La
vuelta de Cuba a las Américas/Rafael Rojas es historiador.
El
País | 24 de febrero de 2015
Hasta
1960 o 1961, la ideología nacionalista revolucionaria cubana, de José Martí en
adelante, había pensado Cuba como un país ubicado en la frontera entre las dos
Américas. Las voces más radicales de esa tradición, por muy celosas que fueran
con la soberanía económica o con la autodeterminación política del país,
siempre apostaron por una independencia de la isla, que pondría límites al
intervencionismo de Estados Unidos, sin llegar a la fractura diplomática o a la
confrontación militar. Esta última opción, la de la ruptura bilateral con
Washington, carece de antecedentes históricos hasta entonces y se instala, en
propiedad, con la Guerra Fría y la alianza de la dirigencia revolucionaria con
Moscú.
El
inicio de la normalización diplomática entre Estados Unidos y Cuba es, en buena
medida, una vuelta a aquella tradición, que nunca entendió la identidad latinoamericana
y caribeña del país como negación de los necesarios vínculos económicos y
diplomáticos con su vecino desarrollado. Durante el anuncio del
restablecimiento de relaciones, el pasado 17 de diciembre, en conferencia
simultánea a la del presidente Barack Obama en la Casa Blanca, y en un discurso
posterior ante la Asamblea Nacional del Poder Popular, Raúl Castro pareció
sostener que la normalización diplomática es posible, a pesar de las
diferencias ideológicas y políticas que dividen a ambos Gobiernos.
Sin
embargo, en palabras más recientes ante el foro de la Comunidad de Estados
Latinoamericanos y del Caribe (Celac), en Costa Rica, Castro cambió el tono.
Regresó al lenguaje de la Guerra Fría y puso una serie de condiciones para que
la “normalización de relaciones bilaterales sea posible”. La normalidad, según
La Habana, sólo se alcanzará luego de que la isla sea retirada de la lista de
patrocinadores del terrorismo, de la reanudación de servicios financieros de su
Sección de Intereses en Washington, del cierre de la base naval de Guantánamo y
del cese de las transmisiones de Radio y TV Martí. A esos cuatro puntos, como
en la época de la crisis de los misiles, Castro agregó un quinto: no habrá
restablecimiento hasta que Estados Unidos no compense a Cuba por los “daños del
bloqueo”.
Luego
del discurso de San José, la idea de la normalización perdió fuerza. Las
audiencias en el Congreso de Estados Unidos y la postergación de viajes a la
isla de varios legisladores norteamericanos han dado a entender que el proceso,
aunque no se suspende, se ralentiza. Una manera de interpretar el cambio de
tono de Raúl Castro sería entenderlo como parte natural del cruce de
declaraciones entre mandatarios, que hace público el diferendo que negocian, a
puertas cerradas, sus respectivas delegaciones. Otra, no necesariamente
contradictoria, es que Raúl Castro y su Gobierno decidieron exponer
abiertamente, ante el foro de la Celac —que no lo haya hecho ante la ciudadanía
tal vez sea otro indicio de la popularidad que goza el restablecimiento de
vínculos con Estados Unidos en la isla—, las resistencias a un entendimiento
con Washington que subsisten en la clase política cubana.
El
escenario elegido fue la Celac porque la mayoría de los Gobiernos
latinoamericanos y caribeños sostienen buenas relaciones con Estados Unidos y
Canadá y quieren que Cuba se sume al marco interamericano. Castro intentaba
explicar a sus pares en la región por qué hay escepticismo en un sector de su
Gobierno. En la práctica, lo que se estaría produciendo con un restablecimiento
de relaciones entre Estados Unidos y Cuba es el reconocimiento pleno del fin de
la lógica de la Guerra Fría y de la aceptación, por parte de La Habana, de las
reglas del juego global, luego del atentado contra las Torres Gemelas de Nueva
York, en septiembre de 2001. La colaboración entre ambos Gobiernos en la lucha
contra el narcotráfico y la insistencia de Cuba en ser retirada de la lista de
países terroristas son evidencias de esa aceptación.
A
lo que se resiste el sector más ortodoxo de la isla es, precisamente, a la
alineación con algunas de las premisas básicas de la nueva y acotada hegemonía
hemisférica de Estados Unidos, como la “guerra contra el terror” y la
suscripción de la forma democrática de gobierno. Un acuerdo sólido entre Washington
y La Habana en esas materias es entendido, por los más inmovilistas, como un
colapso ideológico que implicaría el ocaso de una política exterior de medio
siglo, basada en el mesianismo de un rival de Estados Unidos en el Caribe,
resuelto a producir alternativas a Washington en todo el orbe, por medio de la
inscripción en el bloque soviético, el apoyo a las guerrillas urbanas y rurales
en América Latina y el respaldo a los movimientos de liberación nacional y a
los socialismos descolonizadores en África y Asia.
La
vuelta de Cuba a las Américas se produce en medio de un evidente giro al
pragmatismo en la política exterior de la isla, que arranca con la
convalecencia de Hugo Chávez en 2012. Raúl Castro reconoció en San José el
papel de la Celac en ese giro. Lo que no pudo admitir es que la política
exterior encabezada o alentada por su hermano, hasta ese mismo año, tenía como
prioridad hostigar a los foros interamericanos desde el eje bolivariano. En la
Celac, lo mismo que en Unasur, actualmente enfrascada en un intento de
mediación entre Washington y Caracas, predomina la idea de sostener buenas
relaciones con Estados Unidos. La Cuba de Raúl Castro se está acomodando,
lentamente y con regresiones, a esa tendencia.
Se
verá con claridad en la Cumbre de las Américas, en abril, en Panamá. El
discurso oficial de la isla, y sus ecos —o réplicas— en la comunidad
internacional, establecen una mecánica continuidad entre la estrategia de la
Celac y el sectarismo bolivariano. Pero la posición mayoritaria de la región, a
favor de la preservación del foro interamericano y de la inclusión de Cuba en
el mismo, suponen una reafirmación, y no un abandono, de las premisas de la
integración hemisférica. El dilema al que se enfrenta el Gobierno de Raúl
Castro es que la aceptación, o no, de esas premisas, deja de ser un “asunto de
orden interno”, como reiteró el mandatario en San José, y se presenta como algo
que concierne a toda la comunidad de naciones americanas.
Que
Cuba sea el único Estado de la región que no acepta la forma democrática de
gobierno no es, por supuesto, un “asunto de orden interno”. Como tampoco lo es
la desaparición de los 43 maestros normalistas de Ayotzinapa, la muerte del
fiscal argentino Alberto Nisman, el encarcelamiento injustificado de opositores
pacíficos en Venezuela, la corrupción y la inseguridad en cualquier país
latinoamericano o la violencia racial y juvenil en Estados Unidos. La asimetría
entre las dos Américas y los viejos nacionalismos impiden que la actual
integración genere formas más eficaces de mejorar la situación de los derechos
humanos en el continente, pero la democracia sigue siendo un valor de consenso
en la región.
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