13 ago 2006

George Orwell



"Todos los animales son iguales, / pero algunos animales / son más iguales que otros" Eric Arthur Blair (George Orwell).
George Orwell (Erc Arthur Blair) es sin duda uno de los intelectuales más lúcidos que produjo el siglo XX. Lamentablemente, no todos sus libros están traducidos al español.
Realice el siguiente perfil y una pequeña compilación que publicó hace tres años el madrileño El País, cuando se cumplieron 100 años de su nacimiento.
Con un humor negro en constante discusión contra el totalitarismo y el engañoso lenguaje de la política, George Orwell enseñó cómo advertir el artificio, el embuste, oculto en las alentadoras declaraciones de los políticos o de los medios periodísticos.
Nació en 1903 en Motihari, India y murió en Londres en 1950.
Prestó sus servicios en la Policía Imperial.
Estuvo destinado en Birmania, de 1922 a 1927, fecha en que regresó a Inglaterra.
Enfermo y luchando por abrirse camino como escritor, vivió durante varios años en la pobreza, primero en París y más tarde en Londres. Como resultado de esta experiencia escribió un primer libro Sin blanca en París y Londres (1933), donde relata las sórdidas condiciones de vida de las gentes sin hogar. Días en Birmania (1934), un feroz ataque contra el imperialismo, es también, en gran medida, una obra autobiográfica. Su siguiente novela, La hija del Reverendo (1935), cuenta la historia de una solterona infeliz que encuentra de manera efímera su liberación viviendo entre los campesinos.
En 1936 Orwell luchó en el ejército republicano durante la Guerra Civil española (1936-1939). El autor describe su experiencia bélica en Homenaje a Catalunya (1938), uno de los relatos más conmovedores escritos sobre esta guerra y en el que se hace responsable al Partido Comunista Español (PCE) y a la Unión Soviética de la destrucción del anarquismo español que supuso el triunfo de la Falange.
El camino a Wigan Pier (1937), escrita en esta misma época, es una crónica desgarradora sobre la vida de los mineros sin trabajo en el norte de Inglaterra. Su condena de la sociedad totalitaria queda brillantemente plasmada en una ingeniosa fábula de carácter alegórico, Rebelión en la granja (1945), basada en la traición de Stalin a la Revolución Rusa, así como en la novela satírica 1984 (1949). Esta última ofrece una descripción aterradora de la vida bajo la vigilancia constante del -Gran Hermano-.
Cabe citar entre otros escritos, la novela Que vuele la aspidistra (1936) y Disparando al elefante y otros ensayos (1950), ambas consideradas modelos de prosa descriptiva, y Así fueron las alegrías (1953), un recuerdo de sus difíciles años de estudiante. En 1968 se publicaron en cuatro volúmenes sus Ensayos Completos: Periodismo y Cartas.
Orwell fue, tal vez, el escritor político más influyente del siglo XX. “Quien quiera entender el siglo XX tiene que leer a Orwell”, escribió el famoso historiador y periodista Timothy Garton.
Por cierto Garton, hizo público en The Guardian, un texto donde asegura que el escritor recurrió a la denuncia por su amor imposible por una mujer, Celia Kirwan; la mayoría de las personas delatadas por Orwell eran periodistas. La lista incluye a actores o intelectuales conocidos mundialmente, como Charles Chaplin, E. H. Carr, Michael Redgrave o Isaac Deutscher. Fue mecanografiada por Orwell en 1949, cuando estaba ya seriamente enfermo de tuberculosis.
Orwell recopiló los nombres de los que en su opinión “son criptocomunistas, compañeros de viaje o simpatizantes y no se debe confiar en ellos”.
La lista llegó a manos de Garton a través de una hija de Celia Kirwan, quien la encontró al poco de morir su madre el año 2002.
El escritor fue uno de los intelectuales extranjeros que lucharon como voluntarios en defensa de la II República española; para él España significó la experiencia de luchar contra el fascismo, pero aún más importante fue la revelación del terror y la duplicidad comunistas que llevaban a cabo los rusos, ya que él y sus camaradas de las milicias marxistas heterodoxas del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) eran perseguidos por las calles de Barcelona por los comunistas, que se suponía que eran sus aliados. Ello lo llevo a reforzar su anticomunismo en los últimos años de su vida.
Orwell murió de tuberculosis en enero de 1950, dejando tras de sí un profundo escepticismo por las marañas políticas. Sus dos obras cumbre (1984 y Rebelión en la Granja) constituyen una lectura obligatoria para todo aquél que desconfíe de quienes están al mando del pueblo, y a favor de la transparencia.
El País, Babelia, 21 de junio del 2003
Cartas, artículos y los informes del Tribunal de Espionaje se incluyen en la edición definitiva de Homenaje a Cataluña. Un libro sobre la traición y la mentira escrito para combatir la propaganda. La voz de los derrotados.
Compromiso con la verdad /IGNACIO MARTÍNEZ DE PISÓN
En el libro del escritor, traductor y miembro del Comité Ejecutivo del POUM Julián Gorkin, El proceso de Moscú en Barcelona. se reproduce una foto en la que, junto a otras cuatro personas, aparecen George Orwell, Andreu Nin y el propio Gorkin. Aunque el pie de foto asegura que ésta se hizo en julio de 1936, lo más probable es que la reunión tuviera lugar entre la fecha de la llegada del escritor británico a Barcelona y la de su incorporación a las milicias del POUM, es decir, entre el 26 y el 30 de diciembre de ese mismo año. En la imagen se les ve sonrientes, relajados, se diría que seguros de la victoria en la guerra y el triunfo de la revolución. No les faltaban razones para el optimismo. El propio Orwell recuerda en Homenaje a Cataluña cómo por entonces parecía haberse cumplido el sueño igualitario de los revolucionarios: se habían abolido los saludos y tratamientos que implicaban servilismo o diferencias de clase, los barberos y limpiabotas se negaban a aceptar propinas, en los burdeles había letreros que exigían un trato respetuoso para las profesionales del amor
Tras permanecer más de tres meses en las trincheras del frente de Huesca, Orwell volvería a Barcelona justo a tiempo de intervenir en los llamados "hechos de mayo", en los que anarquistas y hombres del POUM se enfrentaron a tiros con guardias de asalto después de que éstos arrebataran a la CNT el control de la Telefónica. Las cosas empezaban a torcerse para los poumistas, y la sustitución de Largo Caballero por Negrín en la presidencia del Consejo de Ministros certificaría poco después la defunción de sus sueños revolucionarios. El 20 de junio, de nuevo en Barcelona tras haber sido herido en combate, Orwell fue testigo de la feroz represión desatada por los estalinistas contra la gente del POUM, a la que, en una campaña de intoxicación informativa sin precedentes en nuestro país, se acusaba de formar parte de la "quinta columna" de Franco. El propio Orwell, para escapar a esa persecución, hubo de dormir varias noches entre las ruinas de edificios bombardeados y salir precipitadamente de España, lo que le salvó de correr la misma suerte que sus compañeros: de hecho, como demuestran los informes sobre él y su mujer preparados para el Tribunal de Espionaje y Alta Traición que se publican en Orwell en España, nunca supo lo cerca que estuvo de ser detenido y sufrir en propias carnes la cruda realidad de las detenciones injustificadas, las checas y las torturas, quién sabe si también la de las desapariciones como la de Nin.
