20 abr 2014

Una mediación desconocida/Carlos Salinas de Gortari


Una mediación desconocida/Carlos Salinas de Gortari
Revista Proceso # 1955, 19 de abril de 2014
REPORTAJE ESPECIAL
Gabriel García Márquez también jugó un papel clave en algunos asuntos de política interna entre México y Cuba, y particularmente entre Carlos Salinas de Gortari y Fidel Castro, según lo consigna el expresidente en su libro México. Un paso difícil a la modernidad, editado en septiembre de 2000. 
A continuación se reproduce la parte medular del capítulo “Una mediación desconocida: el diálogo entre los presidentes de Cuba y Estados Unidos.
El problema también era muy delicado para Cuba, que atravesaba entonces por una terrible crisis, derivada de los efectos del bloqueo económico y agudizada por la caída de la Unión Soviética y de la mayoría de los países socialistas y por el cese de apoyos de los gobiernos que hasta entonces habían sido aliados de La Habana. Además, el tema tenía una enorme relevancia para México. Era obvio que en los Estados Unidos podía generarse una actitud más agresiva hacia todos los migrantes incluidos los mexicanos. En esos momentos enfrentábamos una posición hostil de las autoridades de California en contra de los migrantes, tanto legales como ilegales, e incluso contra sus descendientes. La sensibilidad sobre esta materia en nuestro país era muy alta. En el horizonte amenazaba el riesgo de un problema diplomático, político y social de dimensiones insospechadas.

