¿Se evitará la cuarta guerra del Golfo?/Haizam Amirah Fernández, investigador principal de Mediterráneo y Mundo Árabe, Real Instituto Elcano
Tomado de REAL INSTITUTO ELCANO, ARI Nº 62/2007 - 31/05/2007
Tema: La expulsión de los talibán de Afganistán y el fracaso neoconservador en Irak han fortalecido el papel de los chiíes y de Irán en Oriente Próximo. ¿Se evitará una nueva guerra regional? [*]
Resumen: Durante las últimas décadas, la región del Golfo Pérsico ha sido una de las más castigadas por los conflictos bélicos, la lucha por el control de los recursos energéticos, las rivalidades políticas y la ingerencia de potencias externas. La erupción de Irán como actor clave con aspiraciones de hegemonía regional representa uno de los mayores desafíos a los que se enfrenta Estados Unidos desde su posición de hiperpotencia mundial. Con el fin de frenar las ambiciones de Teherán, Estados Unidos podría tratar –no sin dificultades– de combinar dos doctrinas empleadas en el pasado con Irán e Irak: el “equilibrio de fuerzas” y la “doble contención”, pero esta vez a escala regional. Una cuarta guerra del Golfo podría tener consecuencias mucho más graves para el sistema internacional que las tres guerras anteriores juntas.
Análisis
Durante las últimas décadas, la región del Golfo Pérsico ha sido una de las más castigadas por los conflictos bélicos, la lucha por el control de los recursos energéticos, las rivalidades políticas y la ingerencia de potencias externas. El triunfo de la Revolución Islámica en Irán en 1979 proporcionó los apoyos occidentales que el Irak de Saddam Husein necesitaba para iniciar una guerra contra el régimen de los ayatolás. La primera guerra del Golfo (1980-1988) terminó sin vencedores ni vencidos, aunque para ello se sacrificará a centenares de miles de personas. Otra vez, Saddam Husein quiso creer en 1990 que contaba con el apoyo occidental para invadir y apoderarse de Kuwait. Lo que provocó, en cambio, fue la mayor coalición internacional en los tiempos modernos que lo expulsó por la fuerza durante la segunda guerra del Golfo (Operación Tormenta del Desierto) en 1991. Además de las bajas que causó la contienda, el embargo internacional que pesó sobre la población iraquí desde 1990 hasta 2003 aumentó el sufrimiento de una población duramente castigada por su propio régimen tiránico, causando la muerte de centenares de miles de iraquíes (sobre todo menores de edad). Saddam Husein fue de nuevo el pretexto para que en 2003 Estados Unidos reuniera a una coalición menos representativa que la anterior, en esta ocasión más occidental que internacional, con el objetivo de provocar un cambio de régimen en Bagdad. Cuatro años después de la eliminación política de Saddam y varios meses después de su polémica ejecución, la inestabilidad en la región del Golfo no ha disminuido, sino todo lo contrario.
La erupción de Irán como actor clave con aspiraciones de hegemonía regional representa uno de los mayores desafíos a los que se enfrenta Estados Unidos desde su posición de hiperpotencia mundial. El régimen de los ayatolás siempre soñó con extender su influencia fuera de sus fronteras, aunque eso no fue posible mientras existió el dictador de Bagdad. Irónicamente, los dirigentes iraníes pueden estar agradecidos a la actual Administración de su archienemigo, Estados Unidos, por el auge del poder chií en Oriente Medio. La expulsión de los talibán del poder en Afganistán en 2001 y el poco exitoso cambio de régimen en Irak han fortalecido el papel de los chiíes en toda la región. La llegada a la presidencia de Irán del populista y desafiante Mahmud Ahmadineyad en agosto de 2005 amplificó las consecuencias de la ruptura de los equilibrios de fuerzas que había causado la Administración de George W. Bush con su aventura iraquí. Las ambiciones nucleares iraníes y algunas declaraciones incendiarias de su presidente, enardeciendo el espíritu nacionalista en el interior y buscando la provocación en el exterior, mantienen al mundo en vilo ante un posible ataque estadounidense o israelí contra objetivos iraníes. La pregunta es si, al igual que ocurrió en septiembre de 1980, en agosto de 1990 y en marzo de 2003, los errores de cálculo y los engaños de dirigentes ineptos y megalómanos podrían llevar al Golfo a una cuarta guerra, cuyas graves consecuencias se extenderían, con toda seguridad, más allá de la región.