Orwell había venido a España para combatir el fascismo, y la experiencia le convirtió en un luchador contra los totalitarismos de cualquier signo. Homenaje a Cataluña es un libro sobre la traición, uno de los mejores libros que jamás se hayan escrito sobre cómo el comunismo traicionó sus propios ideales. Homenaje a Cataluña es también un libro sobre la mentira, sobre cómo algunos se empeñaron en escribir la Historia de acuerdo con lo que ellos creían que tendría que haber ocurrido y no de acuerdo con lo que realmente ocurrió. Orwell escribió su libro para combatir las mentiras de la propaganda, y su lucha fue en muchos casos solitaria y sacrificada: no está de más recordar que Homenaje a Cataluña sólo logró vender unos pocos centenares de ejemplares en vida del autor y que su editor habitual, con el pretexto de que podía perjudicar a la causa antifascista, había rechazado el libro sin tomarse siquiera la molestia de leerlo.
Para Orwell, sin embargo, no existía otra causa que la de la verdad, y eso explica que a la excelencia literaria de la obra se añada su innegable valor documental, un elemento que justifica que en este volumen se le hayan añadido los otros escritos en los que habló de la guerra de 1936. En esos textos (cartas, reseñas de libros, artículos que en buena medida son la prolongación natural de Homenaje a Cataluña) defiende, por supuesto, la misma verdad que en su obra capital: la verdad que él vio y vivió, la verdad de la que pudo dar testimonio directo e irrefutable. Restituidos los pasajes que la censura franquista obligó a eliminar e incorporadas las modificaciones previstas por el autor, la edición que ahora se presenta de Homenaje a Cataluña puede considerarse definitiva: la edición canónica de uno de los libros canónicos sobre nuestra guerra civil. Sin Orwell y otros como él, la historiografía de la contienda se habría limitado a distinguir entre vencedores y vencidos. Con Homenaje a Cataluña, Orwell logró por lo menos dar voz a los derrotados entre los derrotados.
El País, Babelia, 21 de junio del 2003
La verdad de Orwell/ Pablo Ley
Calixto Bieito, Josep Galindo, John Clifford y Pablo Ley se han propuesto llevar a escena Homenaje a Cataluña, de George Orwell. El espectáculo, tras su estreno en el Reino Unido, llegará al teatro Romea de Barcelona, durante el Forum de las Culturas 2004.
Existe la verdad de Orwell? Porque quizá, más que un título, ésa debiera ser la primera pregunta. O incluso: ¿de qué Orwell estamos hablando? Orwelliano, como adjetivo, significa hoy un universo próximo a 1984, lo que ya no es una metáfora de la URSS o, en un sentido más amplio, de las dictaduras del siglo XX (Hitler y Stalin), sino de un universo próximo a The Matrix (si acabara mal) o, en el peor de los casos, de la realidad convertida en show de Gran Hermano (que paradójicamente ha hecho de Orwell el primero de los clásicos contemporáneos del siglo XXI). Lo que sorprende es, en todo caso, que el adjetivo orwelliano (tan denso hoy como kafkiano o beckettiano) tuviera su gran punto de inflexión en Barcelona, que es, en realidad, de donde surgen (casi como un absceso) las dos obras maestras de Orwell, Rebelión en la granja y 1984...,aunque sería más cierto decir que sus dos grandes obras surgen de la persecución que, en el seno de la izquierda, provocó la publicación de Homenaje a Cataluña, libro que no es ni propaganda ni periodismo ni literatura ni historia. Y tal vez sea, incluso, el diario del protagonista de 1984, su peligrosísima verdad. Una verdad vista sin cristal.
En todo caso, ésas son algunas de las grandes preguntas que hemos tenido que plantearnos Calixto Bieito, Josep Galindo, John Clifford y yo mismo (el equipo de creación) a la hora de llevar Homenaje a Cataluña a escena, espectáculo que, tras estrenarse en el Reino Unido, llegará al teatro Romea (Barcelona) durante el Forum de las Culturas 2004. Si Orwell es hoy vigente es porque, casi a punto de ahogarse en un mar de mentiras, escribió sabiéndose observado, siendo centro de una polémica que él hizo estallar. Es lo que le obligó a narrar sólo lo que había visto, a explicar lo que había creído entender. Así escribió un reportaje sin licencias poéticas, sin héroes, sin mistificaciones y, por eso mismo, tan lúcido.
En realidad, resulta impensable llevar un libro tan poco teatral como Homenaje a Cataluña a escena sin ofrecerle algo inédito al público. ¿Qué es lo que el libro de Orwell jamás podría contener? Orwell ve una realidad y, tal cual la ve, la cuenta. Lo único que nosotros podemos hacer es devolverle a Orwell sus ojos. Ofrecer la mirada de Orwell a través de una amplia documentación gráfica contrapuesta a un mundo (teatral) justamente orwelliano (la densidad de su adjetivo). Una mirada desnuda, sin interpretaciones, sin partidismos, capaz de devolvernos el pasado que hemos oído contar en tantas sobremesas. Una mirada que, como la de Orwell, descubra una verdad. La verdad de la gente
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El País, Babelia, 21 de junio del 2003
GEORGE ORWELL, UN TESTIGO DEL SIGLO XX / Thomas Pynchon
REPORTAJE: El camino hacia '1984'
El último libro de George Orwell, 1984, ha sido siempre víctima, en cierto modo, del éxito de Rebelión en la granja, que la mayoría de la gente se conformó con interpretar como una clara alegoría sobre el triste destino de la revolución rusa. Desde el momento en el que el bigote del Gran Hermano hace su aparición, en el segundo párrafo de 1984, muchos lectores lo relacionan directamente con Stalin y caen en la tentación de trasladar, punto por punto, la analogía que habían aplicado al libro anterior. Aunque no hay duda de que el rostro del Gran Hermano es el de Stalin, igual que el del despreciado hereje del partido, Emmanuel Goldstein, es el de Trotski, ninguno de los dos coincide con su modelo tan exactamente como pasaba con Napoleón y Bola de Nieve en Rebelión en la granja. Aun así, el libro se comercializó en Estados Unidos como una especie de panfleto anticomunista. Publicado en 1949, llegó en plena era de McCarthy, cuando el "comunismo" había recibido la condena oficial por ser una amenaza monolítica y de alcance mundial, e intentar mostrar, siquiera, las diferencias entre Stalin y Trotski, era inútil, tan inútil como que un pastor intente enseñar a sus ovejas los matices que sirven para reconocer a los lobos.
