7 sept 2006

Hacia una ciudadanía global


Al menos 2,45 millones de personas de todo el mundo son hoy por hoy víctimas de la trata y trabajan en condiciones de explotación, según datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) facilitados este miércoles 6 de septiembre por el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA).

Según se desprende del informe El estado de la población mundial 2006, hacia la esperanza: las mujeres y la migración internacional (http://www.unfpa.org.mx/SWOP06/unfpaindex.htm), hecho público ayer por el UNFPA, cada año entre 600,000 y 800,000 personas son objeto de trata a través de fronteras internacionales.

La trata de personas constituye, según este informe, el comercio ilícito que ocupa el tercer lugar entre los más lucrativos (después del contrabando de armas y drogas), actividad que genera entre 5,00 y 9,00 millones de euros al año.
Durante la presentación en rueda de prensa de este informe, la directora de la División de América Latina y el Caribe del UNFPA, Marisela Padrón, ha destacado que, además, el 80% de estas víctimas son mujeres y niñas. Estas víctimas suelen verse forzadas al trabajo sexual, a las tareas domésticas o al trabajo en fábricas, donde se las explota. La mayor parte de ellas proceden de Asia sudoriental y meridional.
Según el informe del UNFPA, en los últimos 50 años se ha duplicado el número de personas que viven fuera de su país, alcanzando los 191 millones en el año 2005. Un dato las mujeres constituyen la mitad de los migrantes internacionales a escala mundial (49,6%, es decir, un total de 95 millones).
Para entender un poco mejor el fenómeno de una Ciudadanía democrática en un mundo global recibí un texto de Valerie Alvarez Melo y Mario A. Hernández Sánchez.
Lo recomiendo y lo comparto en esta bitácora. Los comentarios a ellos en
Los dilemas de la ciudadanía democrática en un mundo globalizado/por Mario A. Hernández Sánchez y Valerie Alvarez Melo, filosofo e internacioalista.

La teoría política tradicional se había venido centrando en el Estado nacional como el marco jurídico adecuado para garantizar los derechos de todas las personas al interior de su territorio. Sólo ha sido en épocas recientes, y a la luz de los conflictos étnicos que han obligado a un número importante de personas a buscar refugio más allá de sus naciones de origen, que la posibilidad de dotar de derechos y garantías a los extranjeros se ha contemplado como un asunto de justicia elemental. Para proteger a todas estas personas que han abandonado sus territorios a causa del prejuicio y la discriminación, se vuelve imperativo presionar, desde el marco del derecho internacional, a las comunidades nacionales para que revisen los requisitos para obtener la ciudadanía.

