25 sept 2006

Shostakóvich a 100 años

Dos artículos sobre Shostakóvich en el aniversario de su nacimiento; el primero de mi amigo socialdemocráta Ricardo Becerra en La Crónica de Hoy y el otro del crítico musical Juan Ángel Vela del Campo en El País.

Un siglo sin escuchar a Shostakovich/Ricardo Becerra

La Crónica de Hoy, 25 de Septiembre de 2006.

Todo el mundo sabe que vivimos en el Año Mozart porque hace dos siglos y medio llegó al mundo; muchos menos están enterados que hace cien años un tal Dimitri Shostakovich nació. En el 2006, el austriaco concentra miles de homenajes por todo el globo y su nombre es emblema de los festivales más importantes y masivos; el soviético no llegó siquiera a cien conmemoraciones. En el librote “Historia de la música” (Espasa Calpe, 2001), Mozart aparece citado —ensalzado— 67 veces; Shostakovich una, y eso para informarnos que impuso “una moda fríamente académica… basándose en composiciones estereotipadas”, (¿eco de la Guerra Fría?). Qué duda cabe: el genio de Salzburgo sigue opacando al genio de San Petersburgo.

Así las cosas, escribo estás líneas para celebrar con los lectores que se dejen, su aniversario número cien, pero también, para protestar enérgicamente pues la música del ruso encierra unas paradojas y contradicciones más radicales, más profundas y más cercanas al mundo que conocemos (y a su drama). En ese sentido, creo, Shostakovich todavía no ha sido suficientemente oído.
Fue el principal artista soviético, el emblema estético de la revolución de octubre, la cumbre del realismo socialista. Pero también fue un personaje sistemáticamente acosado, vilipendiado y amenazado; primero por Stalin y luego por la infinita nomenclatura del Partido. Era un convencido comunista, lo que es más, era un privilegiado del sistema, pero también era un músico asombroso que no cabía en el corsé de la ideología oficial. Varias veces tuvo la oportunidad de largarse de la URSS pero se negó siempre, porque incluso en su decrepitud, albergó alguna esperanza de que el socialismo “fuera otra cosa, algo, un paraje más respirable” (Véase Krzysztof Meyer. Shostakovich: su vida su obra, su época. Alianza, la mejor biografía del compositor en español).
Los académicos consideran a Shostakovich como el principal sinfonista del siglo XX, y no obstante —gran paradoja— su música más profunda no se encuentra en sus sinfonías. Esta dualidad es fruto de una negociación implícita: sus obras orquestales (no todas), sus bandas sonoras, himnos y canciones populares seguirían la pauta del realismo socialista; a cambio, en los “géneros menores”, podía dar rienda suelta a su especial modernismo, a los bramidos, chirridos, a esa música extraña e introspectiva que fluyó en sus tríos, cuartetos y quinteto para cámara.
Eso no quiere decir —como han repetido algunos— que la política resida en las sinfonías mientras que, su “verdadero sentimiento”, habite en la música de cámara, todo lo contrario: en todas partes encontramos clarísimas definiciones y temas que aluden y debaten con el contexto y con su mundo. El segundo trío con piano, por ejemplo, se convirtió en “la música más grande jamás escrita sobre el Holocausto” y el cuarteto de cuerdas número 15, fue la formulación angustiosa de su propia biografía ya sin esperanza sobre el irreformable socialismo real.
Desde su ópera Lady Macbeth de 1932, hasta su sinfonía número 7 Leningrado en 1941, su Baby Yar de 1962 ó su cuarteto de cuerda número 13, de 1970, todo, tenía raíces en los sucesos de su país, del mundo, la sociedad o la política que le fue contemporánea. Podríamos seguir con los ejemplos, pero lo importante es subrayar que ninguna otra propuesta del arte se propuso —tan clara, tan a largo plazo, tan explícitamente— testificar, narrar y polemizar con su época y su historia.
Rostropovich (quien hoy mismo dirigirá a la orquesta de San Petersburgo en homenaje) describe así el papel de su amigo: “…siempre creí que acabaría surgiendo alguien… cuya obra habría de transmitir los horrores y las pesadillas de nuestro tiempo, del mismo modo que Goya consiguió aprehender la España dieciochesca; ese hombre no fue un pintor, sino un compositor: Dimitri Shostakovich”.
Hasta cierto punto es natural que fuese un músico, porque bajo la colosal dictadura resultaba imposible decir con palabras o con imágenes, lo que podía sugerirse con las partituras. Shostakovich compuso ceñido a las estructuras convencionales (no inventó lenguaje musical ni nuevas técnicas, tonos o instrumentos, como Stravinsky o Schönberg) pero llevó al límite la composición clásica, mucho más allá de la armonía fácil o de la melodía tópica.
Arraigado en un país y en un proyecto político que lo desarraigaron de todo lo demás (de los músicos que más admiraba, de las corrientes del mundo, de los que él quería); atrapado en una servidumbre hacia superiores tiránicos, metido en una rutina embrutecedora, Shostakovich estaba perfectamente consciente de su tragedia y decidió vivirla y ser engullido por ella. Un héroe moderno al que, creo, estamos obligados a escuchar.
Cien años de Shostakóvich/Juan Ángel Vela del Campo, crítico musical
Tomado de EL PAÍS, 25/09/2006