Además, la guerra de Corea (1950-1953) pronto iba a sacar a la luz la supuesta práctica comunista de la obediencia ideológica mediante el "lavado de cerebro", una serie de técnicas basadas, al parecer, en el trabajo de I. P. Pavlov, que había entrenado a perros para que segregaran saliva a una señal. El hecho de que en 1984 hagan a su protagonista, Winston Smith, algo muy parecido al lavado de cerebro, con todo su espantoso detalle, no extrañó a los lectores decididos a considerar la novela como una simple condena de las atrocidades estalinistas.
Sin embargo, ésa no era exactamente la intención de Orwell. Aunque 1984 ha aportado ayuda y consuelo a generaciones de ideólogos anticomunistas con sus propias respuestas pavlovianas, las ideas políticas de Orwell no sólo eran de izquierda, sino de extrema izquierda. Había ido en 1937 a España para luchar contra Franco y sus fascistas apoyados por los nazis, y allí había aprendido rápidamente las diferencias entre el antifascismo auténtico y el falso. "La guerra española y otros hechos ocurridos en 1936-1937", escribió 10 años más tarde, "inclinaron la balanza, y a partir de ahí supe cuál era mi posición. Cada frase seria que he escrito desde 1936 ha ido orientada, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor de lo que considero socialismo democrático".
Orwell se consideraba miembro de la "izquierda disidente", distinta de la "izquierda oficial", es decir, fundamentalmente, el Partido Laborista británico, del que en su mayor parte había empezado a considerar, ya antes de la II Guerra Mundial, que tenía la posibilidad de ser fascista, si es que no lo era ya. De forma más o menos consciente, trazaba una analogía entre el laborismo británico y el Partido Comunista de Stalin; en su opinión, ambos eran movimientos que aseguraban luchar por las clases obreras y contra el capitalismo, pero que en realidad sólo estaban interesados en establecer y perpetuar su propio poder y sólo se preocupaban por las masas a la hora de aprovechar su idealismo, su resentimiento de clase y su disponibilidad para ser una mano de obra barata y dejarse vender, una y otra vez.
Las personas de tendencia fascista -o, sencillamente, aquellos de nosotros demasiado dispuestos a justificar cualquier acción del Gobierno, tenga razón o no- se apresurarán a señalar que esas ideas son anteriores a la guerra y que, en el momento en el que las bombas enemigas empiezan a caer sobre Gran Bretaña, a modificar el paisaje y producir víctimas entre amigos y vecinos, todo esto pierde importancia, e incluso resulta subversivo. Con la patria en peligro, se vuelve fundamental tener unos dirigentes firmes y unas medidas eficaces; si uno lo quiere llamar fascismo, allá él, pero nadie estará escuchando, salvo para oír cuándo se acaban los bombardeos. Sin embargo, el hecho de que una discusión -y mucho más una profecía- resulte de mal gusto en plena situación de emergencia, no quiere decir necesariamente que sea un error. Se puede decir que, en ocasiones, el gabinete de guerra de Churchill se comportó como un régimen fascista: censuró informaciones, controló precios y salarios, restringió los viajes y subordinó las libertades civiles a las necesidades de guerra establecidas por ellos mismos.
Lo que dejan claro las cartas y los artículos de Orwell en la época en la que estaba escribiendo 1984 es su desesperación por el estado del "socialismo" en la posguerra. Lo que, en tiempos de Keir Hardie, había sido una lucha honorable contra la conducta indiscutiblemente criminal del capitalismo respecto a la gente a la que utilizaba para extraer rentas y beneficios, en época de Orwell era ya una cosa vergonzosamente institucional, que se compraba y se vendía y, en demasiados casos, sólo estaba interesada en mantenerse en el poder.
Parece que a Orwell le molestaba en particular la lealtad generalizada de la izquierda hacia el estalinismo a pesar de las pruebas abrumadoras sobre la crueldad del régimen. "Por razones complejas", escribió en marzo de 1948, cuando empezaba a revisar el primer borrador de 1984, "casi la totalidad de la izquierda inglesa ha acabado aceptando el régimen ruso como 'socialista', pese a que reconoce en silencio que, tanto en espíritu como en la práctica, está muy lejos de todo lo que significa 'socialismo' en este país. De ahí que haya surgido una especie de corriente de pensamiento esquizofrénica, en la que palabras como 'democracia' pueden tener dos significados irreconciliables y cosas como los campos de concentración y las deportaciones en masa pueden estar bien y mal al mismo tiempo".
Sabemos que esta "especie de corriente de pensamiento esquizofrénica" es el origen de uno de los grandes logros de esta novela, que ha pasado a formar parte del lenguaje político: la identificación y el análisis del doble pensamiento. Como describe el personaje Emmanuel Goldstein en Teoría y práctica del colectivismo oligárquico, un texto peligrosamente subversivo que está prohibido en Oceanía y sólo se menciona como el libro, el doble pensamiento es una forma de disciplina mental cuyo objetivo, deseable y necesario para todos los miembros del partido, es ser capaz de creer dos verdades contradictorias al mismo tiempo. No es nada nuevo, por supuesto. Todos lo hacemos. En psicología social se conoce desde hace mucho tiempo, con el nombre de "disonancia cognitiva". Otros lo llaman "compartimentación". Algunos, como F. Scott Fitzgerald, han dicho que es síntoma de genio. Para Walt Whitman ("¿me contradigo? Muy bien, me contradigo") era ser amplio y contener multitudes; para el aforista estadounidense Yogi Berra era llegar a una desviación en el camino y tomar las dos direcciones; para el gato de Schrödinger era la paradoja cuántica de estar vivo y muerto al mismo tiempo.
