15 ago 2007

Diego Rivera el marido de Frida

El marido de Frida/Jorge G. Castañeda
Tomado de Reforma, 15/08/2007;
Trataré una noche de jueves de evitar las colas interminables y afortunadas para visitar la exposición de Frida Kahlo en Bellas Artes, antes de que cierre. Lo haré por compromiso más que por entusiasmo ya que supongo que sería políticamente muy incorrecto no recorrer las salas y no poder luego comentar en las cenas y salones todas las extraordinarias impresiones que me provocó el talento deslumbrante de la heroína de miles de feministas y sus acompañantes en el mundo.
Pero confesaré en las reuniones más íntimas y selectas mi asombro ante el poder inmenso de la corrección política, ya no sólo en París y Nueva York, sino también en Bellas Artes, México. Porque dicha corrección política ha logrado algo que ni siquiera los Rockefeller pudieron hacer: borrar no sólo de las paredes de "The Rock" en la 5a. avenida los rostros de Lenin y Trotsky, sino la memoria de Diego Rivera en el seno de un pueblo entero. Diego seguramente se revuelca en su tumba -solo, o como solía ser el caso, acompañado- al ver cómo pasó de ser uno de los grandes artistas del siglo XX al simple marido de Frida.
Los extraordinarios murales del Palacio, de la SEP, de Chapingo, del domingo en la Alameda, de Detroit y la prolongada evolución de su prolífica obra de caballete, desde el cubismo parisino hasta los retratos abstractos de benefactoras-beneficiarias, todo se pierde ante el aplastante carisma silofeminista de las dos Fridas. Más aún la verdadera militancia política de Diego, desde ser prácticamente uno de los fundadores del Partido Comunista Mexicano, junto con el hindú Manabendra Nath Roy, el suizo Woog, y el malrauxiano Borodin, su acogida, audacia y cronocasta a Trotsky; su compromiso de una vida entera con una causa cuya aberración no llegó a conocer; todo eso empalidece frente a la otra causa, la que las mujeres de hoy le inventaron a una mujer sufrida por sus desgracias personales no por las de la sal de la tierra.
No es que su único mérito haya consistido en ser compañera de Diego, tampoco. Como el único mérito de Cristina Fernández, y de Hillary Clinton no es ser esposas de Kirchner y Bill. En los tres casos se trata, como en otros de mujeres dotadas de talento innegable, que sin embargo no sabemos si hubiera florecido en ausencia de sus parejas. Pero sí sabemos que, a diferencia de Diego, ellas no lograrán borrar el recuerdo de sus cónyuges. No habrá Madonna que compre un tailleur de Cristina o un vestido de gala de Hillary; no habrá más biografía de Cristina Fernández que la de Olga Wornat; y seguramente Jennifer Aniston no hará el papel de la señora Clinton dentro de 20 años.
La corrección política no es nueva ni privativa de México de las feministas. El arte, la literatura, la música y el cine (del siglo XX) encierran siempre valores intrínsecos y efectos de moda. Antes la combinación estaba sólo al alcance de las élites; hoy la cola en Bellas Artes se extiende hasta la Alameda. Millones y millones leen a García Márquez, ven a Spielberg, y escuchan a Lennon y McCartney; pero nunca ha habido filas interminables en el Art Institute of Detroit, o siquiera en Palacio. Diego quiso hacer arte para las masas y su única creación de masas, y que sí cundió en el corazón y la mente de los pueblos... fue una de sus esposas: Frida. La corrección política puede ser la moda cultural y política masificada. Va junto con pegado. Todo parece indicar que no se puede extender la cultura y la militancia al ámbito de una izquierda de masas sin esta corrección política. Es el precio a pagar y bien vale una misa.
La última vez que alguien lloró a Diego Rivera fue en 1957 cuando murió, recién retornado, ya desahuciado, de esa Unión Soviética cuya medicina tantos creyeron entonces, como creen ahora en la de La Habana. La última gran retrospectiva de Diego, que es efectivamente una pesadilla para todo curador ya que por definición sus obras magnas, a saber sus murales no pueden ser incluidos, fue en Filadelfia, sin considerar la de caballete organizada por Dolores Olmedo en el Tamayo en los ochenta. Quizás falta de crear el verdadero museo nacional de arte, donde hubiera podido caber la Colección Gelman para no ser enviada al Met, se podría un día presentar esta retrospectiva en Palacio o en las calles de Argentina, in situ, pero en ese caso tendría que crear un criterio histórico, plástico y político de verdad; y no uno PC, es decir políticamente correcto, es decir, un insulto a la inteligencia.

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