Lecciones del 12 de septiembre/
Ariel Dorfman es autor de ‘La Muerte y la Doncella’ y de la novela ‘Allegro’, de próxima aparición.
El Mundo | 12 de septiembre de 2015..
¿Acaso la fecha significativa no es la mañana anterior, acaso durante 42
años no hemos rememorado el 11 de septiembre, aniversario del golpe militar
contra Salvador Allende, acaso desde el 2001 no se añade otro 11 brutal e
inolvidable y lleno de terror, ahora norteamericano?
Si hace falta evocar el miércoles 12 de septiembre de 1973 ahora es
porque ese día nos enseña una lección que todavía no hemos plenamente
aprendido. En mi caso particular, fue un día después de la catástrofe chilena cuando
me asomé a sus secuelas más duraderas, comenzando a darme cuenta de que las
víctimas de esa sistemática violencia no iban a ser únicamente los frágiles
cuerpos de nuestros ciudadanos indefensos, sino que también nuestra alma e
identidad. Entendí que hasta el lenguaje mismo con el que nos comunicábamos iba
a ser corroído de forma irremisible y perversa.
Ese miércoles era el cumpleaños de mi mujer Angélica y el único regalo
que podía ofrecerle era la noticia de que no me habían matado durante el golpe.
Un regalo difícil de entregarle. El único teléfono se encontraba en un bungaló
a unas cuadras de la casa en la que me encontré, náufrago, con otros
militantes. La Junta había instaurado un toque de queda de 48 horas, amenazando
ejecutar en el acto a quien saliera a la calle, algo que había que tomar en
serio. Los militares habían bombardeado La Moneda y anunciado la muerte del
presidente Allende, y ya estaban persiguiendo a millares de sus seguidores.
Aun así, crucé las peligrosas calles y llamé a mi mujer. Para ofrecerle
consuelo, sí, aunque el consuelo lo necesitaba yo, que me anclara en algo real,
una prueba de que no todo había sido desmembrado por la contra revolución. Y,
sin embargo, la conversación me perturbó. Días antes hubiéramos compartido
libremente nuestros pensamientos, esperanzas, noticias. Ahora, la intimidación
rondaba cada palabra. Sin saber quién podía estar escuchándonos, cada frase
emergía de forma reservada, cauta, oscura, blandiendo alusiones y doble
sentidos.
“Dicen que el papá de Amanda está en el hospital”, dijo Angélica,
tratando de transmitir que habían detenido al cantante Víctor Jara . “¿En
tratamiento intensivo?”, pregunté, como una manera de averiguar si estaba
muerto. “Los médicos todavía no opinan”, respondió Angélica. Y así siguió una
conversación en la que yo me aferraba a la única verdad definitiva en tanta
circunlocución: su voz y mi voz y nuestro amor y la desesperación innombrable.
Fue una primera lección que el país entero tendría que aprender durante
los próximos 17 años de dictadura. Una lección en perífrasis y oblicuidad, tan
prevaleciente en los intercambios cotidianos que la gente terminó
internalizando al censor, entrenando su mente para no pensar lo que no se
atrevían a declarar públicamente. Porque la vida privada es una ilusión cuando
un gobierno sabe todo acerca de nosotros y puede castigarnos salvajemente.
Más tarde, miré desde el exilio cómo mi patria se iba envenenando, una
situación agravada por al abismo cada vez más insalvable entre quienes habíamos
huido y teníamos libertad para hablar y escribir, y aquellos que se habían
quedado y estaban sometidos a oídos y ojos invisibles y al arbitrio de armas
excesivamente visibles. En la medida que crecía la represión, fueron muchos los
que se nos juntaron en el extranjero, pagando el precio de probar el límite de
lo permisible. Óscar Castro montó una obra en Santiago en la que un capitán se
hunde con su barco mientras le promete al público un amanecer más auspicioso.
La policía secreta no tuvo problemas en descifrar la referencia a Allende,
detuvo, torturó y finalmente expulsó del país al dramaturgo, haciendo
desaparecer a su madre y a su cuñado. Guillermo Núñez, un insigne pintor
chileno, después de salir de la cárcel, montó una exhibición de jaulas en las
que encerró pájaros, poemas y zapatos como los del cuadro de Van Gogh. Se lo
volvió a apresar y a torturar y, posteriormente, se exilió en Francia. Su
padecimiento sirvió de advertencia a quien quisiera tantear los confines de los
tímidos códigos de expresión.
Aunque el pueblo de Chile fue capaz de enfrentar este terror ubicuo,
encontrando la astucia y el coraje como para derrotar a la dictadura, el daño a
nuestra psiquis y nuestra sintaxis, a nuestro arte, vocabulario y literatura,
todavía perdura hoy en los rincones recónditos de nuestros corazones, todavía
poluciona y tuerce la manera en la que nos dirigimos a los conciudadanos.
Esta atmósfera tóxica es una de las razones por las que Angélica y yo ya
no vivimos en Chile, a pesar de los muchos esfuerzos por retornar antes y
después de la restauración de la democracia. No podíamos ya reconocer el país
donde la duplicidad y el temor sofocaban la confianza en los demás.
Y, sin embargo, paradójicamente, Estados Unidos, la nación donde
terminamos recibiendo refugio se ha convertido, después de su propio 11 de
septiembre, en una tierra donde la experiencia de Chile se ha vuelto
tristemente relevante. No soy tan ingenuo como para ignorar las muchas
instancias en las que el Gobierno norteamericano espió a sus propios ciudadanos
y los persiguió utilizando información extraída de forma ilegal, pero nada en
el pretérito se compara con los poderes de vigilancia y delación de los que
disponen hoy las autoridades estadounidenses. El hecho de que ahora, y no sólo
en el país de Obama, la tecnología permite a extraños escuchar cada
conversación, cada pedacito de información, cada intercambio íntimo, cada
secreto y cada chiste, debería hacernos temblar, anticipar que un escrutinio
tan asfixiante ha de corromper nuestra libertad.
¿Queremos acaso vivir en un país donde no podamos llamar a la persona
amada para desearle un feliz cumpleaños sin el temor de que alguien escuche
nuestras palabras y las grabe, un país donde hombres desconocidos que todo
saben de nosotros puedan irrumpir violentamente en nuestro hogar?
Que no se diga que mi advertencia, la lección que aprendí ese penoso 12
de septiembre, no tiene asidero en el mundo actual, que nadie diga que ese
terror no puede repetirse aquí, cerca, tan cerca de nosotros, hoy, o mañana.
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