22 ago 2009

Venganza

Un trabajo a tiempo parcial/P. D. JAMES, (Oxford, 1920) es una de las grandes autoras de novela policiaca. Trabajar durante 30 años en los servicios de seguridad británicos le ayudó a conocer a fondo los métodos policiales y crear a su personaje estrella, el detective Adam Dalgliesh. La gran mayoría de sus veinte novelas han sido adaptadas al cine o a la televisión. Su última obra es ‘The private patient’Publicado en El País Semanal, 16/08/2009;
Le siguió la pista durante toda una vida, sin prisa, ideando diferentes métodos para matarlo (y disfrutando con ello). El protagonista de esta historia vive obsesionado con cumplir un juramento infantil: vengar el maltrato recibido a manos de un compañero de colegio. Un relato inédito en español que ‘El País Semanal’ ofrece en primicia a su lectores.
Para cuando lean esto, estaré muerto. Pero, por supuesto, no puedo predecir cuánto tiempo llevaré muerto. Colocaré este documento en la cámara de seguridad de mi banco y daré instrucciones para que lo envíen al diario de mayor tirada el primer día laborable después de mi funeral. Lo único que lamento es que no estaré vivo para saborear mi triunfo retrospectivo. Pero eso tiene poca importancia. Lo saboreo cada día de mi vida. Habré hecho aquello que decidí hacer cuando tenía 12 años, y el mundo lo sabrá. Y al mundo le interesará, ¡no lo duden!


