8 oct 2006

Los fundamentalismos

Occidente e Islam/Mário Soares, ex presidente y ex primer ministro de Portugal.

Traducción de Carlos Gumpert

Tomado de EL PAÍS, 07/10/2006
El terrorismo global es un flagelo que está poniendo en cuestión lo que queda del orden mundial (que aún perdura) y que, debido a su carácter imprevisible, nadie puede saber cuándo, cómo ni dónde ataca. El combate contra el terrorismo es, por lo tanto, un imperativo moral y político de capital importancia, que no puede ni debe ser descuidado por los Gobiernos responsables.
Con todo, no puede ser éste un combate ciego, en el que se corra el riesgo de fustigar a poblaciones inocentes o de recurrir a la utilización de medidas de seguridad excesivas que no duden en atentar contra las garantías de los ciudadanos, los derechos humanos y el derecho internacional. Porque, en ese caso, estaremos poniendo en cuestión los valores esenciales que cimientan nuestras sociedades democráticas y les confieren credibilidad política y autoridad moral. Estaremos, sin querer, siguiendo el juego del propio terrorismo.

La lucha contra el terrorismo no puede ser concebida como una “guerra” -y mucho menos como una “guerra preventiva”- entre Occidente y el islam. Porque la simplificación de los conceptos de Occidente e islam es reductiva, peligrosa y, en última instancia, falsa, en la medida en que no toma en consideración la complejidad de los valores que representan y nos conducen a cometer groseros errores (como ya ha ocurrido) y a deslizarnos, paulatinamente, casi sin que nos percatemos, hacia una guerra de tipo religioso, que significaría un retroceso de varios siglos en la historia de la civilización. Sería lo peor que podría sucedernos.

Es posible que algunos valores del llamado Occidente no sean tan universales como juzgábamos a finales del siglo pasado, tras el colapso del universo comunista. A pesar de todo, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por las Naciones Unidas, por unanimidad, en 1948, junto a las diversas cartas de derechos que la completaron en las décadas siguientes, sigue representando la mayor contribución jurídica y política para lo que Leopold Senghor llamaba la “civilización de lo universal”.
La complejidad del islam, su muy excepcional historia y civilización, que tantas valiosas aportaciones ha dado al propio Occidente, antes y después de ese momento de convergencia y de diálogo histórico único que supuso Al-Andalus, la variedad irreductible de sus diferentes corrientes religiosas, aconsejan no confundir el islam con el fundamentalismo global ni tampoco con los llamados países árabes moderados, que, a pesar de ser aparentemente dóciles en relación a Occidente, no pasan de feroces dictaduras o de intolerables teocracias. Por lo demás, el fundamentalismo global no es exclusivo del Islam. Con mayor o menor violencia, no podemos olvidar los fundamentalismos cristiano, judaico o hindú, sólo para citar los más conocidos.

De lo que puede concluirse que el fundamentalismo global no tiene únicamente raíces religiosas, sino también geopolíticas y sociológicas que mucho tienen que ver con el subdesarrollo, con vastas zonas de desempleo, con el hambre, con la cultura de la violencia, que todos los días se insinúa en las televisiones del mundo entero, con la criminalidad internacional organizada y con la humillación, tan ostentosa, del capitalismo financiero y especulador y de los paraísos fiscales.

Por otro lado, Occidente no es hoy un todo compacto ni, mucho menos, homogéneo. La hegemonía de los Estados Unidos -autotitulado imperio benigno- bajo la Administración Bush, se halla en plena carrera hacia un desastre político, económico y sociológico de proporciones inimaginables. La Unión Europea, incapaz de definir una estratégica autónoma en relación con los Estados Unidos, peca por omisión e incapacidad de intervención, carente de un liderazgo con autoridad moral y verdadera dimensión política. Latinoamérica -o Iberoamérica- el tercer polo occidental, está hoy, en el contexto mundial, en acelerada transformación, indecisa entre un radicalismo de raíz populista (mestizo o indígena) y un reformismo moderado de molde más o menos socialdemócrata. Ojalá sean capaces de entenderse entre sí…
Pero el mundo es mucho más vasto que Occidente y el Islam y se halla también en rápido proceso de cambio. Los llamados países emergentes -China, India, Rusia, Brasil, Suráfrica, Indonesia- están al acecho del momento exacto que les ofrezca mejores oportunidades de afirmación. Es natural.
Sólo con una reforma de las Naciones Unidas, de gran calado, que pueda apostar por una especie de alineamiento mundial, podrían encararse -con posibilidades de éxito- los grandes desafíos mundiales: la paz, la eliminación del terrorismo, la erradicación de la pobreza, las amenazas ecológicas que afectan al Planeta, el establecimiento de una reordenación mundial que suponga para los pueblos de la Tierra mayor igualdad, mayor libertad y mayor solidaridad, en el marco de un mundo más justo y humano. El resto no será más que mera retórica, destinada al olvido en el mismo instante en el que los discursos sean pronunciados.
Valores comunes en la lucha contra el terrorismo/John Reid, ministro del Interior británico
Tomado del periódico español ABC, 29/09/2006
Nencesitamos recordarnos a nosotros mismos por qué estamos inmersos en esta lucha contra el terrorismo. No es, y nunca lo ha sido, una guerra contra el islam; es una lucha contra el extremismo, el terror y la intolerancia. Luchamos contra quienes no aceptan los valores de nuestra humanidad compartida; de nuestra interpretación compartida del derecho a la vida, a la igualdad, a la justicia y a la oportunidad. Los principios de devoción a la familia y a la sociedad, a la fe y a las buenas obras no se limitan al islam; son los valores de Gran Bretaña, y los que hoy defendemos con firmeza.
De modo que, ¿cuáles son los valores por los que luchamos? Mis amigos musulmanes me dicen que del Corán podemos extraer una serie de derechos. Por lo que yo entiendo, el Corán nos garantiza, entre otras cosas, el derecho a la vida, el derecho al respeto y a la equidad, el derecho a la justicia, el derecho a la libertad, el derecho a adquirir conocimiento, el derecho a las necesidades básicas, el derecho a la intimidad.
Pero el problema es que la percepción pública de la fe islámica ha sido secuestrada con demasiada frecuencia por quienes toman esta religión pacífica y compasiva y la tuercen y distorsionan para apoyar sus fines violentos. Aclaremos una cosa: no hay democracia ni imparcialidad en los valores de los terroristas, no hay principios de igualdad, justicia u oportunidad para todos, y no hay visión de una sociedad pacífica con los no musulmanes. Bin Laden y sus seguidores representan la antítesis de lo que las personas decentes se esfuerzan por proteger: los derechos de los pobres, los derechos de las mujeres y el derecho a la justicia.

