3 dic 2007

Crimen perfecto

Crimen perfecto/Reyes Mate, profesor en el Instituto de Filosofía del CSIC
Publicado en EL PAÍS, 03/12/2007;
Sobre las víctimas de la violencia se cierne una doble muerte: la física que causan las armas y la interpretativa o hermenéutica que elaboran los mismos que matan físicamente. En los campos nazis de exterminio no sólo se pretendía matar al judío, sino también expulsarle de la condición humana. El universo concentracionario estaba pensado para que el deportado interiorizara que no formaba parte de la humanidad, por eso se les humillaba obligándoles, por ejemplo, a que la misma escudilla sirviera para comer, lavarse y defecar; por eso también estaba prohibido nombrar sus restos con términos que evocaran a la especie humana: no eran “cadáveres”, sino “leños” o “trapos”.

El enemigo, decía por entonces Walter Benjamin, no descansa con la muerte de sus víctimas, sino que se afana en hacerlas invisibles, sea interpretando las muertes como precio del progreso, sea convirtiéndolas en humanamente insignificantes. Sólo entonces se produce el crimen perfecto, sólo entonces descansa el enemigo. Importante es que el criminal borre sus huellas; más importante aún es que no haya rastro de la víctima. El trabajo hermenéutico tiene una tipología de lo más variada. En el caso de los nazis tomó la forma de una propaganda obsesiva, empeñada en animalizar al judío; se les mataba con el mismo insecticida que se empleaba para matar ratas. Los terroristas etarras colocan al interior de las balas un mensaje político con el que quieren dar a entender que los asesinados no merecen la condición de ciudadanos en esa polis imaginaria en cuyo nombre matan; las víctimas son descatalogadas políticamente para que nadie las lamente. Otras veces son los herederos de los vencedores los que se encargan de fijar una imagen ignominiosa de la víctima para que las generaciones futuras aplaudan la violencia de los abuelos y la celebren como un gesto heroico.
La teoría de la conspiración, surgida tras los atentados del 11-M en Madrid, ha enriquecido esa tipología con una figura inédita. Resulta que el trabajo hermenéutico de invisibilización de las víctimas lo están llevando a cabo medios de comunicación y voceros políticos, con la ayuda de algún mitrado católico, que en principio deberían estar más cerca de las víctimas que de los verdugos. Lo que tratan de conseguir con el señuelo, ahora, de la autoría intelectual pendiente de identificación y, antes, con las imputaciones del atentado a ETA, es desplazar el eje de la atención pública y, si cuela, también de la justicia. El precio de esa desviación no es menor. Lo de menos es que intentaran engañar a la opinión pública o a los jueces. Estaba claro desde el principio que el montaje no aguantaría un examen riguroso, como ha demostrado la sentencia. Lo importante es el trabajo sucio de muerte hermenéutica que esa estrategia llevaba consigo, fueran o no conscientes de ello sus autores. En vez de centrarse en el daño que se ha hecho a las víctimas, se empeñan en distraer la atención de todos con elucubraciones que sirvan electoralmente a un partido o crematísticamente a empresarios de la comunicación.
Lo que pretende el crimen hermenéutico es hacer irreconocible la injusticia hecha a la víctima y, de paso, imposibilitar la justicia, si por ello entendemos, además del castigo al culpable, el reconocimiento por parte de todos del sufrimiento infligido a las víctimas y el desencadenamiento de una solidaridad social que repare lo reparable y sepa guardar respeto ante lo irreparable.
Los estrategas de la conspiración han comprendido mejor que nadie que una cosa es el significado de las víctimas y otra su politización. Las víctimas son significativas en sí mismas, por la violencia injusta que reciben siendo ellas inocentes. No son víctimas porque simpaticen con el partido del Gobierno o de la oposición, sino porque un día iban al trabajo o a la escuela y una bomba segó sus vidas, les mutiló o les traumatizó de por vida. Hacer justicia significa entonces inclinarse ante los daños recibidos, tomar buena nota de ellos y repararles en la medida de lo posible. Esa tarea no se reduce al Estado, sino que afecta a toda la sociedad porque la amplitud de los males solicita las atenciones más diversas: reparaciones materiales, reconocimientos morales o solidaridades sociales.
La politización de las víctimas va por otros derroteros. Su sufrimiento es utilizado como combustible para batallas políticas donde lo que priman no son los daños causados a los que iban en los trenes, sino la rentabilidad electoral o económica de los promotores. Esta instrumentalización de dolor lleva a la perversión de dividir las víctimas en buenas y malas; lleva a insultar, calumniar o denigrar a aquellas que no se sometan a la estrategia utilitarista previamente diseñada. Se priva a la víctima de su autoridad moral que no deriva de lo que piensa sino de lo que sufre. Y la sociedad, harta del ruido mediático sobre mochilas y furgonetas, decide un buen día que si, hasta para ciertas asociaciones de víctimas, importa más el negocio político que el esclarecimiento de la verdad, mejor dejarlas con su juego. Será que lo que les ha ocurrido sólo les incumbe a ellas. Así todos salimos perdiendo porque si en un espacio ha tenido lugar un atentado, como el del 11-M, ese lugar es ya incomprensible política y moralmente sin el significado de las víctimas. Sin ese sentido, el misterio de la violencia en política seguirá indescifrable.

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