En el siglo XVIII, Immanuel Kant fue el primero en reconocer que los Estados nacionales, si querían lograr una convivencia pacífica, deberían integrar una federación de carácter republicano, que no concentrara el poder político en una instancia autoritaria universalmente reconocible, sino que multiplicara los espacios políticos para la construcción de un marco jurídico de reconocimiento mutuo de las personas con independencia de su origen nacional. En este contexto de potencial reconocimiento jurídico entre las personas de todo el mundo, para Kant, la hospitalidad se convertía en una obligación política. El derecho de hospitalidad se activaría frente a aquellas personas que, súbitamente y por causas ajenas a su voluntad, se han visto obligadas a huir de la violencia, la discriminación o la humillación en los territorios en donde nacieron. En estos casos, es un deber de los Estados que integran la comunidad universal, desde la perspectiva de Kant, recibir a los extranjeros y brindarles protección dentro de los límites de su territorio.
Sin embargo, Kant no pudo haber previsto que el orden pacífico entre los Estados, o al interior de un territorio particular, sería difícil de restaurar cuando los grupos fundamentalistas se han hecho con el control político y establecen un gobierno teocrático. En las sociedades teocráticas, el delito se convierte en pecado, y quien ha cometido la violación de la norma legal –como las mujeres musulmanas que buscan superar el estado de sumisión– se hace acreedor de la humillación, el ocultamiento e, incluso, la muerte. En estos casos, quienes huyen de los regímenes fundamentalistas se vuelven huéspedes permanentes en las comunidades que los reciben aplicando el derecho de hospitalidad. Frente a estas circunstancias, se hace necesario resolver la ambigüedad de Kant en relación con la obligatoriedad del derecho internacional, pues él no estableció las condiciones institucionales para el efectivo cumplimiento del derecho a la hospitalidad y la ampliación de los derechos que asisten a los extranjeros.
El mapa de Europa que surgió tras la Primera Guerra Mundial fue el resultado de la integración artificial de colectivos humanos con distintos orígenes étnicos, tal y como se hizo evidente en los casos de Checoslovaquia y Yugoslavia. En los Estados europeos que aglutinaron a distintos grupos étnicos, generalmente se imponía la voluntad política de la mayoría sobre las diversas minorías. A estos grupos minoritarios se otorgaba un reconocimiento parcial de los derechos fundamentales, y esto dio pie a la generalización de prejuicios y prácticas discriminatorias. Limitados en sus posibilidades de acceder a una noción amplia de autonomía moral, pues sus elecciones vitales estaban condicionadas por el estereotipo que la sociedad se había formado de ellos, los individuos que pertenecían a las minorías étnicas al interior de los Estados europeos se encontraron expuestos de manera permanente a la humillación y la violencia. Cuando Hannah Arendt, a propósito de las olas de exiliados que produjo el nacionalismo de corte autoritario durante la primera mitad del siglo XX, se refirió al derecho a tener derechos, claramente se preocupó por establecer la obligatoriedad del deber moral de reconocer jurídica y universalmente la dignidad humana. Hasta ese momento, recibir al extranjero y procurarle un trato digno eran considerados más como virtudes cívicas que como obligaciones legales. Tener derechos en el espacio limitado de un Estado nacional significa que la persona posee un ámbito de protección en relación con su integridad personal y con las formas de participación en las decisiones política vinculantes, que ni el gobierno ni los particulares pueden vulnerar sin sufrir una sanción prevista por la ley de antemano. Afirmar, en cambio, que todos tenemos derechos por el simple hecho de ser personas es la expresión de una aspiración normativa que tiene que articularse en forma de ordenamiento legal para tener obligatoriedad. Precisamente, lo que Arendt consideraba como urgente a la luz de la exacerbación de los nacionalismos en el mundo postotalitario, era la vinculación de la aspiración moral de reconocimiento universal de la dignidad humana con la obligatoriedad de la norma jurídica positivamente sancionada, en este caso no por un Estado particular sino por un sistema de derecho internacional que contara con instituciones penales capaces de perseguir a quienes violaban los derechos fundamentales de manera sistemática en cualquier parte del mundo. Este sistema internacional tendría que estar integrado, como pensaba Kant, por Estados republicanos que sometieran la ampliación de la categoría de la ciudadanía al escrutinio público –en cuyo caso la discusión de las narraciones de los refugiados y desplazados en el espacio público desempeñaría un papel fundamental al momento de ampliar la concepción política de la propia comunidad.
A partir de las luchas por el reconocimiento en la modernidad, los derechos se han ido desagregando para proteger las libertades de los individuos en espacios cada vez más específicos –primero la participación política, luego aquellos relacionados con la calidad de vida y, finalmente, los culturales. Abogar por una ciudadanía que sea extensible para todos los seres humanos independientemente de su origen nacional y que permita a las personas participar para decidir la organización política de su comunidad de residencia, recibir los beneficios de la seguridad social y proteger las formas culturales que ellos consideran son definitorias de su identidad, parecería desconocer este proceso de desagregación que fue simultáneo al desarrollo del Estado nacional moderno. Desde este punto de vista crítico hacia el cosmopolitismo, la ciudadanía universal no sería sino una categoría jurídica magra que desconoce la vinculación necesaria entre la identidad nacional y la identidad jurídica. Sin embargo, las identidades nacionales son más entidades imaginarias que gozan de la lealtad de una comunidad específica por motivos contingentes, que realidades empíricas que se mantienen idénticas en el tiempo. Las identidades nacionales son más flexibles de lo que los propios nacionalistas estarían dispuestos a reconocer. Debe recordarse que aunque imaginarias, las identidades nacionales en ocasiones han sido impuestas por la fuerza sobre aquellos que disienten del ethos comunitario. Precisamente, es en los momentos en que una concepción fuerte de la identidad nacional se esgrime para limitar los derechos de los disidentes –como en el caso de las limpiezas étnicas o la lapidación de las mujeres por motivos religiosos– que una noción magra de ciudadanía ­–neutral, universal e imparcial– puede ser la instancia de protección de estas personas consideradas como ciudadanos de segunda categoría. En estos casos, ya no es el Estado nacional con una concepción no universalista de la ciudadanía el que garantiza el disfrute de los derechos para los disidentes de la comunidad ética sino, más bien, las hipotéticas instituciones del derecho internacional las que pueden apelar a una concepción magra de la ciudadanía para reestablecer la protección jurídica de estas personas perseguidas.
Para articular una concepción magra de la ciudadanía que sea el punto de partida para el surgimiento de instituciones transnacionales eficaces en la protección de los derechos fundamentales, las identidades nacionales tienen que someterse a un proceso colectivo de revisión y crítica. Si se acepta que las identidades comunitarias son construcciones flexibles, entonces es posible reconfigurarlas en un sentido democrático e incluyente, de tal forma que las intervenciones narrativas en el espacio público de los afectados por una concepción cerrada de la ciudadanía puedan contribuir a ampliar la forma en que las sociedades se contemplan a sí mismas. De esta forma, una sociedad tradicional y autoritaria se ve interpelada por todas aquellas personas que en el pasado eran consideradas como invisibles, quienes demandan la aplicación irrestricta de los derechos y la garantía de poder mantener su posición marginal sin recibir afectaciones en su calidad de vida.

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