26 sept 2021

La casa de la contradicción

La casa de la contradicción

Con anuencia de Penguin Random House y del autor, publicamos un extracto de "Demolición", el nuevo libro de Jesús Silva-Herzog sobre AMLO

Jesús Silva-Herzog Márquez


Reforma, Cd. de México (26 septiembre 2021).-;

La epopeya de la reinvención nacional no se contenta con reformas. La épica está en la batalla, no en la negociación. López Obrador está convencido de que la política, cuando es valiosa, permite saltos en el tiempo. Por eso los reformistas no le merecen respeto. 

En toda reforma hay una transacción que juzga indecorosa, un acomodo que le parece sucio, una paciencia que le sabe a derrota. La gloria -esa palabra tan importante para Maquiavelo y que se ha hecho presente en su vocabulario- no está en la mejora, el remiendo, el adelanto. 

Está en una revolución que no es simple política ni mera economía: es "el bienestar del alma". Los políticos a los que admira son los que rompen con tradiciones, aquellos que, incluso con el sacrificio, cortaron con el pasado para fundar una nueva era. En numerosas ocasiones ha hecho escarnio de los moderados, esos cobardes que sirven involuntariamente a los conservadores.

De ahí la renuencia a reformar y el orgullo de las destrucciones. Así se inauguró, con un solemne ritual de demolición. Quien se imagina como el Cuarto Padre de la Patria eligió la destrucción como su ceremonia inaugural. Por ello decidió cancelar el aeropuerto que era la obra más importante del gobierno previo, para plantar su autoridad frente al pasado y mostrar su poder frente al país. 

No soy adorno, dijo, festejando la demolición. La primera señal de su mandato fue un aviso: convertirá en polvo lo que se le dé la gana. Dirá que obedece al pueblo.

Aunque se pretenda hazañosa, ésta es la visión más pedestre de la política, la más infantil. El niño se descubre poderoso cuando rompe su juguete. Es sólo entonces que se siente dueño de algo. Al ver el muñeco hecho pedazos sonríe satisfecho porque sabe que él ha provocado el destrozo. 

El primer poder: ser autor de la ruina. El niño se emociona al descubrir que puede alterar la realidad. El poder más elemental, el más primitivo es ése: destrozar. Andrés Manuel López Obrador eligió esa ceremonia para inaugurarse como Presidente. Invocó al pueblo sabio con una consulta risible y activó de nuevo el antagonismo. Así, encarnando al pueblo en su batalla, dictó su primera orden: abandónese.

Algún capítulo de Elias Canetti podría registrar una ceremonia tan rica en alusiones. Un rito de algún reino donde para iniciar el mando era necesario un incendio. El Nuevo Jefe debía incinerar las joyas del muerto. Sólo así el mundo reconocería que había nuevo mandamás. 

Todos los súbditos se reunirán para contemplar el espectáculo. Su presencia en la ceremonia los convertirá en creadores del fuego que habría de consumir los símbolos más preciados del viejo jefe. Con una hoguera debía inaugurarse el nuevo día. Por las llamas pasaban monumentos, palacios, ciudades enteras.

Todo lo que el Viejo Jefe hubiera levantado tendría que ser convertido en ceniza para que el nuevo mando asumiera forma. El humo alejaba a los malos espíritus. Pasado por las llamas, el viejo reino quedaba convertido en un tapete de escombros que el Nuevo Jefe pisaría al terminar la ceremonia. Destruido el símbolo, amanecía. Nuevo poder, nuevo tiempo.

***

No se concibe reformista un gobierno que rechaza la negociación como cobardía de moderados. Las urgencias del gobierno no están para el trabajo laborioso y preciso del diagnóstico y la elaboración de propuestas técnicamente viables que son el punto de partida para la negociación política. 

El empeño claro, consistente y eficaz es destruir todo lo anterior y no perder ni un segundo en analizar si algo que viene de antes tiene algún mérito. El diagnóstico es ideológico y la receta, una demolición. El atractivo de la intervención política es, por supuesto, la simpleza. 

Gobernar con dinamita y sin planos. Demoler los edificios malditos sin detenerse a examinar su solidez, sin siquiera calcular sus aportes. Tirarlos al piso sin advertir dónde caerán las paredes derruidas y a quienes pueden aplastar al desplomarse. La fruición de destruir expresa el sectarismo hecho gobierno. 