Equilibrio de fuerzas y doble contención
Los objetivos estratégicos de Estados Unidos en el Golfo Pérsico han estado, desde hace décadas, condicionados por dos factores: el petróleo y el Estado de Israel. El interés principal de Washington en la región del Golfo ha sido y es garantizar la protección de regímenes amigos que, a su vez, aseguren el suministro de crudo, su libre salida por el estrecho de Ormuz y su comercialización a precios razonables en el mercado internacional. El objetivo a largo plazo es la supervivencia de dichos regímenes amigos que controlan enormes reservas de hidrocarburos. Consideraciones como los valores democráticos o el respeto de los derechos humanos han estado siempre por detrás de los intereses energéticos. El segundo motor de la política estadounidense en Oriente Medio es garantizar la supremacía del Estado de Israel como su máximo aliado y guardián de sus intereses en la región.
La primera guerra del Golfo vio el nacimiento de un eje Estados Unidos-monarquías sunníes-Irak, en el que este último actuó como freno ante las declaradas intenciones de expansión de la Revolución Islámica del ayatolá Jomeini. Saddam Husein creyó que los apoyos externos garantizarían la realización de sus proyectos hegemónicos. Sin embargo, Washington veía su asociación estratégica con el régimen iraquí desde la lógica de la “guerra preventiva” frente a un régimen iraní, revolucionario y expansionista, que amenazaba la seguridad del Golfo y de sus fuentes energéticas. En el contexto de la Guerra Fría, Irak era la “opción menos mala”, y apoyarlo activamente era una forma de contener la expansión de la influencia soviética. Ante la asimetría estratégica y la vulnerabilidad militar de Irak, Estados Unidos y algunos países europeos le prestaron en distintos momentos apoyo vital tanto en la planificación de sus operaciones militares como mediante la provisión de armas, incluidos agentes y componentes necesarios para fabricar armas de destrucción masiva. Los aliados de Saddam nunca vieron con buenos ojos su excesivo afán de protagonismo en la región. Con el fin de evitar tanto su victoria como su derrota, Estados Unidos siguió una política de “equilibrio de fuerzas” con Irak e Irán. Por una parte, se abstuvo de condenar el uso de armas químicas en decenas de ocasiones por parte del Ejército de Saddam contra militares y civiles iraníes (y también contra su propia población). Por otra parte, cuando el régimen teocrático de Teherán se vio seriamente debilitado y al borde de la derrota, algunos en Washington no dudaron en venderle armas, según quedó evidente cuando se destapó el escándalo “Irán-Contra” en 1986.
A pesar de la guerra irano-iraquí y de ataques ocasionales contra petroleros en el Golfo, el petróleo siguió fluyendo sin dificultades a unos precios considerablemente bajos durante la década de 1980. Con Irán militar y económicamente exhausto, un Saddam fuertemente armado esperaba su recompensa como “salvador” de los intereses occidentales y árabes. Su impericia como estratega lo llevó a invadir otro país (Kuwait), y su obstinación típica de los líderes dogmáticos le impidió reconocer sus errores y corregirlos a tiempo. El resultado fue la segunda guerra del Golfo, amparada por un amplio consenso internacional y con el apoyo de casi todos los países vecinos de Irak. A pesar de haber agredido a cuatro de esos vecinos (Irán, Kuwait, Arabia Saudí e Israel) y de seguir suponiendo una amenaza para la paz y la seguridad de Oriente Medio, la Administración de George H. W. Bush decidió mantener al régimen de Saddam, intacto aunque debilitado, en el poder con el fin de disuadir a Irán de reavivar sus viejos sueños de convertirse en potencia regional. La Administración de Bill Clinton, por su parte, optó por seguir una estrategia de “doble contención” (dual containment), cuyo objetivo era contener las capacidades militares iraquíes y al mismo tiempo aislar a Irán y limitar su influencia en la región. La ventana de oportunidad para aproximar posiciones entre Irán y Occidente tras la elección del reformista Mohamed Jatamí en 1997 no fue aprovechada debidamente, a pesar de que éste contaba inicialmente con un amplio apoyo de una población joven deseosa de cambios y apertura al exterior.