Da la impresión de que la idea supuso para el propio Orwell un dilema, una especie de metadoble pensamiento -le repelía por su infinito poder de destrucción, al tiempo que le fascinaba por la posibilidad de llegar a trascender los opuestos-, como si hubiera una forma aberrante de budismo zen cuyos koans fundamentales fueran los tres lemas del partido, "la guerra es paz", "la libertad es esclavitud" y "la ignorancia es fuerza" y que sirviera para fines perversos.
La suprema encarnación del doble pensamiento en la novela es el funcionario del Partido Interior O'Brien, el que seduce y traiciona, protege y destruye a Winston. Cree con total sinceridad en el régimen al que sirve, pero puede personificar a la perfección a un devoto revolucionario comprometido en la lucha para derrocarlo. Se considera una simple célula del gran organismo del Estado, pero lo que recordamos es su individualidad, fascinante y contradictoria. Pese a ser un portavoz tranquilo y elocuente del futuro totalitario, O'Brien va revelando poco a poco una faceta desequilibrada, un distanciamiento de la realidad que asomará con toda su fealdad durante la reeducación de Winston Smith, en ese lugar de dolor y desesperación llamado Ministerio del Amor.
También es el doble pensamiento la base de los superministerios que dirigen Oceanía: el Ministerio de la Paz se encarga de la guerra, el Ministerio de la Verdad cuenta mentiras, el Ministerio del Amor tortura y acaba matando a cualquiera al que considera una amenaza. Si todo esto parece de una perversidad irrazonable, recuérdese que en Estados Unidos, hoy día, no parece que a muchos les moleste la existencia de una maquinaria de guerra llamada "Departamento de Defensa" ni les cueste decir las palabras "Departamento de Justicia" en serio, a pesar de las pruebas sobre las violaciones de derechos humanos y constitucionales cometidas por su brazo más temible, el FBI. Nuestros medios de comunicación, teóricamente libres, tienen que presentar unas informaciones "equilibradas", en las que a cada "verdad" se le opone inmediatamente otra opuesta que la neutraliza. Todos los días, la opinión pública se ve sometida a la revisión de la historia, la amnesia oficial y las mentiras descaradas, y todo ello se designa con el benevolente término de "versión", como si fuera algo tan inofensivo como una vuelta en un tiovivo. Sabemos que no es cierto lo que nos dicen, pero confiamos en que lo sea. Creemos y dudamos al mismo tiempo; parece que una de las condiciones del pensamiento político, en un Estado moderno, es tener permanentemente opiniones contradictorias sobre la mayoría de las cosas. Ni que decir tiene que es un factor utilísimo para quienes ocupan el poder y desean permanecer en él, preferiblemente para siempre.
Junto a la ambivalencia de la izquierda respecto a las realidades soviéticas, tras la II Guerra Mundial surgieron otras oportunidades de aplicar el doble pensamiento. A juicio de Orwell, el bando ganador, en sus momentos de euforia, estaba cometiendo errores casi tan fatales como los del Tratado de Versalles que terminó con la I Guerra Mundial. A pesar de las mejores intenciones, en la práctica, el reparto del botín entre los aliados tenía posibilidades de acabar causando daños fatales. Uno de los principales subtextos de 1984 es la inquietud de Orwell por la "paz". "Lo que, en realidad, pretendo hacer con ella", escribió Orwell a su editor a finales de 1948, según parece cuando empezaba a revisar la novela, "es abordar las repercusiones de la división del mundo en 'zonas de influencia' (se me ocurrió en 1944, como consecuencia de la Conferencia de Teherán)".
Por supuesto, no se debe creer del todo a los novelistas cuando mencionan sus fuentes de inspiración. Pero merece la pena examinar el proceso imaginativo. La Conferencia de Teherán fue la primera cumbre aliada de la II Guerra Mundial, y se celebró a finales de 1943, con asistencia de Roosevelt, Churchill y Stalin. Uno de los temas de los que hablaron fue cómo los aliados iban a dividir Alemania, una vez derrotada, en zonas de ocupación. Otro, quién se quedaría con qué parte de Polonia. Al imaginar Oceanía, Eurasia y Eastasia, Orwell dio un salto de escala y convirtió la ocupación de un país derrotado en la de un mundo vencido.
El agrupamiento de Gran Bretaña y Estados Unidos en un mismo bloque resultó ser una profecía totalmente acertada, que previó la resistencia británica a integrarse en el continente eurasiático y su permanente sumisión a los intereses yanquis; por ejemplo, los dólares son la unidad monetaria de Oceanía. Londres es reconocible como el Londres del periodo de austeridad de la posguerra. Desde el principio, al sumergirnos de golpe en el plomizo día de abril en el que Winston Smith realiza su decisivo acto de desobediencia, las texturas de la vida distópica son implacables -las cañerías que no funcionan, los cigarrillos que pierden el tabaco, la comida horrible-, aunque tal vez no hiciera falta un gran esfuerzo de imaginación por parte de cualquiera que hubiera vivido la escasez de posguerra.
Profecía y predicción no son exactamente lo mismo y, en el caso de Orwell, confundir las dos cosas no es conveniente ni para el autor ni para el lector. A algunos críticos les gusta jugar a hacer listas de las cosas en las que "acertó" y no acertó el escritor. Si observamos, por ejemplo, Estados Unidos en estos momentos, vemos la ubicuidad de los helicópteros como recurso para el mantenimiento del orden, unas imágenes que nos resultan ya familiares por las numerosas series televisivas de policías, a su vez otras formas de control social; es más, basta con ver la ubicuidad de la propia televisión. La pantalla televisiva de dos direcciones se parece bastante a las pantallas planas de plasma conectadas a sistemas de cable "interactivos", existentes en 2003. Las noticias son lo que el Gobierno quiera que sean, la vigilancia de los ciudadanos corrientes forma parte de las actividades normales de la policía, los registros y detenciones justificados son una broma. Y así sucesivamente. "¡Vaya, el Gobierno se ha convertido en el Gran Hermano, como predijo Orwell! ¡Vaya palo!, ¿eh?". "¡Qué orwelliano, tío!".
