El obispo de copilco/Jesús Silva-Herzog Márquez
Reforma, 21 Mar. 11;
Supongo que es el favorito de las redacciones. Si la información es poca y hace falta llenar la primera página, se puede acudir a él para pescar una declaración ardiente. Sus palabras alcanzarán los titulares automáticamente y agitarán algún revuelo en la sección de comentarios. Si un reportero no tiene tiempo para investigar qué es lo que pasa en el país, puede resolver su apremio acudiendo a él para descubrir qué opina el rector de la Universidad Nacional sobre cualquier cosa. José Narro nunca le ha hecho el feo a un micrófono. Podemos estar seguros que de su boca no saldrán ideas ni creencias. Saldrá algo más jugoso: una declaración. Las ideas se tienen, en las creencias se está, decía Ortega y Gasset. Pues bien, las declaraciones no tienen el chispazo de la idea ni expresan la identidad de la creencia. Las declaraciones son poses. No contienen el fermento de la razón ni el sedimento de las tradiciones: son reverencias al lugar común para la presunción del declarante.
El rector declara siempre con signos de admiración y en tono imperativo. Sus colegas, las cabezas de las universidades más prestigiadas del mundo, suelen ser cautelosos con sus palabras en público y tienen, en general, una presencia discreta -si es que la tienen- en los medios de comunicación. Pero el rector de la UNAM no desaprovecha oportunidad para mostrarse, para aparecer, para ser retratado, salir en la prensa, dejarse oír en el radio o figurar en la televisión. El libreto al que se ciñe es, desde luego, predecible. Exige en cada ocasión más presupuesto, convoca con urgencia a un "acuerdo nacional", llama a crear empleos y a darle educación a los jóvenes. Reparte regaños al gabinete y da lecciones de civismo a la clase política. Requerimos un nuevo modelo económico, dice, sin tomarse la molestia de decirnos cuál sería ese modelo alternativo, ni qué implica el tal pacto de unidad. No extraña que el profesor Moreira lo admire tanto.
Lo notable de la afición declarativa del doctor Narro no es tanto su locuacidad sino su tono. Banalidades envueltas en un manto reverencial. El rector habla desde una pretendida autoridad moral dictando a la nación sus inagotables y profundas enseñanzas. La prensa lo escucha como si, por su garganta, el espíritu (¿santo?) hablara por la raza. La rectoría de la Universidad Nacional como faro de la República. Si pesáramos las palabras del doctor Narro por el mérito de sus argumentos, no alcanzarían el kilo. Pero se escuchan en el concierto público como si se tratara de la última palabra: la luz que traza el rumbo; el argumento que inclina la balanza del debate. El país a oscuras hasta escuchar la declaración del día (o de la hora) del doctor Narro. En tiempos de confusión, en lugar de examinar argumentos, acudimos a la figura de autoridad. Si un día se nos olvida si necesitamos más empleos para los jóvenes o menos puestos de trabajo, debemos esperar la declaración del doctor Narro. Más empleos, ha declarado, resolviendo un complejo enigma nacional. ¿Debe haber más o menos inversión en la educación pública? Ya lo ha declarado el doctor Narro: necesitamos invertir más en la educación pública. Obviedades pronunciadas con solemnidad de evangelista.
Como obispo, el rector de la Universidad Nacional no solamente sermonea sino que también descalifica a sus críticos como enemigos de lo sagrado. Se escuda en una institución venerable para rehuir el debate sobre su desempeño. Cualquier crítica a la UNAM es interpretada como una embestida de los herejes. Hace unos meses, un legislador pidió, como era su deber, cuentas sobre el presupuesto asignado a la Universidad. El rector reaccionó velozmente -como casi siempre lo hace- diciendo que esos comentarios "lastimaban" a la comunidad. Tal parece que pedir cuentas es ofender a los estudiantes y a los investigadores, es agraviar a José Vasconcelos y ultrajar los huesos de don Justo Sierra. Quienes han pedido transparencia, quienes han pedido cuentas, quienes han cuestionado su organización o sus reglas han sido tachados, de inmediato, como infieles. El estilo deliberativo del doctor Narro es, en efecto, obispal. Quien no grite el Goya es un enemigo de la educación pública, un neoliberal que desconoce las aportaciones de la máxima casa de estudios a la historia patria.
Se pretende dar trato de autoridad al rector de la Universidad Nacional por la oficina que ocupa y por el prestigio de sus antecesores, como a los obispos por el traje que portan y la institución que representan. Pero la pasión declarativa del rector de la UNAM debe ser evaluada por el mérito de sus razones. Ni más ni menos. Ésa sería la primera lección de una universidad que dejó de ser pontificia. Por eso indigna que el rector de la declaración permanente, que el hombre del reflejo declarativo más ágil del país no haya dicho una sola palabra sobre el grupo de fanáticos que impidió que Francisco Labastida hablara en la UNAM. Sermones para la plaza, y en la iglesia, silencio.
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Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
21 mar 2011
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