Guerra preventiva
Los atentados del 11-S y la interpretación estadounidense de la política internacional en términos maniqueos a partir de ese momento transformaron las viejas estrategias de “disuasión” y “contención”, propias de la Guerra Fría y de un mundo multipolar, en nuevas y más agresivas estrategias preventivas e impositivas. Con la “guerra global contra el terrorismo” declarada por el presidente Bush como telón de fondo, los neoconservadores lograron imponer su doctrina de “guerra preventiva”, cuyo primer objetivo consistía en derrocar el régimen de Saddam Husein, que era visto como una amenaza estratégica a largo plazo a los intereses de Estados Unidos y de sus aliados en el Golfo. La supuesta posesión por parte de Irak de armas de destrucción masiva y la supuesta vinculación de su régimen con movimientos terroristas internacionales fueron las excusas utilizadas por los partidarios de la guerra para invadir el país árabe en marzo de 2003. Pocos años han hecho falta para demostrar que la tercera guerra del Golfo se basó en motivaciones falsas y que los promotores de la invasión no dijeron la verdad a sus opiniones públicas. Resulta llamativo que los Estados vecinos de Irak, que deberían ser los más preocupados por las amenazas que suponía ese país según los neoconservadores, se mostraran contrarios a los planes de la Casa Blanca por considerar que estos ponían en riesgo la estabilidad de la región, lo que resultaba más grave que la continuidad de Saddam. De los vecinos inmediatos de Irak, sólo Kuwait se sumó a la coalición encabezada por Estados Unidos, mientras que Turquía, país miembro de la OTAN, le negó el uso de su territorio para llevar a cabo la invasión.
Estados Unidos se alineó con Irak en los años ochenta para evitar la expansión del radicalismo islamista y del terrorismo internacional vinculados con el régimen iraní, lo que habría generado inestabilidad en el Golfo y amenazado a la economía internacional que depende de su petróleo. Resulta irónico que, dos décadas después, Estados Unidos atacara a Irak alegando esos mismos motivos y que haya contribuido a aumentar la inestabilidad en dicha región como consecuencia de un deficiente diagnóstico y una peor ejecución de sus planes. En Oriente Medio, las armas de destrucción masiva son como un genio en una botella: en la primera guerra del Golfo, Estados Unidos contribuyó a que el genio saliera. En la segunda empezó a devolverlo dentro, mientras que en la tercera intentó sellar la botella con el genio en su interior. Ahora sabemos (aunque ya se tenían muchos indicios) que en Irak no existían dichas armas en 2003. El problema es que, a raíz del nuevo equilibrio de fuerzas, Irán ahora hace todo lo posible por dotarse de avanzada tecnología nuclear, oficialmente para fines pacíficos. Lo alarmante es que esa misma tecnología podría tener usos militares en un futuro, con lo que Irán se colocaría, por fin, en una posición de potencia regional con la que habrá que contar para todo. El genio parece estar otra vez fuera de la botella, aunque en esta ocasión el precio de volver a meterlo es sumamente elevado. En las condiciones actuales, ese precio podría ser ya inasumible para la comunidad y la economía internacionales.
Doble fracaso neoconservador
La invasión de Irak ha sido un fracaso rotundo si se hace un balance de los objetivos declarados de los neoconservadores, consistentes en reemplazar el régimen baazista por otro aliado de Estados Unidos, convertir Irak en un modelo de democracia para toda la región y dar un ejemplo para futuros cambios de régimen en países conflictivos como Irán y Siria, todo ello con el fin de remodelar el llamado Gran Oriente Medio. En lugar de eso, Irak es hoy un Estado prácticamente fallido, máximo exponente regional de inestabilidad interna, foco contagioso del radicalismo etnorreligioso y terreno fértil para el avance de grupos violentos y yihadíes. La ruptura de los equilibrios de fuerzas, tanto internos como regionales, no está dando paso a un nuevo orden más estable y pacífico en Oriente Medio. Por tanto, el fracaso de quienes defendieron e hicieron la guerra es doble: dentro de Irak la situación es caótica y la violencia es generalizada a pesar de los distintos planes de seguridad diseñados desde Washington. Para una mayoría de los iraquíes, su país hoy no es más seguro, democrático ni cohesionado que cuando gobernaba Saddam Husein con puño de hierro.
