El sueño soviético de Vladímir Putin/Shlomo Ben Ami, a former Israeli foreign minister, is Vice President of the Toledo International Center for Peace. He is the author of Scars of War, Wounds of Peace: The Israeli-Arab Tragedy.
Traducción: Esteban Flamini
Project Syndicate |2 de septiembre de 2015.
El reciente acuerdo nuclear alcanzado por seis grandes potencias
mundiales e Irán fue un triunfo del multilateralismo. Si esas mismas potencias
(los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas
y Alemania) mostraran la misma voluntad de trabajar juntas para resolver otras
disputas, el mundo podría entrar a una nueva era de cooperación y estabilidad.
Por desgracia, esa posibilidad parece lejana. Hoy, órdenes regionales de
larga data se encuentran amenazados por una variedad de situaciones de
competencia y conflicto (desde las actividades chinas en el mar meridional de
China hasta el avance continuo de Estado Islámico en Medio Oriente). Pero el
conflicto más decisivo (aquel cuya solución influiría sobre todos los demás)
probablemente esté en Ucrania, país que se ha vuelto fundamental para las
ambiciones expansionistas del presidente ruso, Vladímir Putin.
La anexión unilateral de Crimea y el apoyo ruso a los separatistas del
este de Ucrania fracturaron las relaciones de Moscú con Occidente; y Putin ha
recreado intencionalmente una atmósfera de Guerra Fría con su prédica de los
“valores conservadores” rusos como contrapeso ideológico al orden mundial
liberal guiado por Estados Unidos. Sin embargo, hay muchas cuestiones clave (la
matanza en Siria, el combate a Estado Islámico, la no proliferación nuclear y
la superposición de intereses y reclamos en el Ártico) que no se podrán
resolver sin la participación de Rusia.
Por eso, sin importar cuán difícil sea para las potencias occidentales,
algunas medidas para tranquilizar al Kremlin son inevitables. Estados Unidos
debería mostrarse más comprensivo de las susceptibilidades de Rusia (importante
potencia y gran civilización), y es preciso atender a sus legítimos intereses
de seguridad en sus fronteras con países de la OTAN; en particular, que Ucrania
no se integre a una alianza militar rival. Un aval del parlamento ucraniano (a
pesar de la intensa oposición internacional) a una solución cuyo primer
proponente fue Putin, a saber, autonomía para las regiones separatistas
prorrusas, es exactamente el tipo de concesión que se necesita para restaurar
la paz.
Pero en definitiva, la que debe cambiar de actitud es Rusia. Promover la
nostalgia de la condición de “gran potencia” de la Unión Soviética en tiempos
de la Guerra Fría no permite ver las enseñanzas que dejó aquella época. La
Unión Soviética era un imperio insostenible; si no pudo sobrevivir en una época
signada por el aislamiento y la bipolaridad, menos podrá ser recreado en el
sistema global multipolar e interconectado de hoy.
Rusia ya no está en condiciones de confrontar con Occidente: su economía
languidece, y carece de alianzas sólidas capaces de contrarrestar el poder de
Estados Unidos. Putin confía en que Rusia y sus socios del grupo BRICS (Brasil,
India, China y Sudáfrica) se conviertan en los “futuros líderes del mundo y de
la economía mundial”, según se expresó en julio durante el cierre de las
cumbres de los BRICS y la Organización de Cooperación de Shanghai.
Pero lo cierto es que los BRICS y la OCS están lejos de ser un bloque
cohesionado que pueda aislar a Rusia de las consecuencias de su conducta en
Ucrania. Los desacuerdos de los varios integrantes de estos grupos con
Occidente no pueden ocultar las diferencias de valores e intereses estratégicos
que tienen entre sí.
Lo mismo vale para la relación bilateral de Rusia con China, que se basa
sobre todo en la dependencia china de las fuentes de energía rusas, en el apoyo
de ambos países al concepto de “esferas de influencia” como fundamento de un
orden mundial alternativo y en sus ejercicios navales conjuntos en el Mar
Negro. Pero ambos países tienen un conflicto de intereses en Asia Central,
donde China está invirtiendo intensamente para extender su influencia hacia
países que Rusia denomina su “extranjero próximo”. Cuando el año pasado Putin
cuestionó la independencia de Kazajistán, China se apresuró a apoyar la
soberanía kazaja. Otra fuente de preocupación para el Kremlin es la posibilidad
de una intrusión china en los despoblados confines del extremo oriental de
Rusia, región que en opinión de China le fue robada, como Hong Kong y Taiwán,
durante el “siglo de humillación”.
Además, la economía china depende de que no se corte su acceso a los
mercados occidentales (especialmente, Estados Unidos). En momentos en que la
desaceleración económica genera incertidumbre en China, Beijing no puede darse
el lujo de provocar tensiones con Estados Unidos por nada que no tenga que ver
con sus intereses directos, por ejemplo los reclamos territoriales en el mar de
China meridional.
Pero a pesar de la debilidad de sus alianzas, Putin parece impertérrito.
Además de alardear con su arsenal nuclear, el gobierno ruso anunció hace poco
una nueva doctrina naval que trae ominosos recuerdos del desafío marítimo de
Alemania a Gran Bretaña antes de la Primera Guerra Mundial. Si no se encuentra
una salida diplomática, Putin podría mantener ese rumbo y llevar a su país aún
más cerca de un conflicto abierto con la OTAN.
Aun sin tal conflicto, los intentos de Putin de restaurar la influencia
rusa en toda Eurasia (por los medios que sea, a juzgar por sus acciones en
Ucrania) serán sumamente dañinos. No es extraño entonces que Kazajistán y
Bielorrusia estén tan preocupados por el expansionismo ruso como Ucrania.
Putin descartó el concepto, del expresidente Dmitri Medvedev, de
“asociación para la modernización” con Occidente. Pero Rusia no logrará
modernizarse mediante una unión aduanera euroasiática con exintegrantes de la
Unión Soviética y otros países, ni tampoco tratando de convertir la industria
militar en motor de industrialización. Tal era, en esencia, el modelo
soviético, que ya fracasó una vez y volverá a fracasar.
Si Putin realmente quiere diversificar y fortalecer una economía
dependiente de los commodities, y así mejorar la vida de su pueblo, deberá
atraer tecnologías avanzadas e inversiones extranjeras, especialmente de
Occidente. Eso implica encarar reformas democráticas, regenerar las
instituciones y renovar lazos diplomáticos con Occidente.
Rusia no está en condiciones de crear un sistema internacional
alternativo; pero si Putin insiste con su política exterior obsoleta y
divisiva, puede debilitar el que ya existe. Eso no sería bueno para nadie, en
momentos en que el mundo enfrenta tantos retos desestabilizantes.
Occidente debe esforzarse por tranquilizar a Rusia en relación con
cuestiones estratégicas centrales, como la expansión de la OTAN. Pero eso no
ayudará a Putin a resolver el origen de la debilidad rusa: la falta de
capacidad o voluntad de su presidente para reconocer que la Unión Soviética fue
un fracaso.
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