La cultura de los aniversarios es uno de los motores de la programación musical en casi todos los países. Este año está siendo Mozart el que, con motivo de su virtual 250 cumpleaños, acapara las mayores atenciones, pero a su sombra se han cobijado músicos como Dmitri Shostakóvich (1906-1975), del que hoy, 25 de septiembre, se cumple el centenario de su nacimiento, y, en nuestro país, Juan Crisóstomo de Arriaga y Vicente Martín y Soler, nacido el bilbaíno y fallecido el valenciano en idéntico año, 1806. Cada músico tiene un tratamiento distinto en estas celebraciones, consecuencia lógica de su peso social e histórico. Mozart, por ejemplo, ha servido de excusa para las iniciativas más opuestas.
Este periódico sacó al mercado una colección de discos que fue seguida con fidelidad por un elevado número de lectores y que estimuló a diarios como Le Monde en Francia y el Corriere della Sera en Italia, entre otros, a seguir a su manera el ejemplo, con las mismas obras en las mismas versiones. El Festival de Salzburgo, ha escenificado este verano sus 22 óperas con las estéticas y planteamientos más variados, quedando constancia de la experiencia con la edición en DVD en noviembre de un cofre que contiene todo lo visto y oído. Viena celebra en los dos últimos meses del año, bajo la advocación del nombre de la logia masónica a la que Mozart perteneció -Zur neu gekrönten Hoffnung- y la batuta organizativa del director teatral Peter Sellars, un encuentro de creadores de cine, arquitectura, teatro, artes plásticas, ópera y música, para la elaboración de nuevas producciones inspiradas en las tres últimas obras del compositor -las óperas La flauta mágica y La clemencia de Tito, y el imponente Réquiem- en un intento de diálogo que garantice también desde la invención contemporánea la pervivencia de Mozart en nuestro tiempo. En otras conmemoraciones al hilo de los aniversarios bastante se tiene con poner la categoría de los músicos en su sitio merecido. Es el caso de Arriaga o Martín y Soler, con manifestaciones en su honor de gran calidad en estos meses, tanto alrededor de uno como de otro. Al final de año serán más familiares para la sociedad española, lo que redundará en un enriquecimiento de la cultura musical propia. Es más que suficiente.
La reflexión crítica y los homenajes hacia Shostakóvich son punto y aparte, y tienen poco que ver con los dedicados a Mozart, Arriaga o Martín y Soler, pero probablemente sea el compositor de San Petersburgo el principal beneficiario de la cultura revisionista basada en esa prueba selectiva que exige en 2006 haber nacido o muerto en años que terminen en 06 o 56. Aunque algunos compositores como Schumann, que cumplen también ese requisito, no han pasado de la consolación de alguna pedrea. Pero a lo que íbamos. Shostakóvich sale reforzado de 2006 porque, de una vez por todas, su música se ha valorado masivamente por sí misma, con independencia de sus circunstancias personales y las relaciones con la política de su país. Sobre Shostakóvich han pesado demasiado las leyendas y valoraciones cambiantes en función de intereses ajenos al arte. La situación actual no tiene vuelta atrás. El compositor ruso es admirado hoy por todo tipo de públicos y su figura levanta un reconocimiento firme entre los especialistas, que lo consideran como uno de los compositores imprescindibles del siglo XX. Méritos le sobran. Pero, ¿a qué se debe esta unanimidad tardía?