El segundo fracaso se produce en el plano regional, puesto que el nivel de tensión no ha disminuido en los últimos cuatro años y el desafío que presenta Irán con sus planes de hegemonía regional resulta preocupante. A eso hay que sumar que el coste humano y económico de la guerra no deja de aumentar, al igual que la oposición dentro de Estados Unidos a la permanencia indefinida de sus tropas en Irak. Por si fuera poco, las iniciativas estadounidenses de promoción de la democracia han quedado seriamente desacreditadas en los países árabes pocos años después de su nacimiento. Pocos elementos positivos se pueden encontrar en un país que es, a día de hoy, la principal escuela internacional para la formación de terroristas suicidas, el primer productor mundial de coches bomba y el laboratorio regional de un fenómeno de desintegración que podría resultar catastrófico de extenderse.
Ruptura de equilibrios y búsqueda de nueva doctrina
La sacudida violenta que ha provocado la invasión de Irak, el incesante proceso de descomposición que sufre ese país y la imagen de impotencia que está dando Estados Unidos han hecho que la posición estratégica de todos los actores regionales esté en proceso de transformación. Todos ellos tratan en la actualidad de proteger sus intereses, formar alianzas, evitar amenazas potenciales, disuadir a sus enemigos y aumentar su capacidad de influencia en la nueva configuración de fuerzas que se está estableciendo. En ausencia de un Irak mínimamente cohesionado, era inevitable que Irán tratara de convertirse en una potencia regional. De hecho, tanto la estrategia estadounidense de contrarrestar las fuerzas de Irán e Irak durante la primera guerra del Golfo como la doctrina de “doble contención” posterior a la segunda guerra partían de esa base. Un error fundamental de los neoconservadores fue plantearse sólo los escenarios favorables a sus tesis cuando planificaron la invasión de Irak. Muchos están pagando en estos momentos el precio de esa temeridad, empezando por los propios iraquíes, pero también el mismo Estados Unidos, cuyos intereses, credibilidad e imagen en Oriente Medio han salido seriamente perjudicados.
El auge del poder chií está haciendo que los países árabes sunníes se sientan inquietos por los planes de Irán y por su creciente influencia dentro de Irak y en otros puntos de la región. En el complejo escenario medio-oriental, todos los conflictos están interconectados de una u otra forma, e Irán está cada vez más presente en la conflictiva situación que se vive en Líbano y Palestina mediante sus lazos con Hezbolá y Hamás. También está aumentando su influencia en países árabes del Golfo como Arabia Saudí (la población de la Provincia Oriental, rica en petróleo, es en un 75% chií), Bahrein y Kuwait. Tanto Estados Unidos como sus aliados regionales e internacionales siempre han evitado que se concentrara demasiado poder en manos de un solo país del Golfo. Esa situación cambiaría si Irán se convierte en una potencia regional de facto, sobre todo si se dota del arma nuclear, con el riesgo consiguiente de que se forme un “petrolistán” chií en el Golfo que incluya a Irán, el sur de Irak, la Provincia Oriental de Arabia Saudí y Bahrein.
Algunos países sunníes podrían apoyar –si no lo hacen ya– a los insurgentes correligionarios en Irak frente a las milicias y a las instituciones estatales dominadas por los chiíes, lo que convertiría a Irak en un campo de batalla entre Irán y sus vecinos árabes. El hecho de que ese posible conflicto se produzca a partir de líneas divisorias etnorreligiosas debe ser motivo de preocupación para los países que tienen unas importantes minorías chiíes o cuyas sociedades cuenten con una diversidad confesional, como Líbano, Siria, Jordania y Egipto. Asimismo, las aspiraciones étnicas surgidas a raíz del aumento del poder kurdo en el norte de Irak están alentando el activismo de las poblaciones kurdas de Turquía, Siria e Irán, lo que podría enfrentarlas con los poderes centrales, o incluso enfrentar a esos países con el resquebrajado Estado iraquí.