En llamas, todo lo que los impuros apreciaban. En ruinas, los templos de los infieles. Sus gritos, sus protestas nos alientan. Se rechazan de ese modo las complejidades, los ritmos, las fricciones, las imperfecciones de la negociación buscando la pureza de un proyecto al que no distrae la realidad. 

El filósofo israelí Avishai Margalit ha reflexionado sobre ese vicio del sectarismo. 26 El teórico propone dos imágenes contrastantes de la política. Una es la de la política como economía y la otra es la de la política como religión. Tianguis o templo. La primera imagen pinta todo como mercancía; la segunda, al aferrarse a una idea de lo sagrado, lo convierte todo en intocable, innegociable. 

Lo que se considera sagrado será, para quienes tienen esta visión religiosa de la política, indivisible. No puede transigirse para modificar algún párrafo del libro sagrado; no sería aceptable subastar un pedacito de la imagen venerada. Quien no defiende todo no está en realidad con la causa. Mientras la estampa económica puede resultar aburrida -un supermercado en el que se intercambian tiliches-, el cuadro religioso dramatiza el presente. 

Querría Margalit que pudiéramos acercarnos a la política usando los dos ojos: reconocer la importancia de las ceremonias, defender con terquedad lo que debe estar fuera de cualquier transacción y, al mismo tiempo, tener la apertura para negociar, para procurar acuerdos razonables entre posiciones contrarias. Saber, pues, qué puede negociarse y qué no.

El sectarismo es el extremo al que nos lleva la idea de que la política es religión. Eso no significa, nos advierte en su ensayo sobre los acuerdos podridos, que los sectarios sean necesariamente religiosos. Es que viven la política como una fe. El sectarismo del que habla es un modo de entender la política, un estado mental que sacraliza a tal punto su propio proyecto que lo vuelve innegociable. 


Más aún: siendo sagrada la materia de la política, se desliga del deber de justificarse racionalmente. Los argumentos del sectarismo oficial son cada vez más explícitamente de posturas de fe. Por eso es más importante la intensidad de las lealtades que su extensión. Lo que se busca es una adhesión ardiente, no una expansión numérica.


Por eso se lanzan desde el poder constantes pruebas de lealtad. Todos los días debe demostrarse fidelidad a la causa. Cuando el Presidente pide para los suyos "lealtad ciega", lo que exige, en realidad, es la más indigna sumisión.


Lo explicó Albert Camus mejor que nadie. 

El 12 de diciembre de 1957, un par de días después de recibir el Premio Nobel, se reunió con estudiantes de la Universidad de Estocolmo. En lugar de dictar una conferencia, les propuso una conversación. 


En la charla, el escritor habló de cine, la pena de muerte, las libertades, el racismo, Argelia. Un joven le reclamó vaguedad en sus pronunciamientos sobre la independencia argelina. Camus insistió en su ideal de una Argelia justa donde sus dos poblaciones pudieran vivir en paz y en igualdad. 


Defendiendo la vía democrática, atacaba la alternativa terrorista: "Siempre he condenado el terror. Debo condenar también un terrorismo que se ejerce ciegamente, por ejemplo, en las calles de Argel, y que un día puede golpear a mi madre o a mi familia. Creo en la justicia, pero defenderé a mi madre antes que a la justicia".


Defenderé a mi madre antes que a la justicia, dijo el novelista. Si algunos creen que la justicia del independentismo otorga el permiso de colocar bombas en los autobuses, estaré al lado de esa posible víctima que es mi madre. Camus no estaba pidiendo privilegios para su familia, no quería colocarla por encima de la ley. Defendía el derecho a vivir de una persona a la que amaba. Lo inaceptable era que una abstracción justificara el sacrificio de la vida. 


Bestial es sacrificar los afectos por entelequias. La razón política se ha dedicado a entregarnos utopías radiantes que borran el rostro de la gente. Las causas más hermosas pueden secuestrar la sensibilidad elemental. Esa capacidad de apreciar la humanidad en el vecino, en el amigo y también el sufrimiento en el antagonista es aniquilada cuando nuestras relaciones se subordinan a una causa radical. 


Mi vecino ya no es una persona con una esposa, tres hijos y un perro al que pasea por las tardes. No es el hombre al que encuentro en el mercado y al que saludo regularmente. Es aliado o enemigo; es militante de la causa o traidor. Por eso Camus advertía que los revolucionarios no podían darse el lujo del amor: la única mujer a la que deben entregarse es a la Revolución. No hay celoso más enfermo que el fanático: quien pide lealtad absoluta verá sospechoso al mundo entero.