No creo que estos terroristas puedan ser musulmanes en el verdadero sentido de la palabra. Son militantes que intentan alcanzar sus objetivos por la fuerza del terror y la violencia. Envuelven su lenguaje en la retórica de las enseñanzas islámicas, pero su comportamiento contradice los mismísimos principios de la fe islámica. Creen que Occidente encarna el mal y que todos los valores modernos corrompen a los musulmanes cuando, de hecho, son ellos los perversos y crueles y los que están corrompiendo la mente de los jóvenes musulmanes. Son ellos los que intentan destruir la paz y el entendimiento entre los distintos grupos étnicos y confesiones de este mundo.
Y de eso trata la lucha contra el terrorismo. Es un conflicto de valores y no de religiones. Es un conflicto entre los valores islámicos y los valores arcaicos e intolerantes. Es una lucha contra el extremismo, la intolerancia y el terror. Y, a pesar de las afirmaciones de que su guerra es una yihad (guerra santa) contra los infieles, la mayoría de las víctimas de Al Qaida son musulmanas. Sus ataques han masacrado a musulmanes inocentes en Indonesia, Turquía, Egipto, Jordania y Argelia. Y, por supuesto, los musulmanes asesinados en Londres el año pasado.
Los terroristas están librando una guerra violenta e indiscriminada y no podemos limitarnos a esperar a que ataquen para después reaccionar. Todos debemos permanecer atentos y ayudar a evitar cualquier tragedia futura. Y por eso todos debemos mantenernos alerta y tener el valor de decir lo que pensamos.
Estos terroristas están empeñados en destruir nuestra solidaridad y en crear divisiones donde no tiene por qué haberlas. Por lo tanto, las personas decentes tienen que mostrarse igual de decididas y ser igual de listas. Tenemos que demostrarles que somos una sociedad integrada y unida. No debemos permitirles que nos dividan. Estos terroristas están dispuestos a aprovecharse de nuestros jóvenes, a privarnos de nuestros derechos y a restringir nuestras libertades. Y no se equivoquen: no tendrían clemencia. Sustituirían el derecho a la vida por el derecho a la vida sólo para su tipo de musulmanes; sustituirían el derecho a la igualdad por los derechos sólo para los hombres; sustituirían el derecho a la justicia por interpretaciones extremistas de las leyes hudud; harían retroceder el reloj de la historia, y depondrían a gobiernos legítimos y democráticos. Y no pararían de asesinar a musulmanes y no musulmanes. Desde su perspectiva no existe el acuerdo, y su mente no prevé la paz entre musulmanes y no musulmanes.
Se acabaron los días de enterrar la cabeza en la arena. Los extremistas se presentan con sus pensamientos llenos de odio, empiezan por proscribir a las mujeres e intimidar a la mayoría musulmana y luego lavan el cerebro a los jóvenes. Abusan de su versión pervertida del islam y nos convertirían a todos en víctimas.
Tenemos mucho trabajo por hacer para combatir la amenaza del terrorismo. Pero una cosa es cierta: no podemos hacerlo solos. La amenaza del terrorismo es una amenaza común para todos. Las bombas asesinas no discriminan entre viejos y jóvenes, soldados y civiles, hombres y mujeres, musulmanes, cristianos, judíos o aquéllos sin confesión religiosa. Sólo podremos plantar cara y finalmente derrotar al enemigo común que nos amenaza a todos mediante el esfuerzo de todos los que perseguimos un propósito común.

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