Pues sí y no. Al fin y al cabo, las predicciones concretas no son más que detalles. Lo que tal vez sea más importante, e incluso necesario, para un profeta que se precie, es ser capaz de ahondar más que la mayoría en las profundidades del alma humana. En 1948, Orwell comprendió que, pese a la derrota del Eje, el deseo de fascismo no había desaparecido, que no sólo no había muerto sino que, tal vez, ni siquiera había alcanzado aún su plena madurez: la corrupción del espíritu, la irresistible adicción humana al poder ya existían desde hacía mucho, eran aspectos bien conocidos del Tercer Reich y la URSS de Stalin, incluso del Partido Laborista británico, y constituían los primeros ensayos de un futuro espantoso. ¿Qué podía impedir que ocurriera lo mismo en Gran Bretaña y Estados Unidos? ¿La superioridad moral? ¿Las buenas intenciones? ¿Una vida higiénica?
Lo que, por supuesto, ha mejorado de forma insidiosa y constante desde entonces -y, de paso, ha hecho que los argumentos humanistas sean casi irrelevantes- es la tecnología. No debemos dejarnos distraer en exceso por lo anticuado de los métodos de vigilancia en la era de Winston Smith. Al fin y al cabo, en "nuestro" 1984, el chip de circuito integrado tenía menos de 10 años de vida, y era casi vergonzosamente primitivo al lado de las maravillas que constituyen la tecnología informática en 2003, especialmente Internet, un avance que ofrece la posibilidad de un control social de dimensiones prácticamente inimaginables para los viejos tiranos pintorescos y de bigotes ridículos del siglo XX.
En 1938, dentro de la reseña que escribió para New Statesman de una novela de John Galsworthy, Orwell comentaba, casi de paso: "Galsworthy era un mal escritor, y algún conflicto interior agudizó su sensibilidad y casi le hizo bueno; su descontento se pasó, y él volvió a ser el de siempre. Merece la pena pararse a pensar de qué forma le ocurren las cosas a uno".
A Orwell le divertían sus colegas de izquierdas que vivían con el terror de que les tacharan de burgueses. Sin embargo, entre sus propios terrores, quizá acechaba la posibilidad de que le ocurriera como a Galsworthy y, un día, pudiera perder su indignación política y acabar siendo un apologista más de "las cosas tal como son". Incluso podríamos decir que la indignación era su bien más preciado. La había acumulado a lo largo de su vida -en Birmania, París, Londres, la carretera del muelle de Wigan, en España, donde le dispararon y le hirieron los fascistas-, le había costado sangre, sufrimiento y esfuerzo, y estaba tan apegado a ella como cualquier capitalista a su capital. Tal vez sea una aflicción que padecen más unos escritores que otros, ese miedo a hacerse demasiado cómodos, a venderse. Cuando uno vive de la literatura, ése es uno de los peligros, desde luego, aunque no a todos los escritores les parece mal. La capacidad de los gobernantes para adueñarse de la disidencia siempre ha sido un peligro real, bastante parecido, por cierto, al proceso mediante el cual el partido de 1984 consigue renovarse constantemente desde abajo.
Orwell, que había vivido entre los obreros y los desempleados durante la depresión de los años treinta y, en ese tiempo, descubrió su valor genuino e imperecedero, asignó a Winston Smith una fe similar en sus equivalentes de 1984, los proles, a los que el protagonista considera la única esperanza para lograr liberarse del infierno distópico de Oceanía. En el momento más bello de la novela -bello en el sentido en el que Rilke definía la belleza, como la aparición de un terror justo en el nivel de lo soportable-, Winston y Julia, que se creen a salvo, miran desde la ventana a la mujer que canta en el patio, y Winston, al contemplar el cielo, experimenta una visión casi mística de los millones que habitan bajo él, "gente que nunca había aprendido a pensar pero estaba acumulando en su corazón, su vientre y sus músculos la fuerza que, un día, daría la vuelta al mundo. ¡Si había esperanza, estaba en los proles!". Es el momento inmediatamente anterior a que les detengan a Julia y a él y comience el frío y terrible clímax del libro.
Los intereses del régimen de Oceanía son el ejercicio del poder en sí y su guerra implacable contra la memoria, el deseo y el lenguaje como vehículo del pensamiento. La memoria es relativamente fácil de atacar, desde el punto de vista totalitario. Siempre existe algún organismo, como el Ministerio de la Verdad, que niega los recuerdos de los demás y reescribe el pasado. En este año de 2003 es ya frecuente que se pague más a los empleados del Gobierno que al resto de la gente para que degraden la historia, frivolicen la verdad y aniquilen el pasado como cosa rutinaria. Antes, los que no aprendían de la historia tenían que repetirla, pero eso fue así sólo hasta que los gobernantes encontraron la forma de convencer a todo el mundo, incluso a sí mismos, de que la historia nunca sucedió, o sucedió de la manera más conveniente para sus propios fines; o, lo mejor de todo, de que la historia no importa, en cualquier caso, más que para hacer documentales de bajo nivel intelectual que proporcionen una hora de entretenimiento en televisión.
Existe una fotografía, hecha en Islington hacia 1946, de Orwell y su hijo adoptado, Richard Horatio Blair. El niño, que debía de tener entonces unos dos años, sonríe con un placer infinito. Orwell le sujeta suavemente con ambas manos y también sonríe, satisfecho, pero no con suficiencia; es más complejo, como si hubiera descubierto algo que quizá valiera más que la indignación. Su cabeza ligeramente inclinada, los ojos con una mirada precavida que puede evocar en los aficionados al cine a un personaje de Robert Duvall, de esos que tienen una historia pasada en la que han visto más cosas de las que querían. Winston Smith "creía haber nacido en 1944 o 1945". Richard Blair nació el 14 de mayo de 1944. No es difícil imaginar que Orwell, en 1984, estaba imaginando un futuro para la generación de su hijo, no el mundo que deseaba para ellos, sino un mundo contra el que quería prevenirles. Le impacientaban las predicciones de lo inevitable, siempre confió en la capacidad de la gente corriente de cambiarlo todo. En cualquier caso, volvamos a la sonrisa del chico, directa y radiante, nacida de una fe inamovible en que el mundo, en última instancia, es bueno, y que siempre se puede contar con la decencia humana, como con el amor paterno; una fe tan honorable que casi podemos imaginar a Orwell -e incluso a nosotros mismos-, al menos durante un instante, jurando hacer lo que sea para impedir que esa fe sea traicionada.