La actual Administración estadounidense, que se esfuerza por salvar la cara en Irak y sortear los crecientes problemas en casa, parece haberse quedado sin una doctrina claramente definida para la región del Golfo y, en general, para Oriente Medio, con la que hacer frente a las dificultades que se le plantean. Según la Estrategia de Seguridad Nacional, presentada por la Casa Blanca en marzo de 2006, Irán es el país que representa un mayor reto para Estados Unidos. Con el fin de frenar las ambiciones de Teherán, Estados Unidos podría tratar –no sin dificultades– de combinar dos doctrinas empleadas en el pasado con Irán e Irak: el “equilibrio de fuerzas” y la “doble contención”, pero esta vez a escala regional. Algunos observadores ven en las repetidas referencias que la secretaria de Estado estadounidense, Condoleezza Rice, ha hecho en tiempos recientes al “CCG+2” (los seis países del Consejo de Cooperación del Golfo más Egipto y Jordania) como una prueba de que Estados Unidos desea crear un frente árabe/sunní para contrarrestar la influencia persa/chií en la zona. Del mismo modo, se trataría de sustituir el enfrentamiento árabe-israelí por otro árabe-persa o sunní-chií como forma de crear un nuevo orden regional en el que no puedan surgir nuevos competidores para Israel. Esta opción, aunque tentadora para algunos, entraña un riesgo elevado para la estabilidad de la región y del conjunto del sistema internacional, tal como parecen haber comprendido algunos países aliados de Estados Unidos.
Movimientos regionales
En los últimos tiempos se está produciendo un distanciamiento entre algunos países árabes pro occidentales (los llamados “moderados”), como Arabia Saudí, Egipto y Jordania, y Estados Unidos. La desatención por parte de la Administración Bush de la diplomacia para resolver los conflictos israelo-árabes, su apoyo incondicional a las operaciones militares israelíes en Líbano y Gaza, sumado a las percepciones altamente negativas que las poblaciones árabes tienen de esta Administración, está aumentando el grado de oposición interna al que se enfrentan los países árabes todavía aliados de Washington. Un elemento alarmante a tener en cuenta ahora, y que no existía en su forma actual durante las dos primeras guerras del Golfo, es el movimiento yihadí transnacional, cuya amenaza alcanza a todo el planeta y que se ve fortalecido en situaciones de crisis y falta de orden. De extenderse la violencia sectaria por Oriente Medio a raíz de las luchas que se están produciendo dentro de Irak y en otros puntos de la región, dicho movimiento se vería fortalecido, mientras que los sectores moderados y partidarios del diálogo de esas sociedades serían, una vez más, silenciados.
Ante el inquietante panorama regional, Arabia Saudí ha asumido el liderazgo de los 22 países árabes y su diplomacia está esforzándose por desactivar las crisis que sacuden la región. Una mediación saudí permitió a los palestinos alcanzar el acuerdo de La Meca en febrero pasado, por el que el movimiento islámico Hamás y los nacionalistas de Fatah se comprometieron a formar un gobierno de unidad nacional que pusiera fin a sus luchas sangrientas. Con esa mediación Arabia Saudí espera alejar a Hamás de la influencia iraní, y al mismo tiempo ganarse la aprobación de las sociedades islámicas como mediador en las disputas que les afectan. Los saudíes también tratan de pacificar el frente interno libanés mediante el diálogo con las partes enfrentadas y con Siria, país este que sigue ejerciendo una influencia, no siempre positiva, en su vecino occidental. Pero la iniciativa saudí más ambiciosa hasta el momento ha sido acoger en Riad a finales de marzo pasado la decimonovena cumbre de la Liga de los Estados Árabes. En un gesto de inusual sinceridad y autocrítica, el rey saudí declaró que los países árabes sufren las consecuencias de los desastres que causan sus dirigentes, pero también criticó a su aliado estadounidense al hablar de la “ocupación extranjera ilegítima de Irak”, para sorpresa y malestar de Washington. El creciente papel de protagonismo regional que está jugando Riad evidencia, entre otras cosas, la menguante presencia de Egipto en la escena regional.
Una de las principales decisiones de la cumbre de Riad fue relanzar la iniciativa de paz árabe, diseñada por Arabia Saudí y presentada en la cumbre árabe de Beirut de 2002, por la que todos los países árabes ofrecen la plena normalización de sus relaciones con Israel a cambio de que este país se retire de los territorios que ocupó en la guerra de los Seis Días en 1967. Frente a la tendencia de la actual Administración estadounidense a “resolver” los conflictos mediante la amenaza del uso de la fuerza, Arabia Saudí y otros países árabes mantienen canales de comunicación con Irán y sus aliados para evitar la confrontación abierta, para lo cual se requiere reconocer al país persa como un actor influyente y al mismo tiempo persuadirlo para que se integre en el sistema regional como país proveedor de seguridad. La visita del presidente ruso, Vladímir Putin, a Arabia Saudí, Jordania y Qatar el pasado febrero refleja el interés árabe por diversificar sus apoyos ante las crisis que vive Oriente Medio, así como la voluntad de Rusia de tener un mayor protagonismo en temas de seguridad y en la política energética de esta región estratégica.