Al igual que Mozart, Shostakóvich ha compuesto una gran cantidad de obras en los géneros más variados. Creador prototípico de su tiempo, ha manifestado su versatilidad desde la ópera al jazz o al mundo del cine. Y, por supuesto, en la música vocal, instrumental, sinfónica o de cámara. En cierto modo es un símbolo de su época, por su tendencia a la utilización de lenguajes cultos, de vanguardia o tradicionales, en justa correspondencia con los de inspiración popular. Pero sobre todo por su combinación de elementos locales y universales, y, lo que es más significativo, por su compromiso moral y su “nobleza de espíritu”, en el sentido que a ella se refiere lúcidamente en sus ensayos Rob Riemen. Ello frente a las adversidades que supone para un creador haber sido “testigo de la historia” en tiempos de Lenin, Stalin, Jruschov y Bréznev, de guerras mundiales y épocas de deshielo, con las correspondientes acusaciones de “caos en lugar de música”, como publicó Pravda en enero de 1936 a propósito de su ópera Lady Macbeth de Mzensk, y posteriormente de “formalismo”. Shostakóvich resistió a los diferentes ataques adaptando ligeramente a la “estética proletaria” algunas de sus obras, pero sin perder nunca de vista su evolución creadora y sin abandonar su país bajo ningún tipo de presión chantajista. Fue toda la vida un socialista utópico, un comunista a su manera, con carné o sin él.
Su modelo musical es, a grandes rasgos, una mezcla de Beethoven y Mussorgski. Como en la trayectoria del primero los dos grandes pilares de su producción son las sinfonías y los cuartetos de cuerda. Quince de cada género. El último gran sinfonista de la historia de la música es, como decía Sviatoslav Richter, heredero de Beethoven, vía Mahler. Y como a éste, su tiempo le ha llegado. El alma rusa tiene para Shostakóvich, sus raíces inmediatas en Mussorgski, sobre todo, por su faceta de cronista a la vez desgarrado y escéptico, con una carga dramática a la altura de las circunstancias históricas. En el desarrollo de las sinfonías, de 1926 a 1971, se aprecia su progresión creadora. Las hay de todo tipo, desde sarcásticas a militantes, experimentales o extraordinariamente compactas. López Cobos grabó una estimable versión de la primera y la última en su etapa de Cincinnati. En las sinfonías, o en la música orquestal en general, se han lucido por unas u otras razones maestros como Haitink, Mravinski, Kondrashin, Rozhdestvenski, Rostropóvich, Temirkanov, Gergiev, Sanderling, Chailly, Rattle, Jurovski o Jansons. En cualquier caso, y para una aproximación a lo más profundo e íntimo de su música les recomendaría los cuartetos. Cubren un arco temporal menor, de 1938 a 1974, pero suponen la cima del género en el XX, al lado de los de Bartok, y son dignos continuadores de los de Beethoven. Los cuartetos de cuerda son la expresión más pura de la música, ya saben. Los de Shostakóvich fueron escritos con más libertad que otras de sus obras. Son un viaje a lo más hondo del autor. Buenos compañeros para esa travesía son el cuarteto Borodin y, entre los más modernos, tal vez el Emerson.
Desde Kubrick a Almodóvar -La ley del deseo- directores de cine representativos de nuestro tiempo han utilizado en alguna ocasión la música de Shostakóvich. Él la puso directamente al servicio de Kosintsev para ilustrar películas como La nueva Babilonia. La música de Shostakóvich es hoy en todas sus facetas tan familiar como deseada. Da respuesta a muchos de los problemas actuales. Y conserva una carga de misterio, de enigma, de intensidad, de ambigüedad, de poesía, de originalidad, de verdad, que la vuelve singularmente atractiva. El siglo XX tiene en él uno de sus iconos musicales. Y nuestro tiempo un espejo en el que contemplarse.

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