Extracto de la introducción de Thomas Pynchon a la nueva edición de 1984, de George Orwell, publicada recientemente por Fiftieth Anniversary Plume (Penguin). Reproducido por autorización de Melanie Jackson Agency, L. L. C.
El País, Babelia, 21 de junio del 2003
La victoria de Orwell. Cristopher Hitchens. Traducción de Eduardo Ojman. Emecé. Barcelona, 2003. 213 páginas.. Orwell, la conciencia de una generación . Jeffrey Meyers. Traducción de María Dulcinea Otero. BSA. Vergara, 2003. 443 páginas. Los días de Birmania. George Orwell. Traducción de Manuel Piñón García. Ediciones del Viento. A Coruña, 2003. 322 páginas. Les dies a Birmània. Traducción de Esther Tallada. Editorial 1984, Barcelona, 2003. 380 páginas.
El gran fustigador del tancredismo universal/ Juan G. Bedoya
CON LOS libros de Orwell ocurre como con Kafka: Cuando hemos terminado de leer Rebelión en la granja o el imponente 1984 -también el desgarrador Homenaje a Cataluña, e incluso Los días de Birmania, que publicó en 1934-, ya no somos la misma persona. Tampoco Orwell, que en realidad se llamaba Eric Arthur Blair, fue el mismo después de escribirlos, como documenta Jeffrey Meyers en Orwell, la conciencia de una generación.
Proclamamos ya que un comportamiento social es orwelliano, como existe lo kafkiano y lo quijotesco. Es el símbolo de una consagración literaria. Y hasta nos hemos familiarizado con la idea siniestra del Gran Hermano, la inquietante anticipación de 1984, aunque la estupidez mandante haya convertido la advertencia orwelliana en un almacén de basura donde solemnes y frígidos secretarios de organización trabajan afanosamente por la abolición de cualquier asomo de orgasmo democrático.
Pocos escritores del siglo XX han dejado una huella más profunda que Orwell, ni se comprometieron tan tempranamente contra los ismos que hicieron de aquellos cien años los más criminales de la historia: imperialismo, fascismo, comunismo estalinista. Cada obra suya fue un trallazo contra el conformismo y la cobardía reinantes, un ladrillazo más para el edificio de odio y maledicencia que persiste contra él en algunos círculos intelectuales.
Subraya Meyers que Orwell vivió apenas 46 años y que trabajó en condiciones épicas. Nunca estuvo seguro de que lo que estaba escribiendo fuera a tener editor. El centenario está sirviendo para algunas revisiones, y para hacerle algo de justicia, pero no es un dechado de generosidad: aunque parezca increíble, aún hay varias de sus obras sin publicar en España, quizá porque, como dice Chistopher Hitchens en La victoria de Orwell, el autor de 1984 tuvo demasiadas veces la razón, y siempre a contracorriente. Escribió, además, en estado de furia, de ira encendida, y a la primera impresión: redactó Homenaje a Cataluña sobre la Guerra Civil con una clarividencia impresionante mientras la guerra transcurría, a diferencia de los novelistas de la época -Hemingway, Remarque, Aldington-, que esperaron diez años para novelar las tropelías del fascismo (a excepción de Malraux, que publicó La esperanza en 1937).
Aún hoy suenan como trallazos sin misericordia las palabras de Orwell contra el tancredismo de los intelectuales ante los crímenes del gran fiasco del siglo: el estalinismo. "Su amoralidad sólo es posible si uno es la clase de persona que siempre está en otra parte cuando se aprieta el gatillo", escribió contra Wystan H. Auden, que también estuvo en la guerra española (en 1937, como conductor de ambulancias). Esta andanada sirvió para que un abrumado Auden revisara a fondo -y finalmente eliminase de las antologías de su obra- el poema Spain, con la supresión, sobre todo, de la alusión al "asesinato necesario" -o comprensible "liquidación" del discrepante-, además de otras justificaciones del sacrificio de hombres en aras de tanta unidad de destinos universales. Hitchens lo lamenta por Auden, pero reconoce que aquella sumisión de poeta tan influyente subraya lo que califica como "la victoria de Orwell".
"Escribió sin tener en cuenta la popularidad y sin temor a que lo detestasen", dice Hitchens. Un hombre incómodo, Orwell: fastidioso, sin duda. "Libertad significa el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír", sostuvo en defensa de uno de sus libros, que sus editores querían corregir. Se decía de él que no podía sonarse la nariz sin moralizar sobre las condiciones en la industria del pañuelo. Bien: se salió con la suya: toda su vida escribió lo que quiso, incluso cuando ya no paraba de vomitar sangre. Suyas son algunas de las observaciones más memorables del siglo XX, como el Mandamiento único que regía la granja por orden del totalizador (contra)revolucionario: "Todos los animales son iguales, / pero algunos animales / son más iguales que otros".
El País, BABELIA - 21-de junio de 2003
GEORGE ORWELL, UN TESTIGO DEL SIGLO XX
Verdades y mentiras/ANTONIO CABALLERO
La celebérrima novela de George Orwell, 1984, no aguanta una relectura. Es un libro esquemático, simplón, ingenuo y mal escrito. Y, sobre todo, uno ya lo ha leído. Resumido en 10 folios mejoraría considerablemente. Resiste mejor Rebelión en la granja, gracias al humor; pero tampoco va muy allá. Son dos fábulas de sátira política en la tradición de Swift o de Voltaire, dos contes philosophiques que en su momento le dieron a Orwell fama mundial (y casi póstuma: murió en 1950, a los 46 años); pero una fama equívoca, puesto que, en su momento, fueron mal interpretados. Leídos sobre el entramado de la guerra fría, y como profecías de una utopía negativa: este horror va a ser el mundo.
En buena parte así es hoy el mundo, en efecto. Este horror. Basta con ver al presidente Bush diciendo en la Palestina pisoteada por Israel que el general Sharon es "un hombre de paz", o con oír al secretario de Defensa Rumsfeld anunciando al comienzo de la guerra de Irak que "ahora vamos a empezar a decir mentiras", para recordar el lema orwelliano de "Guerra es Paz", o su "Ministerio de la Verdad" encargado -como la tele hoy- de las noticias, el entretenimiento, la educación y las artes. Y el "Gran Hermano" está aquí, con su ojo omnividente: entra uno al metro de Madrid y se topa con un letrero optimista: "Tres mil cámaras velan por tu seguridad". La maligna "Hermandad" secreta que amenaza la felicidad del mundo también existe: es el omnipresente pero etéreo e inasible terrorismo universal que justifica todos los abusos de las autoridades, como antes, durante medio siglo, las justificó el malvado comunismo (o, en el campo comunista, el malvado capitalismo). En cuanto a la guerra perpetua, estamos en guerra perpetua. "Para varias generaciones", advierte Bush.
