Cuidado
con la felicidad!/José María Ruiz Soroa es abogado.
El
País |26 de octubre de 2014
Al
hilo de los panfletos y declaraciones de los líderes del nuevo movimiento
social en curso ha comparecido de nuevo en nuestra escena pública la felicidad
del pueblo (ahora se dice de la “gente”) como un objetivo no sólo legítimo,
sino incluso ilusionante, para la acción de gobierno. “Venimos a restaurar la
felicidad de los ciudadanos”, han dicho.
Se
trata de un viejo conocido de la teoría y de la retórica políticas, que
aparecía ya en las Constituciones clásicas: “El fin de la sociedad es la
felicidad común”, decía la francesa de 1793, la jacobina. “El objeto del
Gobierno es la felicidad de la nación”, decía la nuestra de Cádiz. Sí, un viejo
y amable conocido pero, al tiempo, un peligroso conocido, puesto que su sola
mención plantea temblores al temperamento liberal. Ya en su conferencia de 1819
en el Ateneo Real, un Benjamin Constant con ganas de distinguir y matizar lo
que sucede en su derredor proclama en voz alta que “los depositarios de la
autoridad siempre están dispuestos a ahorrarnos a los ciudadanos toda clase de
trabajos, excepto el de obedecer y pagar; ellos nos dicen: “¿Cuál es el objeto
de vuestros trabajos y el término de vuestras esperanzas? ¿No es la felicidad?
Pues dejadnos a nosotros ese cuidado, que nosotros os la daremos”. Pero no, no
dejemos que obren así, pidámosles que se contengan en sus límites, que son los
de ser justos: nosotros nos encargaremos de hacernos dichosos a nosotros
mismos”.
La
advertencia, que poco después sería renovada y sistematizada por J. Stuart Mill
en On Liberty, era pertinente. Una cosa es que el Gobierno deba perseguir la
generación de las condiciones mínimas necesarias para que las personas puedan
ser felices (casi nadie puede ser feliz en la miseria), otra muy distinta que
pueda legítimamente asumir el papel de hacer directamente felices a esas
personas. Por la sencilla razón de que la felicidad (sea o no alcanzable en
realidad) es un estado que no sólo contiene elementos cuantitativos o de
bienestar físico, sino que implica otros cualitativos y morales atinentes a lo
que es una “vida buena”. Y nadie, ni siquiera el Gobierno, es quién para
imponer o regalar a nadie su propio proyecto de vida buena, o para formar uno
de índole colectiva e intentar plasmarlo en el colectivo social pasando por
encima de los proyectos personales. Cada uno define y persigue su propia
felicidad, en eso consiste precisamente la autonomía de la persona, su
libertad.
Jefferson
lo vio claro cuando redactó la Declaración de Independencia en 1776, y por ello
se cuidó mucho de limitar su proclama del derecho por sí mismo evidente que
Dios nos había dado al de “pursuit of happiness” [búsqueda de la felicidad], y
no al de “pursuing and obtaining happiness” [búsqueda y conquista de la
felicidad] de la de Virginia en que se inspiró. Para él, que bebía en Locke,
“the pursuit of happiness is the foundation of liberty” [la búsqueda de la
felicidad es el fundamento de la libertad]. Definir y buscar cada uno su vida
buena en los términos morales, virtuosos o religiosos que prefiera es su
derecho, su derecho precisamente a ser libre.
El
liberalismo naciente ponía así fin a una tradición aristotélico-tomista de 20
siglos, en la cual los Gobiernos podían y debían identificar la felicidad de
sus súbditos e imponérsela, precisamente porque la sociedad y no el individuo
era el sujeto holista de la política. A partir de estas fechas, el mayor
despotismo que puede hacerse al ser humano es el de definir e imponerle desde
un Gobierno omnisciente y paternal su propio bien, su propia felicidad, dirá
Kant: “Nadie me puede obligar a ser feliz a su modo, sino que es lícito a cada
cual buscar su felicidad por el camino que mejor le parezca”.
Desde
entonces, la misión del Gobierno será la de construir las precondiciones de la
autonomía moral de cada uno, es decir, la justicia. Nunca el de construir él
mismo el contenido empírico de esa autonomía y decidir, incluso con la más
benéfica de las intenciones, cuál es la felicidad de sus súbditos, cuál es su
vida buena. En ese error y en ese crimen cayeron los totalitarismos de derechas
e izquierdas, las políticas moralistas de la virtud obligatoria, los
paternalismos tradicionalistas de todo tipo, y siguen cayendo los Gobiernos
“perfeccionistas” que buscan hoy en día mejorar a sus ciudadanos implantándoles
unas identidades moralmente superiores que les mejoran como ciudadanos
(comunitarismos y nacionalismos de toda laya).
Por
eso conviene que esta súbita reaparición de “la felicidad de la gente” como
objetivo político, una resurrección que sin duda engarza muy bien con los de la
virtud ciudadana y el aristotelismo (el hombre es ante todo un ser ciudadano),
y que además resulta lírica y motivadora, sea contenida dentro de los
precavidos límites que el mejor liberalismo siempre le impuso: “Ustedes,
gobernantes (o aspirantes a ello), dedíquense a ser justos, de ser felices nos
encargaremos nosotros mismos”. Para evitar desaguisados, no por otra razón.
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