Revista
Proceso
No. 2013, 30 de mayo de 2015...
Aunque
la práctica de disolver cuerpos humanos en sosa cáustica es antigua, fue
Santiago Meza López quien le puso rostro a ese oficio cuando, luego de
ejercerlo durante 10 años al servicio de los hermanos Arellano Félix, se le
aprehendió y presentó como El Pozolero. Recluido en el penal del Altiplano
desde 2009, confesó haber disuelto 300 cadáveres. Entrevistada en Tecate, su
esposa repudia el sobrenombre que le adjudicaron… Tal es uno de los perfiles,
elaborado por la reportera Marcela Turati, de 14 siniestros personajes
latinoamericanos vivos incluidos en el libro Los malos, que, editado y
antologado por la periodista argentina Leila Guerriero, se publicó hace unos
días en Chile bajo el sello de Ediciones Universidad Diego Portales. He aquí un
adelanto de este trabajo…
–¿Y
él qué explicaciones da acerca de eso?
Al
describir a su “viejito” y defender su inocencia, Irma recurre a una anécdota
del día en que, ya casados, ella se enfadó porque su casa estaba invadida por
gatos recién nacidos, y pidió a unos niños que los abandonaran en un basurero
cercano. Cuando Santiago llegó a casa y
no los encontró, quiso saber qué había ocurrido.
–Los
mandé tirar porque yo no quiero tanto cochinero –lo retó ella.
–¿Y
qué si te hubieran tirado a ti? –preguntó el esposo, molesto, antes de mandar a
los niños a rescatar a los animales.
Así
era el hombre con el que se casó hace 30 años: un hombre que, dice, no merece
el horrendo apodo con el que se le conoce.
–Si
él no se animaba porque le daban lástima los animales, ¿cree que le va a quitar
la vida a las personas? A mí hasta la fecha me da coraje. A él siempre, siempre
le decían por su nombre. Nunca de otra forma. No sé ese nombre que dicen de
dónde lo sacaron.
Irma
se enreda para referirse al apodo con el que el Ejército presentó a su marido
ante la prensa, el sobrenombre que lo hizo famoso y se quedó clavado en las
pesadillas de los mexicanos: El Pozolero.
El
pozole es un caldo típico mexicano, hecho a base de granos de maíz, al que se
le agrega carne de pollo o de cerdo. Pozolero se le llama al cocinero de ese
alimento. Pero en el lenguaje del narco el pozolero es quien disuelve los
cadáveres. Santiago Meza López le puso su rostro a ese oficio. Ese oficio tuvo,
en él, su encarnación.
Eso
es lo que Irma no se atreve a mencionar: que durante mucho tiempo su esposo, el
papá de Irene y el abuelo de la cachorrita, “cocinó” cadáveres con ácido hasta
hacerlos desaparecer.
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Cada
18 días, Santiago Meza López habla con Irma. Cada nueve, tiene permiso para una
llamada telefónica de 10 minutos. Casi siempre a las 8:00 de la mañana, una
semana el teléfono timbra en casa de doña Rita López, la madre de Santiago, en
Guamúchil, Sinaloa; a los nueve días el teléfono suena en casa de Irma y sus
hijos, en Tecate, Baja California.
En
esas llamadas de no más de 10 minutos, Santiago Meza trata de saber qué ocurre
fuera de Almoloya. Pasa lista y pregunta por su esposa, sus hijos, sus nietos,
su madre, sus nueve hermanos, sus suegros, sus amigos, sus vecinos, hasta que
se le agota el tiempo.
Aunque
siempre fue un hombre reservado y de pocas palabras, le ha contado a Irma que
en Almoloya está por terminar la educación primaria; que a veces lo sacan al
patio a jugar voleibol; que ya se aprendió la Biblia de tanto leerla y que
empezó a tomar clases de pintura; que le sobra tiempo, que extraña trabajar y
que le gustaría que en el penal enseñaran carpintería.
La
mesa de la cocina, donde Irma tiene los brazos apoyados mientras refiere que
Santiago cenó pavo en Navidad y que está preocupado porque la cárcel lo haga
engordar, se encuentra cubierta con un plástico transparente estampado de
frutas. Sobre la mesa hay dos cuadros que Santiago envió de regalo para
Navidad. El primero es un retrato al óleo de sus tres nietos; el otro es una
pintura de las princesas y heroínas de Walt Disney. Hay un tercer cuadro, que
Irma describe pero que no está en la sala. Representa el conflicto entre el
bien y el mal con un angelito y un diablo. Irma cree que Santiago contrató a
otro reo para que los pintara, porque su marido todavía no sabe hacer trazos
finos.
En
esta casa, Irma vive con dos de sus hijos (Irene y un varón joven que tiene un
negocio en el centro), la esposa de su hijo y la hija de ambos, “la cachorrita”. En la planta baja no se ven
fotos de Santiago, e Irma no quiere mostrar las que guarda, para respetar la
obsesión de su marido por la privacidad, aun cuando ya es demasiado famoso.
Santiago
Meza López apareció el domingo 25 de enero de 2009 en la televisión. Vestía un
pantalón de mezclilla y una sudadera gris deslavada, en un terreno baldío de
Ojo de Agua, Tijuana. Un hombre bajo, de pelo corto color negro azabache, cejas
espesas, facciones abigarradas y barriga protuberante. Llevaba las manos
entrelazadas tras la nuca, los ojos bajos y estaba rodeado por militares con el
rostro cubierto con máscaras negras. Las mismas que usan cuando presentan al
público a un personaje “pesado” del narcotráfico.
Un periodista le preguntó:
–¿Cuántas
personas deshiciste?
Con
el ojo izquierdo casi cerrado por una inflamación, raspones en el rostro y un
chichón en la cabeza, Santiago Meza respondió:
–Unas
300.
Siguió
una lluvia de preguntas de los reporteros presentes:
–¿A
qué tipo de personas deshacías?
–A
los que me traían.
–¿Tú
los matabas?
–Me
los traían muertos.
–¿Los
despedazabas?
–No,
enteros.
–¿Cómo
lo hacías?
–Yo
los echaba en un tambo con ácido y ahí se desintegraban.
–¿Qué
tiempo se tardaba en deshacer un cuerpo?
–Veinticuatro
horas.
–¿Qué
hacías con lo demás, con lo que te quedaba cuando estaba deshecho?
–Lo
echaba en una fosa.
–¿En
qué fosa?
–Aquí,
en esta casa.
Meza
López hizo entonces un gesto con la cabeza, con el que señaló el suelo que
pisaban él, los militares y los reporteros: un terreno baldío bardado con
bloques de cemento. El interrogatorio duró menos de cinco minutos y, aunque
cortante y escueto, Meza López respondió todo lo que le preguntaron. Así, se
supo que entre sus víctimas no había niños ni mujeres y que por su trabajo
recibía 600 dólares al mes. Dijo primero que disolvió a 300 personas en un solo
año, aunque después aclaró que 300 era, en realidad, el número total de
víctimas que había deshecho durante los 10 años que practicó el oficio. Dio
detalles a la prensa sobre su modo de trabajo, con una naturalidad que
sorprendió a todos. El principal componente era la sosa cáustica. El método de
cocción, a fuego alto durante un día entero. La capacidad por semana, de tres
cuerpos.
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