Pero Orwell no describía el mundo de pesadilla del futuro (1984 se publicó en 1949), sino el del presente. El suyo, que, dejando a un lado la tecnología, sigue siendo el nuestro. Su papel no era el de un profeta que vaticina el porvenir, sino el de un observador atento que rinde testimonio de lo que está pasando: un testigo.
Aunque, si se toma en su más estricta acepción teológica, la palabra "profeta" quiere decir "testigo". Orwell lo fue. Testigo presencial, en el sentido más literal, más inmediato y más modesto, que era el de su oficio: corresponsal de prensa. Así como hay corresponsales de guerra, Orwell fue un corresponsal de la lucha de clases. Informaba desde el frente de la guerra social, contaba cómo viven y cómo mueren los pobres (uno de sus artículos famosos se titula así), los marginados, los condenados de la tierra, entre quienes vivió él mismo: no era un entomólogo, sino un participante solidario. Los protagonistas de sus crónicas son los obreros deshechos por el desempleo de masas en el Lancashire inglés de los años treinta, en El camino de Wigam Pier; los nativos colonizados de Birmania, en Los días de Birmania; los lumpenproletarios de las grandes ciudades industriales y ricas, en Sin blanca en París y Londres; los milicianos republicanos de la guerra de España destinados al matadero, en Homenaje a Cataluña. Los desposeídos hasta de la palabra, que no saben hablar, ni van a ser oídos. Testigo presencial, participante solidario, sí, pero a fin de cuentas corresponsal extranjero. Así como un corresponsal de guerra, aunque corra peligro, sabe que la guerra sobre la cual informa no es contra él, así Orwell sabía que él no estaba entre los perdedores eternos de la guerra de clases sobre la cual enviaba corresponsalías a los periódicos. Enfermó de hambre en París, sí, y lo hirieron de un balazo en la guerra de España. Pero él era otra cosa: un intelectual. Corría peligro, por supuesto (como todos); pero no estaba de verdad en la línea de fuego.
Otro intelectual "comprometido" de esa época, el novelista francés André Malraux, durante años embarcado como el inglés Orwell en la guerra social, en la lucha política del socialismo y contra el fascismo, y hasta en el choque militar de la Guerra Civil española (antes de convertirse, en su vejez, en ministro de Cultura de Francia), explicaba sus heroísmos de los treinta años, y de los años treinta, con lúcida sencillez: "Estaba convencido de que no me iba a pasar nada".
Tal vez sea eso lo que hace hoy casi ilegible -o fatigosamente legible- la obra de ficción de George Orwell, en tanto que, sesenta o setenta años después de escritos, siguen valiendo la pena sus menos ambiciosos libros sobre la inmediatez de la realidad: el Sin blanca en París y Londres, el Homenaje a Cataluña. Éstos guardan la frescura permanente de las obras de ficción, en tanto que sus deliberadamente ficticias pero pretenciosas fabulaciones de realidad han envejecido malamente. Y no porque los libros "periodísticos" fueran más objetivamente verdaderos, sino al revés. Dice Orwell, a propósito del Sin blanca en París y Londres: "Creo que puedo decir que no he exagerado nada, salvo en el sentido en que todos los escritores exageran cuando seleccionan".
Y es que en sus libros periodísticos, los de corresponsal de la injusticia, Orwell cuenta mentiras de escritor: o sea, verdades. En tanto que en sus obras de ensayista-novelista-político-visionario, las que hicieron su fama, desarrolla verdades de pensador: o sea, mentiras. Y las mentiras no duran mucho, mientras que las verdades siempre siguen siendo las mismas. Motivo, siempre, de indignación moral. La indignación que hace que más de medio siglo después de muerto, y en el vasto cementerio de escritores olvidados de su época, los escritos de George Orwell sobre las realidades de ese entonces merezcan todavía ser leídas, aunque estén mal escritas.
Y encima, vistas las cosas en torno, mucho me temo que Orwell vaya a seguir siendo una lectura recomendable dentro de otros cincuenta años.
El País, 22 de junio del 2003, WALTER OPPENHEIMER - Londres
George Orwell delató a 38 simpatizantes comunistas en los años de la guerra fría
El escritor quiso ayudar a una funcionaria de la que estaba enamorado
El anticomunismo que acompañó a George Orwell en los últimos años de su vida tuvo un oscuro pasaje confirmado ayer: el escritor británico delató a 38 intelectuales a los que acusaba de ser simpatizantes o potenciales simpatizantes comunistas. El profesor Timothy Garton Ash asegura que Orwell (Motihari, India, 1903-Londres, 1950) recurrió a la delación por su amor imposible por una mujer, Celia Kirwan, funcionaria del Foreign Office. La mayoría de las personas delatadas por Orwell eran periodistas. Timothy Garton Ash, que publicaba ayer la lista acompañando un extenso artículo en el diario The Guardian, asegura que Orwell recurrió a la delación por su amor imposible a Kirwan, y por su preocupación por los tintes socialistas de la vida política británica durante aquellos años.
Celia Kirwan era una funcionaria del Foreign Office y Orwell quiso con ese gesto ayudarla en su carrera y fortalecer su amor. Kirwam pidió ayuda al escritor para contrarrestar la oleada de propaganda comunista en los momentos álgidos de la guerra fría. La lista, que incluye a actores o intelectuales conocidos mundialmente, como Charles Chaplin, E. H. Carr, Michael Redgrave o Isaac Deutscher, fue mecanografiada por Orwell en 1949, cuando estaba ya seriamente enfermo de tuberculosis. Orwell recopiló los nombres de los que en su opinión "son criptocomunistas, compañeros de viaje o simpatizantes y no se debe confiar en ellos como propagandistas [de Occidente]".
La lista llegó a manos de Garton Ash a través de una hija de Celia Kirwan, Ariane Bankes, que la encontró al poco de morir su madre, en otoño pasado. Ariane se la hizo llegar a Garton Ash con el ruego de que la hiciera pública. El profesor explica en su artículo que el Foreign Office se la hizo llegar de nuevo a Celia Kirwan en 1994, aunque nunca la ha hecho pública oficialmente. Casi medio siglo antes, esta funcionaria, que trabajaba en un departamento secreto de inteligencia del Gobierno británico, hizo saber a Orwell que sus superiores habían encontrado muy útil la información del listado.
