11 jun 2007

La agenda mundial la dicta el miedo

La política del miedo/Antoni Segura, catedrático de historia contemporánea y director del Centre d’Estudis Històrics Internacionals de la Universidad de Barcelona
Tomado de EL PAÍS, 09/06/07;
Amnistía Internacional es una organización independiente que vela por los derechos humanos y que se financia con las aportaciones de 2,2 millones de personas. Sus informes son rechazados por los regímenes totalitarios, constituyen una fuente de legitimidad para quienes luchan por las libertades y resultan molestos para algunos Estados democráticos que aplican políticas poco acordes con dichos derechos.
La principal reflexión de la secretaria general de AI, Irene Khan, sobre el informe de 2007 (2006) es que la agenda mundial la dicta el miedo, lo que genera inseguridad, intolerancia y el menoscabo de los derechos humanos en nombre de la seguridad. El miedo al “otro”, al terrorismo, a las armas de destrucción masiva, fomentado por dirigentes sin escrúpulos, nos aboca al callejón sin salida de la conculcación del Estado de derecho y los derechos humanos, de las desigualdades, de la xenofobia y de la violencia. La política del miedo se justifica por la amenaza de grupos armados que también conculcan los derechos humanos. Unos y otros se retroalimentan y el miedo paraliza las mentes y otorga el poder a quienes lo saben manipular.
En las sociedades desarrolladas, el miedo a una invasión de inmigrantes produce leyes de extranjería cada vez más restrictivas, que afectan incluso a los refugiados y asilados políticos. Los efectos perversos de la globalización -desigualdad y polarización social- engendran una falsa dicotomía -el miedo de los ricos a la emigración no regulada y el de los pobres al capitalismo desenfrenado- que podría superarse promoviendo “los derechos económicos y sociales”.
Es, sin embargo, en la lucha contra el terrorismo “donde brotan las manifestaciones más dañinas del miedo”, pues justifica la discriminación y la xenofobia y la persecución de la disidencia. El cierre de diarios, los asesinatos de periodistas e intelectuales, la islamofobia y el antisemitismo están a la orden del día en muchos países. Paralelamente, crecen las manifestaciones antioccidentales que, a menudo, son hábilmente manipuladas por regímenes autoritarios. Al mismo tiempo, se promulgan leyes restrictivas de las libertades, se mantienen situaciones de clara irregularidad jurídica (Guantánamo) o se permiten “cárceles secretas”, donde se practica la tortura con toda impunidad. Pocos gobiernos escapan a estos comportamientos: unos alentándolos fuera de sus fronteras; otros poniéndose al servicio de aquéllos. Los gobiernos deben garantizar la seguridad, pero no a costa del Estado de derecho y los derechos humanos, ni adoptando unas políticas antiterroristas ineficaces.
Además, el miedo supone un retroceso en la lucha por la igualdad de género. Se le utiliza para criminalizar a las defensoras de los derechos humanos que sufren una doble persecución -como activistas y como mujeres- por parte de unos Estados autoritarios que no consienten la crítica, ni el desafío a unas “estructuras de poder patriarcales que sojuzgan a las mujeres, toleran la discriminación y favorecen la violencia de género”. Asesinatos, violaciones, discriminación legal, laboral y educativa siguen siendo “los abusos más graves y habituales que se cometen contra los derechos humanos”. “¿Dónde están los recursos para combatir el terror sexual contra las mujeres?”. Eso sí, gastamos energías en discutir sobre el velo de las mujeres musulmanas, que se ha convertido “en símbolo de opresión” para unos y en “atributo esencial de libertad religiosa” para otros. Es inadmisible que se obligue a las mujeres a llevar velo en Arabia Saudí o en Irán, pero también que se prohíba por ley llevar la cabeza cubierta en Turquía o en Francia. “Es un desatino que un trozo de tela es un obstáculo serio para la armonía social… Los gobiernos y los líderes religiosos tienen la obligación de crear un entorno en el que toda mujer pueda tomar esa decisión” libremente.
Por último, el menoscabo de los derechos humanos propicia la aparición de grupos violentos que cuentan con apoyos crecientes entre poblaciones sometidas a todo tipo de abusos. En Afganistán, la no reconstrucción del país y la ausencia de un Estado de derecho han generalizado la inseguridad, la corrupción, la miseria y las víctimas de las operaciones militares de tal manera que los “talibanes se han aprovechado del vacío político, económico y de seguridad para controlar amplias partes del sur y el este del país”. En Irak, la ocupación ha desembocado en una violencia que “se ha cebado con los derechos humanos y el derecho humanitario” sin que el Gobierno ni las fuerzas de ocupación hagan nada por impedirlo -más bien al contrario-, mientras el país se desangra en una guerra sectaria y el mundo se ha convertido “en un lugar menos seguro”. En Gaza y Cisjordania, la población vive atrapada entre las luchas de las milicias de Hamás y Fatah, los bombardeos israelíes, las restricciones a la libertad de circulación, la expansión de los asentamientos y la construcción del muro. Todo ello ha estrangulado la economía y ha radicalizado a una población que no ve el final de la ocupación. En Líbano, el riesgo de la violencia sectaria es cada vez mayor tras la guerra de Israel contra Hezbolá del 2006. Hay analistas que ya pronostican “un panorama aterrador de Estados que se desintegran, desde el Hindu Kush hasta el Cuerno de África”.
Sin embargo, advierte Irene Khan, no debemos dejarnos invadir por el “síndrome del miedo” y apostar por un “enfoque basado en la sostenibilidad y no en la seguridad”, porque la “estrategia sostenible fomenta la esperanza, los derechos humanos y la democracia… La sostenibilidad requiere un fortalecimiento del Estado de derecho y de los derechos humanos, en el ámbito nacional e internacional”. Y concluye: “El poder de las personas transformará el rostro de los derechos humanos en el siglo XXI. Más que nunca, la esperanza está viva”. Quizás todavía estemos a tiempo.

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