El mundo no tiene más eje para el tabasqueño que su dicotomía entre el bien -que él encarna- y la mafia -que representan todos los que se le oponen-. En esta teología, la política no es uno de los territorios en los que se vive la vida, es el único. Todo: la historia, el arte, la economía, la familia, los afectos se subordinan a la política. No es extraño que el tabasqueño se hermane con los pillos que deciden seguirlo y deshermane al familiar que se aparta de su luz. Todo desacuerdo es un vicio moral. 


Quien discrepa del guía es un depravado.


"Ya no me pertenezco", dijo en su primer día como Presidente. La expresión no es un gesto de humildad, sino de soberbia, ese "valor antidemocrático por excelencia" del que ha hablado Fernando Savater. Ese engreimiento anula, en efecto, la posibilidad del diálogo, cancela las precauciones y da permiso para romper cualquier regla. Andrés Manuel López Obrador no admite palabra a la altura de la propia. Por eso carece de consejeros y se ha rodeado de aduladores que guardan silencio frente al torrente de sus caprichos.


Francisco de Quevedo escribió líneas memorables sobre este pecado en un discurso sobre las cuatro pestes del mundo. En esos párrafos advertía que el soberbio jamás se reconoce. Teniéndose como superior, se imagina como el más humilde de todos. Se encuentra por eso más fuera de sí mismo que un loco.


Airado e injurioso, el soberbio queda embriagado con el amor que siente por sí mismo. Ruin arquitecto es la soberbia, escribía Quevedo: "Los cimientos pone en lo alto y las tejas en los cimientos". El augurio es claro. La pólvora de los cohetes es su retrato: sube con ruido y aplauso. Se imagina alta y brillante como una estrella, pero ignora que se precipitará, muy pronto, al suelo. Ineficaz, además de fatua: "Nada consigue la soberbia menos que lo que pretende".


El hombre que se concibe como el cuarto padre de la nación no duda de sí mismo. Dueño de la verdad, del bien y del futuro. No duda de sus proyectos, de sus ideas, de su instinto. Sólo él tiene razón. Él sabe más que cualquier experto. Él logrará lo que ninguna empresa en el mundo. ¡Y ay de aquel que se atreva a dudar de la pureza de sus intenciones!


No es grandeza, es una hinchazón lo que vemos en el soberbio, decía san Agustín. "Y lo que está hinchado parece grande, pero no está sano". Será por eso que en todo soberbio se esconde el ridículo. 


Repitiendo siempre las mismas frases como si fueran sublimes hallazgos de sabiduría, vanagloriándose constantemente de su teatral humildad, sermoneando diario a la república sobre el camino de la santa virtud y la verdadera felicidad, insistiendo en que en su voluntad radica un poder mágico que cambiará la historia de la patria, fustigando a los demonios y a los pecadores, el Presidente empieza a convertirse en una figura tan cautivadora como un televangelista.


***


Para el hombre que divide el mundo en dos hemisferios irreconciliables hay rivalidades que distraen de la batalla que merece ser librada. Discutir la despenalización del aborto es inoportuno, ha dicho muchas veces. Y cuando es forzado a dar respuesta a una pregunta, la evade sugiriendo que la responda el pueblo en consulta. 


A la nueva era que proclama López Obrador se le escapa, ni más ni menos, la gran revolución de nuestro tiempo: la revolución feminista. Se trata, dice Alma Guillermoprieto en un admirable ensayo personal, de la revolución más profunda de la historia humana. No rehace la mitad del mundo sino todo el mundo. 


No aborda un ángulo de la vida, sino la vida entera. No se detiene en el cambio de la ley, en el desplazamiento de la soberanía, en la expulsión de los invasores. Es más profunda que la Revolución francesa, que la revolución de Gutenberg o la revolución cubista. Una revolución, dice la periodista, que nos obliga a mirarlo todo de nuevo, a hacernos preguntas donde no las creíamos necesarias. La política, la empresa, el arte, el cine, la escuela, el trabajo, la fotografía, la ciudad, los zapatos. Otra manera de mirar.


