Líbano, trágico caleidoscopio de Oriente Próximo/ Gema Martín Muñoz*
Líbano ha sido siempre el laboratorio donde se reflejan las tensiones demográficas y confesionales de Oriente Próximo y el pequeño escenario en el que se ponen en juego todas las rivalidades locales e internacionales de la región. El trágico peaje de este ingrato destino lo ha pagado siempre -¡y de qué manera!- su población civil.
El análisis de la guerra actual desvela una profundidad estratégica y unos métodos para conseguir los fines que van más allá del acontecimiento puntual que aparentemente la ha desencadenado (la captura de dos soldados israelíes por Hezbolá, circunstancia nada nueva y que en tres ocasiones anteriores Israel había negociado). En su búsqueda por remodelar Oriente Próximo a su imagen y semejanza política, parece darse la confluencia israelí y estadounidense de emplear no importa qué nivel de acción militar, y sus correspondientes "daños colaterales", para destruir a los actores regionales hostiles a la clientelización de sus intereses. Éste es el caso de Hamás y de Hezbolá, como lo fue el de Sadam Husein y ahora lo es el de Muqtada al-Sadr en Irak.
Esta política militarista no sólo engendra una violencia que pagan de manera brutal las poblaciones civiles de los unos y los otros, aunque con diferente intensidad, sino que también alimenta consecuencias y contradicciones nefastas para todo Oriente Próximo, incluidos Israel y EE UU.
Desde la perspectiva de estos dos últimos, la actual devastación del Líbano está alimentando sinergias contrarias a las buscadas. La revolución del cedro y la retirada de las tropas sirias, asumiendo la resolución 1559 del Consejo de Seguridad de la ONU, parecieron convencer al mundo de que la presencia siria había sido la raíz de todos los problemas libaneses. La situación actual ha puesto en evidencia que la retirada de Siria no era la panacea que resolvía los desafíos internos y regionales libaneses y, además, le ha permitido hacer un buen papel, a nivel popular, acogiendo a los refugiados libaneses en su territorio y facilitando la llegada de la ayuda humanitaria internacional, en tanto que Israel la dificulta.
Hezbolá está ganando la guerra política en Líbano y en el mundo árabe e islámico. Este conflicto se ha convertido también en una guerra de ocupación, dado que Israel ha invadido el sur del Líbano y parece decidido por el momento a ocuparlo hasta el río Litani (cuyas fuentes de agua son históricamente codiciadas por Israel). La ocupación territorial es el hecho más revulsivo de Oriente Próximo, que promueve inmensas resistencias. Hezbolá, lejos de ser demonizado como buscan israelíes y estadounidenses, se ha erigido de nuevo en el artífice de la resistencia a la ocupación, con una popularidad que trasciende las fronteras de Líbano.
Algo insólito ha sido ver en una gran manifestación en la Universidad de al-Azhar en El Cairo, corazón del islam suní, alzarse una enorme pancarta de la imagen de Hasan Nasralá. Es más, dentro de las complicadas relaciones entre suníes y chiíes árabes, se está produciendo una catarsis unitaria nunca vista hasta ahora. Además, lo que ocurre en Líbano tiene repercusiones negativas en el otro catastrófico escenario, el iraquí. El muy influyente y hasta ahora conciliador Ali Sistani también ha alzado la voz de manera contundente tras la matanza de Qana: "Horribles consecuencias acontecerán en la región si no se impone un inmediato cese el fuego a esta agresión israelí", dijo. Estas palabras iban dirigidas a EE UU, al que, ante su fracaso para contener la insurgencia iraquí suní, el levantamiento de los chiíes iraquíes le supondría su peor pesadilla.
El discurso occidental sobre la democratización en el mundo árabe y musulmán ha quedado definitivamente desacreditado. La mezcla de bombas y elecciones es una mala alquimia. Y esto es lo que ocurre en las dos geografías árabes donde se habían desarrollado elecciones pluralistas y democráticas, Palestina y Líbano.