Tragedia en tres actos, ¿y un epílogo?
Una cuarta guerra del Golfo podría tener consecuencias mucho más graves para el sistema internacional que las tres guerras anteriores juntas. La respuesta de Irán en caso de ser atacado su territorio no se limita a aspectos puramente militares, sino también a su capacidad de generar una mayor inestabilidad regional e interrumpir la salida de petróleo del Golfo Pérsico, así como lanzar ataques terroristas fuera de sus fronteras. Irán busca elevar su estatus y ser reconocido como interlocutor necesario a la hora de buscar una solución global para los conflictos de la región, algo que Washington no se ha mostrado dispuesto a aceptar hasta ahora. Cabe señalar que tanto Bush como Ahmadineyad son unos dirigentes fuertemente ideologizados que se enfrentan a problemas en casa (derrota republicana en las elecciones al Congreso estadounidense en noviembre de 2006 y fracaso de los protegidos de Ahmadineyad en las elecciones municipales y a la Asamblea de Expertos celebradas en Irán un mes más tarde). Esto podría dificultar cualquier plan de ataque que iniciase la cuarta guerra del Golfo, salvo que alguno opte por la huida hacia delante como forma de acallar las voces críticas.
La ausencia de una negociación política, sumada a la desconfianza profunda y falta de comunicación, especialmente entre Estados Unidos e Israel por un lado e Irán y Siria por otro, hacen que estos países se estén preparando para el peor escenario posible. De ahí que sea necesaria la labor de mediación que realizan países que tienen más que perder que ganar si se desata un enfrentamiento armado. Irán y Siria son, juntos y por separado, parte del problema al que se enfrentan Estados Unidos y sus aliados en Oriente Medio. Precisamente por eso se les debe incorporar como parte de la solución. Así lo ha entendido la presidenta de la Cámara de Representantes estadounidense, Nancy Pelosi, que visitó Damasco a principios de abril y que ha insinuado que visitará Teherán para entrevistarse con su presidente. En ese sentido, la Unión Europea debería plantearse si está haciendo todo lo posible para defender sus intereses vitales en la zona.
Conclusiones: La actual Administración estadounidense es, probablemente, una de las que menos han entendido las dinámicas políticas y sociales que rigen Oriente Medio. Existen dos elementos presentes en su política exterior hacia Irán que son difícilmente compatibles: por un lado exigir al régimen iraní que cese su programa de investigación nuclear, concretamente el enriquecimiento de uranio, y al mismo tiempo emplear la retórica de cambio de régimen en Teherán. Es decir, mostrar la voluntad de cambiar el mismo régimen al que se le pide colaborar de buena fe. Sería más útil concentrar los esfuerzos en lo primero y colaborar de forma tranquila para que lo segundo ocurra desde el interior. Ante todo, hace falta establecer un marco de seguridad regional en el Golfo, inexistente en estos momentos, en el que los intereses vitales de todos los países estén asegurados, de forma que no los intenten defender de forma unilateral. Si es cierto que Irán desea la energía nuclear para fines pacíficos, debería anunciar en un plazo breve que, tras haber alcanzado su objetivo de enriquecer uranio para generar energía, abre todas sus instalaciones a las inspecciones internacionales. La comunidad internacional, a su vez, debería apoyar la firma de un tratado para la suspensión del enriquecimiento de uranio y reprocesamiento de plutonio en todo Oriente Medio, incluido Israel, con la posibilidad de establecer acuerdos bilaterales de control y verificación, así como la posible explotación conjunta de la tecnología nuclear para usos civiles. De esa forma Oriente Medio daría media vuelta en su actual rumbo hacia el abismo, y los dirigentes políticos actuales serían reconocidos por haber evitado más tragedias y sufrimiento a sus pueblos.
[*] Este análisis ha aparecido en la sección “Estudios del Real Instituto Elcano”, Política Exterior, nº 117, mayo-junio 2007, págs. 77-85.
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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