba informado de mi solicitud de ver al presidente, pero prometió hablar con él tan pronto como éste regresara de California. Animado por la facilidad del diálogo, me atreví a proponerle que me acompañara en la entrevista con el presidente, y ojalá sin ningún otro funcionario, para que pudiéramos hablar sin reservas. La única pregunta que me hizo sobre eso –y nunca supe por qué– fue si Richardson conocía el contenido del mensaje, y le contesté que no. Entonces dio la charla por terminada con la promesa de que hablaría con el presidente.
“Confiamos en tu talento”
El martes temprano informé a La Habana por el conducto ya habitual sobre los puntos básicos de la cena, y me permití una pregunta oportuna: si el presidente decidía al final no recibirme y le encomendaba la tarea a McLarty y a Berger, ¿a cuál de los dos debía entregarle el mensaje? La respuesta pareció inclinarse a favor de McLarty, pero con el cuidado de no desairar a Berger.
Aquel día almorcé en el restaurante Provence con la señora McLarty (…) A los postres, sin que se lo pidiera, llamó por teléfono a su esposo desde la mesa, y éste me hizo saber que aún no había visto al presidente pero esperaba darme alguna noticia en el curso del día.
Antes de dos horas, en efecto, un asistente suyo me informó a través de la oficina de César Gaviria que el encuentro sería mañana en la Casa Blanca, con McLarty y tres altos funcionarios del Consejo Nacional de Seguridad (…) Mi decisión de no esperar más fue inmediata e inconsulta: acudiría a la cita para entregar el mensaje a McLarty. Tan seguro estaba, que reservé lugar en un vuelo directo para México a las cinco y media de la tarde del día siguiente. En esas estaba cuando recibí de La Habana la respuesta a mi última consulta con la autorización más comprometedora que me han dado en la vida: “Confiamos en tu talento”.
La cita fue a las 11:15 del miércoles 6 de mayo en las oficinas de McLarty en la Casa Blanca. Me recibieron los tres funcionarios anunciados del Consejo de Seguridad Nacional (NSC): Richard Clarke, director principal de Asuntos Multilaterales y asesor del presidente en todos los temas de política internacional, y especialmente en la lucha contra el terrorismo y los narcóticos; James Dobbins, director principal de NSC para Asuntos Interamericanos con rango de embajador, y asesor del presidente para América Latina y el Caribe, y Jeff Delaurentis, director de Asuntos Interamericanos del NSC y asesor especializado en el tema de Cuba (…)
McLarty, con un traje cortado sobre medida y sus buenas maneras, entró con la premura de alguien que hubiera interrumpido un asunto capital para ocuparse de nosotros. Sin embargo, impuso a la reunión un tono reposado, útil y de buen humor. Desde la noche de la cena me agradó que hablara mirando siempre a los ojos. Así fue en la reunión. Después de un abrazo cálido se sentó frente a mí, apoyó las manos en sus rodillas, y abrió la charla con una frase de cajón tan bien dicha que pareció verdad: “Estamos a su disposición”.
Quise establecer de entrada que iba a hablar por derecho propio sin más méritos ni mandato que mi condición de escritor, y en especial sobre un caso tan abrasivo y comprometedor como Cuba. De modo que empecé con una precisión que no me pareció superflua para las grabadoras ocultas: “Esta no es una visita oficial”.
Todos aprobaron con la cabeza y su solemnidad imprevista me sorprendió. Entonces conté de un modo simple y en un estilo de narración doméstica, cuándo, cómo y por qué había sido la conversación con Fidel Castro que dio origen a las notas informales que debía entregar al presidente Clinton. Se las di a McLarty en el sobre cerrado, y le pedí el favor de que las leyera para poder comentarlas. Era la traducción inglesa de siete temas numerados en seis cuartillas a doble espacio: complot terrorista, complacencia relativa por las medidas anunciadas el 20 de marzo para reanudar vuelos a Cuba desde los Estados Unidos, viaje de Richardson a La Habana en enero de 1998, rechazo argumentado de Cuba a la ayuda humanitaria, reconocimiento por el informe favorable del Pentágono sobre la situación militar de Cuba –era un informe en que se afirmaba que Cuba no representaba ningún peligro para la seguridad de Estados Unidos, lo añado yo–, beneplácito por la solución de la crisis de Irak y gratitud por los comentarios que hizo Clinton ante Mandela y Kofi Annan en relación con Cuba.
McLarty no lo leyó para todos en voz alta como yo esperaba, y como sin duda habría hecho si lo hubiera conocido de antemano. Lo leyó sólo para él, al parecer con el método de lectura rápida que puso de moda el presidente Kennedy, pero los cambios de las emociones se reflejaban en su rostro como destellos en el agua. Yo lo había leído tantas veces que casi pude deducir a qué puntos del documento correspondía cada uno de sus cambios de ánimo.
