Periodismo,
nada más/ David Jiménez, director de El Mundo.
El
Mundo | 31 de mayo de 2015
El
día que llegué a EL MUNDO tras ser nombrado su nuevo director tuve problemas
para que me dejaran entrar. Había olvidado mi DNI y los guardias de seguridad
no me ponían cara, tras años trabajando lejos de la redacción, desde Kabul,
Pekín o Ulan Bator. Pensé en pavonearme cual político –«no sabe usted con quién
está hablando»– y jurar que efectivamente era el nuevo director, pero habrían
llamado a los servicios sociales. Al contarle la anécdota a mis compañeros, una
vez superados los obstáculos de acceso, les dije lo bueno que sería que en
adelante los guardias de seguridad me pararan cada día en la entrada para
preguntarme quién soy. Y sobre todo, a qué vengo.
La
respuesta que voy dando por ahí es que regreso a la redacción donde empezó todo
para mí con la idea de hacer periodismo, nada más. Pero me está costando
encontrar alguien que me crea. «Hay demasiados intereses y no te van a dejar»,
me dicen.
Tan
pobres expectativas serían de agradecer –es mejor ir al último estreno sin
albergar demasiadas– si no reflejaran el profundo desencanto que una parte de
la sociedad siente hacia la prensa. Que los periodistas seamos los últimos en
reconocerlo puede explicarse por las contradicciones de nuestro oficio: nos
pasamos el día criticando lo que hacen los demás, sean políticos o cocineros,
pero nos cuesta enormemente hacerlo con nuestro propio trabajo. Señalamos con
el dedo a los culpables de la decadencia que ha vivido este país, sin
preguntarnos si tenemos alguna responsabilidad en lo ocurrido. Pedimos a
partidos e instituciones regeneración, sin plantearnos si deberíamos aplicarnos
la medicina que tanto recetamos a los demás.
Las
causas de nuestra pérdida de credibilidad pueden encontrarse en las
hemerotecas. O, mejor dicho: en lo que no se puede encontrar en ellas. Durante
tres décadas, los medios de comunicación ofrecimos inmunidad informativa a la
Monarquía, perjudicando en el camino a la institución que queríamos defender al
enviar a sus miembros de moral más endeble la señal de que siempre miraríamos a
otro lado. En otras ocasiones, pusimos nuestros intereses por encima de los de
nuestros lectores, quizás nunca con tanto descaro como en los años de las
conocidas como guerras mediáticas. Era cuestión de tiempo que nos durmiéramos
en la garita de ese sistema que habíamos prometido vigilar y que lo hiciéramos
en el peor de los momentos, en vísperas de la mayor crisis económica de la
Democracia. ¿Cuánto dinero habrían ahorrado los contribuyentes si hubiéramos
investigado a las cajas de ahorro y sometido a sus directivos a las preguntas
pertinentes, antes de que fuera demasiado tarde?
Mientras
los herederos de la Transición convertían el país en una inmensa agencia de
colocación para sus afines, las instituciones se gangrenaban y los partidos
políticos que debían defender el Estado de Derecho se aprovechaban de él, en
ese viaje hacia la irresponsabilidad colectiva, cuya factura terminó siendo pagada
por los de siempre, los que trabajamos en prensa pudimos hacerlo mejor.
Admitirlo no emborrona lo mucho que se hizo bien ni resta méritos a periódicos
que, como EL MUNDO, han mostrado desde su nacimiento un gran coraje
periodístico y determinación en la defensa de la democracia y la libertad, con
mis predecesores, Pedro J. Ramírez y Casimiro García-Abadillo, al frente.
Pero,
de la misma forma que una parte cada vez más importante de la sociedad reclama
una nueva forma de hacer política o negocios, el momento es propicio para que
también el periodismo español renueve su compromiso, en mi caso con los
lectores de EL MUNDO.
Cuando
hagamos una pregunta incómoda a un político, la haremos en su nombre; cuando
denunciemos la corrupción o los abusos del poder, lo haremos en su nombre;
cuando pidamos medidas de regeneración –no nos cansaremos de hacerlo–, lo
haremos en su nombre; y cuando nos equivoquemos, será porque, también en su
nombre, busquemos la verdad. Sin militancias ni sectarismos. Defendiendo
principios y no partidos. Sin intenciones políticas propias ni de terceros. Con
independencia y sin resentimiento, no sólo porque España ya acumula suficiente
de esto último, sino porque Kapuscinski tenía razón cuando decía que nuestra
labor no consiste en pisar las cucarachas –no somos jueces ni policías–, sino
«en prender la luz para que la gente vea cómo las cucarachas corren a
ocultarse».
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