Pero la mirada de López Obrador es vieja, tradicionalista. Tiene razón Marta Lamas al advertir que no se trata de un personaje machista. Que es, en esta materia, como en tantas otras, un conservador. No ha sido capaz de identificar la especificidad de la lucha feminista ni, mucho menos, su centralidad. Importa derrotar al neoliberalismo, importa terminar con la corrupción, importa el fin de los privilegios. 


La causa de las mujeres debe subordinarse en consecuencia a las verdaderas prioridades de la historia. El feminismo aparece así como una distracción, si no es que como una coartada de sus enemigos. La causa de las mujeres no tiene, en sus ojos, color propio. No soy feminista, ha dicho: soy humanista. Un humanista que cree que las mujeres "merecen ir al cielo".


El desencuentro con el movimiento feminista es profundo. Si bien es cierto que López Obrador ha formado el primer gabinete paritario de la historia mexicana y que tiene cerca de su causa a feministas destacadas, ha mostrado no solamente incomprensión sino, sobre todo, insensibilidad ante la lucha de las mujeres. 


Le irrita que la bandera feminista no se funda en la bandera popular que él pretende blandir en exclusiva. Por ello ha terminado enemistándose con un movimiento que no era originalmente opositor, pero que se convirtió en el polo de crítica más severa y más honda a su gobierno.


El dogmático no es solamente ciego. También es insensible. No reconoce otra fuente de indignación más que la que es combustible de su programa. Por eso no lo conmueve cualquier sufrimiento. Si no es llama de su causa, el dolor de los otros es la experiencia más remota, la más ajena. Sólo la rabia de los suyos le parece digna. La de los otros es un engaño. 


López Obrador ignora los datos que no le gustan, desatiende cualquier crítica y se lanza a la descalificación de quien la formula; cierra los ojos al efecto de sus decisiones y se empecina en seguir la ruta que trazó desde un principio. Su respuesta ante el dolor de las víctimas de la violencia machista es la consecuencia emocional de esa cerrazón: indiferencia y aun hostilidad a quien se duele por causas que no aparecen en el listado de agravios validados. ¡Ya basta de quejarse de lo que yo no me quejo!, dice. 


El populismo también es eso: monopolio de la queja.


El feminismo lo saca literalmente de quicio. La irrupción de su agenda lo desborda, lo fastidia, lo exaspera. Ninguna oposición logra ese efecto. Ni la prensa, ni los intelectuales, ni las organizaciones de la sociedad civil, ni lo que queda de los partidos lo enfada como lo hacen las mujeres que exigen lo elemental. 


El libreto ideológico le funciona para justificar el dispendio disfrazado de austeridad. Machaca eficazmente el relato histórico para atizar sus pleitos y para dispersar las distracciones. Son recursos útiles porque magnetizan una polaridad significativa: alientan a los suyos y provocan a los contrarios. 


Son, en efecto, las riendas de la conversación nacional. Pero los reflejos presidenciales ante el feminismo lo dejan solo, lo exhiben hasta con los suyos como criatura de un tiempo ido, lo confrontan con seguidores que apenas se atreven a balbucear su enfado, pero que saben perfectamente bien que las manías del Presidente son indefendibles.


Si el feminismo ha sido la gran energía opositora en estos años es precisamente porque rompe las categorías que ha impuesto el relato oficial. Oposiciones, medios, organismos empresariales han terminado jugando en una cancha ajena para que el dueño del terreno imponga su estrategia. 


Todas esas voces funcionan como resistencias prefiguradas y aun bienvenidas por el poder. El feminismo es otra cosa. No se alimenta de una nostalgia para restaurar el pasado reciente, sino de la causa más radical de nuestra era. Se trata de un radicalismo justiciero que nada tiene que ver con la actuación política del régimen, convencido de que al feminismo se responde con cargos, evasivas y desprecio.


***


Un virus convirtió al mundo, de pronto, en una vasija de Petri. El planeta entero transformado, súbitamente, en un laboratorio. Lo digo no solamente porque en todas partes se rastreara la presencia del microbio o porque se buscara afanosamente vacuna y cura, sino porque puso todo a prueba.


Los poderes de nuestro conocimiento y la agilidad de la ciencia; el alcance de nuestros sistemas de salud y el equipamiento de nuestros médicos. La confianza, la solidaridad. También hizo de nuestra política un lugar para el experimento. Una extrañísima oportunidad intelectual: al mismo tiempo, todos los países del mundo enfrentando el mismo desafío. 