El primer punto, sobre el complot terrorista, le arrancó un gruñido: “Es terrible”. Más adelante reprimió una risa traviesa, y exclamó sin interrumpir la lectura: “Tenemos enemigos comunes”. Creo que lo dijo a propósito del punto cuarto, donde se describe la conspiración de un grupo de senadores para sabotear la aprobación de los proyectos Torres-Rangel y Dodd, y se agradecen los esfuerzos de Clinton para salvarlo.
Todos impresionados
Al terminar la lectura, le pasó el papel a Dobbins, y éste a Clarke (…) El punto que ocupó casi todo el tiempo útil después de la lectura fue el del plan terrorista que impresionó a todos. Les conté que había volado a México después de conocerlo en La Habana y tuve que sobreponerme al terror de que estallara la bomba. El momento me pareció oportuno para colocar la primera pregunta personal que me había sugerido Fidel: ¿No sería posible que el FBI hiciera contacto con sus homólogos cubanos para una lucha común contra el terrorismo? Antes de que reaccionaran, les agregué una línea de mi cosecha: “Estoy seguro de que encontrarían una respuesta positiva y pronta por parte de las autoridades cubanas”.
Me sorprendieron la inmediatez y la energía de la reacción de los cuatro. Clarke, que parecía ser el más cercano al tema, dijo que la idea era muy buena, pero me advirtió que el FBI no se ocupaba de asuntos que fueran publicados en los periódicos mientras estuvieran en investigación. ¿Estarían los cubanos dispuestos a mantener el caso en secreto? Ansioso por colocar la segunda pregunta le di una respuesta para distender el ambiente: “Nada les gusta más a los cubanos que guardar un secreto”.
A falta de un motivo apropiado para la segunda pregunta, la resolví como una afirmación mía: la colaboración en materia de seguridad podría abrir paso a un clima propicio para que se autorizaran de nuevo los viajes de estadunidenses a Cuba. La astucia salió mal, porque Dobbins­ se confundió, y dijo que eso quedaría resuelto cuando se implantaran las medidas anunciadas el 20 de marzo.
Aclarado el equívoco, hablé de la presión a que me encuentro sometido por los muchos estadunidenses de toda clase que me buscan para que los ayude a hacer en Cuba contactos de negocios o de placer (…)
Clarke nos llamó al orden cuando la conversación empezó a derivar, y me precisó –tal vez como un mensaje– que ellos darían los pasos inmediatos para un plan conjunto de Cuba y Estados Unidos contra el terrorismo. Al final de una larga anotación en su libreta, Dobbins concluyó que se comunicarían con su embajada en Cuba para encaminar el proyecto. Yo hice un comentario irónico sobre el rango que le daba a la Oficina de Intereses en La Habana, y Dobbins me replicó con buen humor: “Lo que tenemos allá no es una embajada pero es mucho más grande que una embajada”. Todos rieron no sin cierta malicia de complicidad. No se discutieron más puntos, pues en verdad no era del caso, pero confío en que los hayan analizado después entre ellos.
La reunión, contado el retraso de Mack, duró 50 minutos. Mack la dio por terminada con una frase ritual: “Sé que usted tiene una agenda muy apretada antes de volver a México y también nosotros tenemos muchas cosas por delante”. Enseguida hizo un párrafo breve y ceñido que pareció una respuesta formal a nuestra gestión. Sería temerario intentar una cita literal, pero el sentido y el tono de sus palabras era expresar su gratitud por la gran importancia del mensaje, digno de toda la atención de su gobierno, y del cual se ocuparían de urgencia. Y a manera de final feliz, mirándome a los ojos, me coronó con un laurel personal: “Su misión era en efecto de la mayor importancia, y usted la ha cumplido muy bien”. Ni el pudor que me sobra ni la modestia que no tengo me han permitido abandonar esa frase a la gloria efímera de los micrófonos ocultos en los floreros.
Salí de la Casa Blanca con la impresión cierta de que el esfuerzo y las incertidumbres de los días pasados habían valido la pena. La contrariedad de no haber entregado el mensaje al presidente en su propia mano me parecía compensada por lo que fue un cónclave más informal y operativo cuyos buenos resultados no se harían esperar. Además, conociendo las afinidades de Clinton y Mack, y la índole de su amistad desde la escuela primaria, estaba seguro de que el documento llegaría tarde o temprano a las manos del presidente en el ámbito cómplice de una sobremesa (…)

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