El escritor británico, que fue uno de los muchos intelectuales extranjeros que lucharon como voluntarios en defensa de la II República Española, y de cuyo nacimiento se cumple ahora un siglo, murió prematuramente. Sus últimos años reforzaron su anticomunismo a la vista de la dictadura implantada por Stalin en la Unión Soviética. El silencio de los intelectuales de la izquierda occidental hacia los excesos soviéticos siempre exacerbó a Orwell. El autor de 1984, de Homenaje a Cataluña (donde contó su experiencia en la Guerra Civil española) y de Rebelión en la granja denunció públicamente ese silencio en varias ocasiones.
En 1998, el profesor Peter Davison reveló por primera vez la existencia de una lista de presuntos simpatizantes comunistas delatados por Orwell. Ahora se ha obtenido la prueba definitiva de esa lista, que afecta a 38 personas.
Hay profesores, actores y muchos periodistas de la época, sobre los que Orwell hace apostillas a veces muy sangrantes. "Tonta simpatizante", dice de Marjorie Kohn, maestra y periodista del mítico diario de la izquierda laborista, New Stateman. A Stefan Litauer, un polaco experto en relaciones exteriores, le define como "evidentemente deshonesto". Del profesor E. H. Carr, historiador experto en la Unión Soviética, dice que es "un apaciguador", y no hace comentarios ni sobre Charles Chaplin ni sobre Michael Redgrave, padre de la actriz y también activista Vanesa Redgrave. De John Anderson, corresponsal industrial de un diario de Manchester, asegura: "Probablemente, sólo simpatizante. Buen reportero. Estúpido". Los periodistas conforman la mayoría de las 38 personas que fueron delatadas por Orwell.
El País, 21 de junio del 2003
La gran categoría de sus ensayos eclipsa sus novelas. En ellos denuncia el uso político y mediático de la mentira y la oferta de lucha y muerte del totalitarismo hitleriano, o reflexiona con hondura sobre el oficio de escribir. Lamentablemente, no todos están traducidos al español
GEORGE ORWELL, UN TESTIGO DEL SIGLO XX
Una victoria póstuma /ARCADI ESPADA
Christopher Hitchens ha descrito ya la herencia más crucial de Orwell con estas palabras: "Es la importancia póstuma de Orwell como representante de la veracidad, la objetividad y la verificación lo que continúa manteniendo sus ideas en juego". Lo que Hitchens luego llama, apuntalándolo con párrafos muy lacerantes contra Claude Simon y Las Geórgicas, la victoria póstuma sobre el posmodernismo. Esta victoria, y un poderoso acopio de aciertos estéticos y morales, hace de Orwell un ensayista extraordinario. Sí, tal vez el mayor del siglo, como con seca autoridad dijera Robert Hughes. Tan gran ensayista, añadiría yo, que sus novelas no resisten la grandeza.
Ejemplos. Su mejor libro, Homenaje a Cataluña (editado íntegramente en castellano y catalán sólo desde hace semanas, es decir, 65 años después de haberse escrito: ésa es la cortesía, trátese de Cervantes o de Orwell, que Cataluña dispensa a los escritores que la han situado en el mundo), su mejor libro, digo, es un cruce total y apasionante entre el ensayo, el libro de viajes, la autobiografía y el reportaje. Nunca su genio profético brilló como en el célebre La política y la lengua inglesa. A diferencia de 1984, donde las profecías apocalípticas sobre el Newspeak, la Nueva Lengua, se cimentan en la romántica concepción de que el pensamiento es el lenguaje y que controlado éste controlado el otro, La política y la lengua inglesa desenmascara el uso político y mediático de la mentira en unos términos que el presente verifica con exactitud aún menor que la del futuro. Pocas veces en una breve reseña literaria, como la que Orwell escribió en marzo de 1940 a propósito de la publicación íntegra, en inglés, de Mein Kampf, explotará la inteligencia y se desencadenará otra vez la profecía hasta nuestro mismísimo tiempo vascoprovincial: "Mientras que el socialismo, y aun el capitalismo, le han dicho al pueblo: 'Te ofrezco que lo pases bien', Hitler le dice al suyo 'Te ofrezco lucha, peligro y muerte', y el resultado es que la nación se arroja a sus pies". Aún otro ejemplo: durante toda su vida Orwell examinó con desasosiego el cruce entre la experiencia estética y el propósito político. Hay que advertir rápidamente que él daba a político un sentido de búsqueda de la verdad difícilmente compatible con el envenenamiento masivo que ha sufrido la palabra. Y advirtiéndolo, su artículo ¿Por qué escribo? resulta ser una de las más claras y profundas (¡y menos empalagosas!) meditaciones sobre el oficio de escritor que uno haya leído nunca. No es superfluo añadir que la escritura ensayística de Orwell está a la altura de sus propósitos. No hay allí lo que temía, y él mismo veía en algunos otros lugares de su obra, "[cuando] escribí libros sin vida, me traicioné en pasajes púrpura, en frases sin sentido, en adjetivos decorativos y en tonterías".
La obra ensayística de Orwell es una recopilación candente de su siglo. Su volumen y su calidad parecen impropios de un hombre que sólo vivió 46 años y que pasó algunos de ellos en condiciones escasamente propicias para la escritura. Los ensayos fueron recogidos, primero, en la edición establecida en cuatro volúmenes por Sonia Orwell y Ian Angus (completada en 1968) y posteriormente en la ciclópea edición de las obras completas de Orwell a cargo de Peter Davidson de 1998. No hay traducción española completa, ni siquiera aproximada, de este imprescindible recuento. La editorial Destino publicó hace años (con grandes dificultades aún se encuentran ejemplares), dos volúmenes titulados A mi manera (1976: título de la legendaria columna de Tribune) y Una buena taza de té. Y su breve Diario de guerra (1984). Menos da una piedra. Pero la elección no incluía, por ejemplo, un ensayo clave como el citado La política y la lengua inglesa (inédito en España) ni gran parte de sus artículos o de su caudaloso epistolario. También hace un par de años Octaedro editó un redundante librito de escritos literarios y políticos. Es vistoso subrayar que ni siquiera en la ocasión del centenario ha habido editor español capaz de poner en limpio, y en lengua propia, uno de los trabajos más hermosos y beligerantes de la literatura moderna.

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