La
batalla de un hombre solo/Mario Vargas LLosa
El País, 31 de mayo de 2015
En
los años setenta tuvo lugar un extraordinario fenómeno de confusión política y
delirio intelectual que llevó a un sector importante de la inteligencia
francesa a apoyar y mitificar a Mao y a su “revolución cultural” al mismo
tiempo que, en China, los guardias rojos hacían pasar por las horcas caudinas a
profesores, investigadores, científicos, artistas, periodistas, escritores,
promotores culturales, buen número de los cuales, luego de autocríticas
arrancadas con torturas, se suicidaron o fueron asesinados. En el clima de
exacerbación histérica que, alentada por Mao, recorrió China, se destruyeron
obras de arte y monumentos históricos, se cometieron atropellos inicuos contra
supuestos traidores y contrarrevolucionarios y la milenaria sociedad experimentó
una orgía de violencia e histeria colectiva de la que resultaron cerca de 20
millones de muertos.
En
un libro que acaba de publicar, Le parapluie de Simon Leys (El paraguas de
Simon Leys), Pierre Boncenne describe cómo, mientras esto ocurría en el gigante
asiático, en Francia, eminentes intelectuales, como Sartre, Simone de Beauvoir,
Roland Barthes, Michel Foucault, Alain Peyrefitte y el equipo de colaboradores
de la revista Tel Quel, que dirigía Philippe Sollers, presentaban la
“revolución cultural” como un movimiento purificador, que pondría fin al
estalinismo y purgaría al comunismo de burocratización y dogmatismo e
instalaría la sociedad comunista libre y sin clases.
Un
sinólogo belga llamado Pierre Ryckmans, que firmaría sus libros con el nombre
de pluma de Simon Leys, hasta entonces desinteresado de la política —se había
dedicado a estudiar a poetas y pintores chinos clásicos y a traducir a
Confucio—, horrorizado con esta superchería en la que sofisticados intelectuales
franceses endiosaban el cataclismo que padecía China bajo la batuta del Gran
Timonel, se decidió a enfrentarse a ese grotesco malentendido y publicó una
serie de ensayos —Les Habits neufs du président Mao, Ombres chinoises, Images
brisées, La Fôret en feu, entre ellos— revelando la verdad de lo que ocurría en
China y enfrentándose con gran coraje y conocimiento directo del tema al
endiosamiento que hacían de la “revolución cultural”, empujados por una mezcla
de frivolidad e ignorancia, no exenta de cierta estupidez, buen número de los
iconos culturales de la tierra de Montaigne y Molière.
Los
ataques que recibió Simon Leys por atreverse a ir contra la corriente y
desafiar la moda ideológica imperante en buena parte de Occidente, que Pierre
Boncenne documenta en su fascinante libro, dan vergüenza ajena. Escritores de
derecha y de izquierda y las páginas de publicaciones tan respetables como Le
Nouvel Observateur y Le Monde lo bañaron de improperios —entre los cuales, por
cierto, no faltó el de ser un agente y trabajar para los americanos—, y lo que
más debió dolerle a él siendo católico fue que revistas franciscanas y
lazaristas se negaran a publicar sus cartas y sus artículos explicando por qué
era una ignominia que conservadores como Valéry Giscard d’Estaing y Jean
d’Ormesson y progresistas como Jean-Luc Godard, Alain Badiou y Maria Antonietta
Macciocchi consideraran a Mao “genio indiscutible del siglo XX” y “el nuevo
Prometeo”. Nunca tan cierta como en aquellos años, la frase de Orwell: “El
ataque consciente y deliberado contra la honestidad intelectual viene sobre
todo de los propios intelectuales”. Pocos fueron los intelectuales franceses de
aquellos años que, como un Jean-François Rével, guardaron la cabeza fría,
defendieron a Simon Leys y se negaron a participar en aquella farsa que veía la
salvación de la humanidad en el aquelarre genocida de la revolución cultural
china.
La
silueta de Simon Leys que emerge del libro de Pierre Boncenne es la de un
hombre fundamentalmente decente, que, contra su vocación primera —la de un
estudioso de la gran tradición literaria y artística de China fascinado por las
lecciones de Confucio—, se ve empujado a zambullirse en el debate político en
el que, por su limpieza moral, debe enfrentarse, prácticamente solo, a una corriente
colectiva encabezada por eminencias intelectuales, para disipar una maraña de
mentiras que los grandes malabaristas de la corrección política habían
convertido en axiomas irrefutables. Terminaría por salir victorioso de aquel
combate desigual, y el mundo occidental acabaría aceptando que la “revolución
cultural”, lejos de ser el sobresalto liberador que devolvería al socialismo la
pureza ideológica y el apoyo militante de todos los oprimidos, fue una locura
colectiva, inspirada por un viejo déspota que se valía de ella para librarse de
sus adversarios dentro del propio partido comunista y consolidar su poder
absoluto.
¿Qué
ha quedado de todo aquello? Millones de muertos, inocentes de toda índole
sacrificados por jóvenes histéricos que veían enemigos del proletariado por
doquier, y una China que, en las antípodas de lo que querían hacer de ella los
guardias rojos, es hoy una sólida potencia capitalista autoritaria que ha
llevado el culto del dinero y del lucro a extremos de vértigo.
El
libro de Pierre Boncenne ayuda a entender por qué la vida intelectual de
nuestro tiempo se ha ido empobreciendo y marginando cada vez más del resto de
la sociedad, sobre la que ahora no ejerce casi influencia, y que, confinada en
los guetos universitarios, monologa o delira extraviándose a menudo en
logomaquias pretenciosas desprovistas de raíces en la problemática real,
expulsada de esa historia a la que tantas veces recurrieron en el pasado para
justificar enajenaciones delirantes, como esa fascinación por la “revolución cultural”.
No
hay que alegrarse por el desprestigio de los intelectuales y su escasa
influencia en la vida contemporánea. Porque ello ha significado la devaluación
de las ideas y de valores indispensables, como los que establecen una frontera
clara entre la verdad y la mentira, nociones que hoy andan confundidas en la
vida política, cultural y artística, algo peligrosísimo, pues el desplome de
las ideas y de los valores, a la vez que la revolución tecnológica de nuestro
tiempo, hace que la sociedad totalitaria fantaseada por Orwell y Zamiatin sea
en nuestros días una realidad posible. Una cultura en la que las ideas importan
poco condena a la sociedad a que desaparezca en ella el espíritu crítico, esa
vigilancia permanente del poder sin la cual toda democracia está en peligro de
desmoronarse.
Hay
que agradecerle a Pierre Boncenne que haya escrito esta reivindicación de Simon
Leys, ejemplo de intelectual honesto que no perdió nunca la voluntad de
defender la verdad y diferenciarla de las mentiras que podían desnaturalizarla
y abolirla. Ya en el libro que dedicó a Revel, Boncenne había demostrado su
rigor y su lucidez, que ahora confirma con este ensayo.
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