Un reto extraordinario para el que se empleó, a fin de cuentas, un repertorio reducido de medidas sanitarias. Y, con el mismo instructivo, resultados radicalmente distintos: países que mantuvieron el contagio al mínimo y países desolados por la muerte.


La historia de la humanidad está puntuada por pestes. Más que lucha de clases, lucha contra gérmenes, diría el historiador y geógrafo Jared Diamond. Los microbios, dijo en un libro muy comentado hace algunos años, le han dado forma a la historia humana. La historia de México habría sido otra sin la invasión de virus y bacterias que llegaron de Europa hace quinientos años. 


El devastador impacto demográfico de las pestes era, sin embargo, una tragedia que escapaba de la responsabilidad de los estados. Por eso la pandemia del covid-19 no tiene precedente como reto propiamente político. Eso que conocemos como gripe española mató a más de cincuenta millones de personas en el mundo, pero, como recordaba el politólogo inglés David Runciman, esa terrible catástrofe humanitaria apenas motivó debates en el Parlamento británico. 


En la prensa se registraba como un triste acontecimiento que se sufría y se atendía en privado. La política se dedicaba a otros asuntos, no al cuidado de los enfermos ni al consuelo de los moribundos. La pandemia nos presentó, en primer lugar, un desafío de comprensión. ¿Cuál es la naturaleza de la emergencia? ¿Cómo enmarcarla políticamente? ¿Qué respuesta reclama? 


Las palabras y las imágenes que empleamos habitualmente para nombrar los peligros de Estado parecían inapropiadas. El primer reflejo fue entender la crisis como una guerra. Emmanuel Macron usó esos términos para enfatizar la gravedad de la emergencia. "Estamos en guerra", dijo el Presidente francés. 


No enfrentamos a otro ejército, pero el enemigo, diminuto e invisible, avanza. No fue muy distinta la alusión bélica de Trump, quien la describía como una invasión, señalando de inmediato al asaltante: "el virus chino". Una dirigente europea rechazó esa parábola militar. Angela Merkel no se refirió en ningún momento a la pandemia como una guerra.


El virus no es un enemigo, no es un invasor. Es una enfermedad. Entrenada en el laboratorio, la Canciller alemana no es dada a la floritura retórica, pero encontró una imagen precisa. Estamos caminando en el hielo más fino. Para sobrevivir hemos de caminar despacio, con tiento y sin desplantes. Más que la bravuconería de los generales, proponía una política o, más bien, una ética del cuidado.


En todo el mundo, el machismo populista se ha exhibido incompetente para lidiar con los desafíos de la salud. No sorprende que los demagogos de la hostilidad, los enemigos de la ciencia, los idólatras de la voluntad hayan sido, en el mundo, los peores gestores de la emergencia. 


La distorsión óptica de su belicosidad les impide encontrar el punto de encuentro, la medida razonada que trasciende la animosidad. Su confianza en la magia de sus deseos no suele mostrar buenos resultados. Esos expertos a los que se han empeñado en maldecir han sido, en la crisis, los únicos personajes confiables. 


Un estilo de liderazgo ha sido particularmente exitoso. Tal vez no es extraño que provenga de mujeres. ¿Será que en la política de estas líderes de Dinamarca, Finlandia, Alemania, Nueva Zelanda, Islandia, Noruega y Taiwán se apunta a otro entendimiento del poder? ¿Será que estas gobernantes lo ejercen, como sugería Hannah Arendt, no como una guerra sino como un concierto? Ahí está el verdadero poder, decía: en la habilidad para encontrar, musicalmente, el interés común.

***


La catástrofe sanitaria no fue un golpe de la naturaleza. De ahí vino, por supuesto, y nadie pudo haber impedido la llegada del contagio a México. Lo que era evitable era que la devastación alcanzara los niveles a los que llegó. La responsabilidad del gobierno de López Obrador en la tragedia que enlutó al país es enorme. 


Cientos de miles de muertes evitables. México resultó uno de los países predilectos del virus. Aquí se expandió a sus anchas, atacó cruelmente a los médicos, mató a cientos de miles, muchos de ellos ocultos por la estadística oficial. No era inevitable. La desgracia tampoco fue consecuencia de la "larga noche neoliberal": fue producto de una demagogia perversa, de una irresponsabilidad criminal.