Los aliados árabes de Estados Unidos se han visto en tan crítica situación por los muertos civiles y la destrucción del Líbano que han levantado inusitadamente la voz. El primer ministro iraquí, al-Maliki, ha hablado de crímenes de guerra; Fuad Siniora, primer ministro libanés de claro perfil prooccidental, ha dicho que el triunfo de Hezbolá es el del Líbano; y el rey Abdala de Jordania ha declarado que "la paz se consigue devolviendo territorios ocupados y estableciendo un Estado palestino". Y, en este complejo tablero de Oriente Próximo, Qatar, actual miembro árabe del Consejo de Seguridad de la ONU, votó en contra de la resolución que conminaba a Irán a poner fin al enriquecimiento de uranio bajo amenaza de sanciones. La sensatez de Qatar contrastó con la imprudencia de meter prisas y presión a ese conflicto latente, en el peor momento para convencer a Irán sobre su seguridad en la región.
Con una reprochable lentitud, la comunidad internacional ha aprobado finalmente -a través del Consejo de Seguridad de la ONU- la resolución 1701, que aboga por el cese de hostilidades. Es cierto que la solución a esta crisis exige una visión global, un buen entendimiento del contexto próximooriental y no volver a un simple statu quo ante. Debería ser la oportunidad para abordar las cuestiones claves que provocan guerras y muertes de inocentes.
Es el momento de la diplomacia y la política y, por ello, el cese del fuego es ineludible, como lo es reforzar el papel de Naciones Unidas como intermediador y pacificador. También lo es integrar a Siria e Irán en la resolución del conflicto, por su potencial influencia sobre Hezbolá y porque representan poderes estratégicos en la región. El consenso de Israel es tan insoslayable como el del Gobierno libanés en las resoluciones que se tomen, así como por parte de Hezbolá. Ésta forma parte del Gobierno libanés, hecho democráticamente ganado, y no está en la lista de grupos terroristas de la Unión Europea, lo cual abre posibilidades de interlocución aunque sea indirecta.
Es totalmente cierto que el Estado libanés debe poner fin a ese doble poder militar del ejército libanés y la milicia de Hezbolá, pero no es bombardeando el país como se conseguirá. De hecho, antes de desencadenarse el conflicto, Nasralá y otros líderes del partido participaron en una serie de reuniones de "diálogo nacional" para establecer los términos de su desarme. La dinámica interna estaba abierta, y si no se había llegado a ninguna conclusión antes de julio fue porque Hezbolá insistía en que sus armas eran aún necesarias para defender al Líbano. Si era un pretexto, los acontecimientos actuales no lo han debilitado.
Garantizar la paz y la seguridad de libaneses e israelíes exige un estadio de intermediación de fuerzas internacionales en el sur del Líbano, bajo mandato de la ONU, pero con la ineludible retirada del Ejército israelí. El intercambio de prisioneros debe presidir también el arreglo, así como resolver las cuestiones territoriales pendientes, decidiendo definitivamente las fronteras, lo cual exige abordar los primeros parámetros de negociación con respecto a la ocupación israelí de las granjas de Chebaa y los Altos del Golán, y, lo que es fundamental, poner fin a la situación que vive Gaza y crear un Estado palestino que responda a las fronteras de 1967.
De hecho, se trata de aplicar la ley internacional y las resoluciones de Naciones Unidas, tan ignoradas en esta región del mundo cuando no es un país árabe o musulmán quien tiene que acatarlas. La reciente resolución del Consejo de Seguridad no aborda de modo determinante estas cuestiones, pero sin esos ingredientes no se podrá cocinar ninguna paz duradera en Oriente Próximo, sino más bien se recalentarán la radicalización y el extremismo.
*Gema Martín Muñoz es directora de Casa Árabe y del Instituto Internacional de Estudios Árabes y del Mundo Musulmán.
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