Había que emprender la tarea con absoluta discreción. Si llevaba el asunto por los canales diplomáticos normales, se corría el riesgo de una filtración. Al mismo tiempo, necesitaba un conducto con el gobierno de Cuba que garantizara discreción total y acceso directo e inmediato con Fidel Castro. Desde el principio supe quién era la persona indicada.
 Llamé por teléfono a Gabriel García Márquez, el Premio Nobel de Literatura, colombiano de origen y mexicano por adopción. Yo confiaba plenamente en él. Habíamos sostenido una estrecha relación a lo largo de más de 10 años y estaba convencido de su inteligencia, discreción y sensibilidad. Estaba enterado de que García Márquez se preparaba en esos días para viajar a Cuba. Él podía llevar el mensaje. Me comuniqué para preguntarle si podía acudir a Los Pinos. No le dije más, pero entendió perfectamente que si el presidente de México le solicitaba conversar personalmente casi a la media noche, debía tratarse de algo muy serio.
Llegó a mi oficina poco más de media hora después; había recorrido en un tiempo récord el trayecto desde el sur de la ciudad, en el Pedregal de San Ángel, hasta Los Pinos. Le comenté mi encomienda. Hombre emotivo, el escritor mostró en ese momento un aplomo extraordinario. Reflexionó un instante y dijo: “Es mejor que usted hable discretamente con el Comandante”. Entonces García Márquez llamó a Cuba. Sin mayor trámite dijo que yo tenía interés en hablar con Fidel Castro. Mientras lo localizaban, colgó el auricular y conversamos detenidamente sobre la importancia de la tarea a realizar y lo crucial que era mantenerla en absoluta discreción. Poco después, volvió a marcar a La Habana y me pasó al Comandante.
Hombre que sabe escuchar, Castro concentró su atención mientras le relataba la llamada de Clinton. Desde luego, en esa primera conversación no mencioné el nombre del presidente de los Estados Unidos; hable de “el gobierno americano”. Al terminar el mensaje, Castro respondió con claridad; me dijo que la salida de los balseros no era una táctica del gobierno cubano, sino el reflejo de una situación insostenible creada por los propios norteamericanos a través del bloqueo económico como por la Ley Torricelli. Era incomprensible que los Estados Unidos hicieran esfuerzos para disminuir esa migración ilegal, cuando al mismo tiempo la estimulaban a través de la radio. Por eso, me dijo Castro, su gobierno había decidido flexibilizar la política migratoria y permitir la salida de los balseros. Además, si el gobierno cubano trataba de impedir esa salida, con seguridad iban a generarse incidentes que los medios internacionales magnificarían para acusarlo de represivo. Por todas estas razones, comentó Fidel, había dado instrucciones muy claras en ese terreno: si alguien deseaba marcharse de la isla, no se impediría su partida, y mucho menos por medio de la fuerza. Me hizo ver que estaba dispuesto a encontrar una solución y que no se negaba a conversar. Sin embargo, subrayó que era necesario analizar las causas de esos movimientos, pues las medidas que se estaban tomando en los Estados Unidos endurecían el bloqueo y por lo tanto aumentaban las aflicciones económicas: eso era lo que alentaba la emigración.
 Castro agregó que compartía mi preocupación por los posibles efectos de la salida de balseros en torno al debate de los migrantes mexicanos. Desde su punto de vista, la forma de resolver la polémica era muy importante. El supuesto acuerdo norteamericano de otorgar 20,000 visas al año, señaló, no se había cumplido, pues el año anterior sólo habían expedido 964. Por último, me dijo que estaba dispuesto a tener conversaciones sobre migración con los estadounidenses, siempre y cuando se asumiera que lo principal era entender sus causas, que eran el bloqueo y su efecto sobre la economía del pueblo cubano. Concluyó que, de llevarse a cabo, ese diálogo daría una esperanza a quienes trataban de irse.
 (…)
 El jueves primero de septiembre me llamó el presidente Clinton. Me notificó que ya se había realizado el primer día de conversaciones. Reconoció la calidad del equipo negociador de Cuba, por su experiencia y su actitud constructiva. Estaba dispuesto a elevar el número de migrantes legales si los cubanos controlaban la salida de los balseros ilegales. Me pidió que le transmitiera con claridad a Castro el siguiente mensaje: sabía que los cubanos estaban preocupados por la capacidad de su gobierno para admitir 20,000 migrantes legales (dados los obstáculos que las leyes norteamericanas imponían); sin embargo, deseaba que tuvieran la seguridad de que él cumpliría su compromiso. Era importante, concluía Clinton, que las autoridades de Cuba aceptaran el regreso voluntario de los balseros que permanecían en Guantánamo.
 Cuando le comuniqué lo anterior, el presidente Castro comentó que tal vez los norteamericanos esperaban que él les resolviera el embrollo que ellos mismos habían creado, sin que ningún problema cubano se colocara siquiera sobre la mesa de discusión. Todo podía quedar en un acuerdo formal, alertó, pero las causas que originaron el conflicto seguirían presentes. Así no se podría encontrar una solución responsable y a fondo, dijo. Nada se lograría en realidad mientras no se analizara la situación económica creada por el bloqueo. Entonces le hice saber al presidente Fidel Castro que Clinton entendía sus argumentos, pero que enfrentaba una situación política interna muy seria; lo más importante por ahora era sentarse a dialogar. Castro tenía una enorme desconfianza. Y me lo confirmó al decirme que habían padecido el recrudecimiento del bloqueo, y que, aún peor, habían sido engañados más de una vez. Proponía luchar por una solución definitiva y verdadera del problema. “Yo comprendo las complicaciones de Clinton –comentó– pero no puedo olvidarme de las contrariedades nuestras, del momento difícil que atravesamos, de la estrategia desplegada para destruirnos”. Le repetí que percibía buena fe en Clinton. Y le insistí en que estábamos frente a una especie de “escalera” con varios peldaños; lo importante era subir el primero, y ese primer peldaño era sentarse a hablar, aunque sólo fuera sobre el tema migratorio. Si se mostraba voluntad, seguramente se crearían las condiciones políticas para que más adelante se diera el diálogo sobre otros temas muy importantes, como el del bloqueo y su impacto en la economía, concluí.
 El presidente Castro respondió que la misma prensa norteamericana señalaba que era necesario dialogar con Cuba sobre todos los temas. Ahí estaba ya la oportunidad para sentarse a conversar. Castro preguntó si más tarde Bill Clinton podría de veras acceder a hablar sobre otros asuntos. Agregó que más adelante se necesitaría un eslabón que permitiera vincular estas conversaciones sobre migración con otros tópicos que a él, Castro, le interesaban, como el bloqueo y la situación económica.
 Mientras tanto, Gabriel García Márquez llegó a Cuba. Iba con mi jefe de prensa, José Carreño, en un avión de la Presidencia. Llevó el resultado de la reunión con Clinton y mi petición de que transmitiera de manera personal algunos detalles sobre las conversaciones. El 2 de septiembre, García Márquez salió de Cuba, después de entrevistarse con Fidel, y solicitar, además, que liberaran a un escritor cubano que estaba detenido. Castro accedió a la petición de García Márquez, pero le advirtió: “Gabo, te vas a arrepentir”.
 El lunes 5 de septiembre el presidente Castro llamó para decirme que había importantes avances en las pláticas. Las posiciones, me explicó, se estaban acercando con base en un documento elaborado por los propios norteamericanos a partir de otro inicial presentado por los cubanos; había ya un proyecto de comunicado. Sin embargo, Fidel me expresó que había dos puntos indispensables a considerar.
 El primero se refería a que en el documento debía señalarse explícitamente que se eliminarían las medidas establecidas por los Estados Unidos, el 20 de agosto de ese año; esas medidas prohibían vuelos de fletamento, llamadas telefónicas entre ambas naciones y la transferencia de recursos que los cubanos radicados en los Estados Unidos desearan hacer a Cuba. Con esto, afirmó Castro, se lograría lo que se estaba buscando: una salida a la difícil y engorrosa situación.

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