El enorme ascendiente presidencial se despilfarró cuando era indispensable proyectar un mensaje coherente de responsabilidad y solidaridad. Cuando era necesario asirse de la ciencia, el Presidente invocó la protección de sus amuletos. Minimizó el peligro, contradijo constantemente las indicaciones de sus propios colaboradores, no se cansó de enviar mensajes de arrogancia y temeridad. 


El País no contó nunca con un baluarte técnico. Quien se presentó como tal se entregó a la adulación, en lugar de sentar con firmeza su autoridad frente al poder. El técnico es un profesional que planta la razón de su ciencia frente al capricho, pero el médico sólo dijo lo que el Presidente quería escuchar. Prefirió complacer al jefe que cuidarlo a él o cuidarnos a nosotros.


La pandemia sacudió la política de todos los países del mundo: encumbró a los dirigentes que cumplieron, que actuaron a tiempo, que se mostraron sensibles, que escucharon el consejo de la ciencia. Castigó a los irresponsables y a los indolentes. Nos concedió la derrota de Donald Trump. 


La pandemia destrozó todas las maquetas y proyecciones, sacudió prejuicios, llamó a la imaginación o, por lo menos, a la adaptación de los planes a la nueva circunstancia. Gobernantes de izquierda y de derecha, tecnócratas o populistas, entendieron que la crisis sanitaria y la económica exigían un reajuste sustancial de prioridades. En México, la crisis intensificó la obcecación.


La pandemia radicalizó o, más bien, desató al Presidente López Obrador. Si durante el primer año podían detectarse ciertos mecanismos de contención y algunos puentes de diálogo, la crisis los reventó. Si la nueva realidad destrozaba sus expectativas, se dispuso a negar la realidad fastidiosa. 


La crisis, lejos de espabilar al Presidente, reforzó su hermetismo, lo encapsuló en su alcázar de espejos, dinamitó el discernimiento elemental. Si la montaña que todos vemos no aparece en el paisaje de su programa, la declarará humo, mentira, engaño. El único mundo que viaja por su nervio óptico es el que reitera y refuerza su manía. Sólo el halago es honesto.


Su retórica no es inocentemente demagógica. Cuando celebra su éxito, cuando insiste que su halo de santidad ha desterrado la corrupción, cuando se jacta de que su gobierno es ejemplo para el mundo, cuando alecciona que la austeridad es la vía mexicana a la justicia social, describe el planeta en el que vive. 


Todas éstas no son expresiones que cuidan la integridad de un relato, que alientan optimismo, que cuidan simpatías. Son la revelación del mundo en el que reside el hombre más poderoso del país. Puede entenderse que el piloto transmita la información que tranquilice a los pasajeros cuando se enfrentan problemas en el vuelo. 


Podría calmar a los pasajeros con palabras de aliento, siempre y cuando activara al mismo tiempo los procedimientos de emergencia. Lo grave es que el piloto no mira los instrumentos de la cabina, desestima las chicharras de alarma, se mira enamorado en el espejo y sugiere a los pasajeros que disfruten del privilegio de volar con él mientras miran llamas en las turbinas. 


Ése es el mensaje del mexicano más poderoso en muchas décadas. El problema más grave no es que el gobernante engañe a otros, lo alarmante es que se engaña a sí mismo.


Entresacados


No se concibe reformista un gobierno que rechaza la negociación como cobardía de moderados.


La fruición de destruir expresa el sectarismo hecho gobierno. En llamas, todo lo que los impuros apreciaban. En ruinas, los templos de los infieles. Sus gritos, sus protestas nos alientan.


El mundo no tiene más eje para el tabasqueño que su dicotomía entre el bien -que él encarna- y la mafia -que representan todos los que se le oponen-.


El hombre que se concibe como el cuarto padre de la nación no duda de sí mismo. Dueño de la verdad, del bien y del futuro. No duda de sus proyectos, de sus ideas, de su instinto. Sólo él tiene razón. Él sabe más que cualquier experto. Él logrará lo que ninguna empresa en el mundo. ¡Y ay de aquel que se atreva a dudar de la pureza de sus intenciones!


Lo grave es que el piloto no mira los instrumentos de la cabina, desestima las chicharras de alarma, se mira enamorado en el espejo y sugiere a los pasajeros que disfruten del privilegio de volar con él mientras miran llamas en las turbinas. Ése es el mensaje del mexicano más poderoso en muchas décadas.

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