Puedo decirles cuál fue la fecha exacta en que tomé la decisión de matar a Keith Manston-Green. Ambos éramos alumnos de la escuela St. Chad, en el límite del condado de Surrey, y él era el único hijo de un acaudalado hombre de negocios que tenía una cadena de gasolineras, mientras que mis orígenes eran más humildes y nunca habría ido a St. Chad de no haber sido por la ayuda de una beca creada por un antiguo alumno y que llevaba su nombre. Los seis años que pasé allí desde los 11 hasta los 17 fueron infernales. Keith Manston-Green era el matón del colegio y yo era su casi inevitable víctima natural: un niño becado, tímido, pequeño para su edad, con gafas, que nunca hablaba de sus padres, nunca recibía visitas a mitad de trimestre, llevaba un uniforme que resultaba evidente que era de segunda mano y estaba, como la cría más pequeña de una camada, destinado a ser pisoteado. Durante seis años y mientras duraba el curso escolar, me estuve despertando cada mañana con miedo. Los maestros (al menos algunos de ellos) debían de saber lo que estaba pasando, pero a mí me parecía que formaban parte de la conspiración. Y Manston-Green era listo. Nunca había ninguna magulladura evidente; el tormento era más sutil.
También era listo en otros sentidos. A veces me admitía temporalmente en su círculo de aduladores, me daba dulces, compartía conmigo su comida y me defendía de los otros chicos, dándome esperanzas de que todo esto indicaba un cambio. Pero nunca había ningún cambio. No tiene sentido que relate los detalles de sus maquinaciones. Basta con decir que a las seis en punto de la tarde del día 15 de febrero de 1932, cuando yo tenía 12 años, hice una promesa solemne: algún día mataría a Keith Manston-Green. Esa promesa me ayudó a aguantar los siguientes cinco años de tormento y permaneció conmigo, tan firme como cuando la hice, a lo largo de todos los años que vinieron después. Puede parecerles extraño, al leer esto tras mi muerte, que matar a Manston-Green fuese la obsesión de toda mi vida. Seguramente toda la crueldad de la niñez se olvida al final, o al menos se aparta de la mente. Pero no esa crueldad; no de mi mente. Al destruir mi niñez, Manston-Green me convirtió en lo que soy. También sabía que si olvidaba ese juramento infantil, moriría amargado por el arrepentimiento y la humillación. No había prisa, pero era algo que tenía que hacer.
Mi padre había heredado el negocio familiar situado en la periferia del East End londinense. Era cerrajero, y me enseñó el oficio. La tienda fue bombardeada durante la guerra y mis padres murieron, pero el dinero del Gobierno compensó la pérdida. La casa y la tienda fueron reconstruidas y empecé de nuevo. La tienda no fue lo único que heredé de ese hombre reservado, obsesivo e infeliz. Yo también tenía, como mi padre, un trabajo a tiempo parcial.
A lo largo de los años, le seguí la pista a Keith Manston-Green. Claro está que podría haber recibido regularmente noticias sobre él poniendo mi nombre en la lista de distribución de la revista anual de la Sociedad de Antiguos Alumnos de St. Chad, pero eso me parecía poco aconsejable. Quería que St. Chad se olvidase de mi existencia. Confiaría en mis propios recursos. No fue difícil. Manston-Green, como yo, había heredado el negocio familiar y, al conducir por Surrey, me fijaba en todas las gasolineras por las que pasaba que llevaban su nombre. Tampoco tuve problemas para averiguar dónde vivía. Mientras esperaba que me llenasen el depósito de mi Morris Minor, de vez en cuando comentaba “Parece que hay bastantes gasolineras Manston-Green por esta zona. ¿Es una empresa privada o algo así?”.
A veces la respuesta era “Vaya a saber, jefe, no tengo ni idea”. Pero otras veces conseguía un pedacito de información valiosa que añadir a mi colección.
“Sí, sigue perteneciendo a la familia. Keith Manston-Green. Vive a las afueras de Stonebridge”. Después de eso, fue sólo cuestión de consultar la guía telefónica local y encontrar la casa.
Era el tipo de casa que había esperado encontrar. Una monstruosidad de ladrillo rojo de nueva construcción con un tejado a dos aguas y vigas que imitaban el estilo Tudor, un gran garaje adosado en el que cabrían hasta cuatro coches, un amplio camino de entrada y un alto seto de alheña que le daba intimidad, todo ello rodeado por una valla de ladrillo rojo. En la valla había un cartel con letras que imitaban la escritura antigua y decían: Mansión Manston.
Yo no tenía una prisa especial por matarle. Lo importante era asegurarme de hacerlo sin levantar sospechas hacia mí y, si era posible, tener éxito en el primer intento. Era uno de mis placeres constantes: idear posibles métodos. Pero sabía que esta anticipación mental podía ser peligrosamente autoindulgente. Llegaría un momento en que los planes, por satisfactorios que fueran, deberían dar paso a la acción.
Cuando estalló la guerra en 1939, yo temía, más que los bombardeos, que mataran a Manston-Green. La idea de que pudiese morir en combate y ser recordado como un héroe era intolerable, pero no tenía que haberme preocupado. Se unió a la RAF, pero no como piloto. Esas codiciadas alas nunca llegaron a coserse sobre el bolsillo del pecho de su uniforme. Era una “Maravilla sin alas”, como creo que la RAF los llamaba. Me parece que se dedicó a algo relacionado con los equipos o el mantenimiento, y debió de ser eficaz. Terminó como teniente coronel y, naturalmente, mantuvo el rango en la vida civil. Sus aduladores le llamaban tenienge (y cómo disfrutaba con ello).
Fue en 1953 cuando decidí empezar a dar algunos pasos encaminados a su eliminación. La tienda marchaba moderadamente bien y tenía un encargado y un ayudante, ambos de fiar. Mi trabajo a tiempo parcial era una excusa para ausentarme durante breves periodos y podía dejarles a cargo tranquilamente. Empecé a hacer pequeñas visitas a Stonebridge, una próspera ciudad situada al borde de la zona periférica en la que mi enemigo vivía. Quizá la palabra “reinaba” fuese más apropiada. Era miembro del ayuntamiento local y de una o dos fundaciones benéficas, de las que dan prestigio y tienen pocas exigencias económicas molestas, y también era capitán del club de golf. Sin duda era el tenienge: pavoneándose por la sede del club como en su día debió de pavonearse en medio del desastre de la guerra.
Para entonces yo ya había averiguado bastantes cosas sobre Keith Manston-Green. Se había divorciado de su mujer, que le había dejado llevándose a sus dos hijos, y ahora estaba casado con Shirley May, 12 años más joven que él. Pero fue el hecho de que capitanease el Club de Golf de Stonebridge lo que me dio una idea para acercarme a él.
A los cinco minutos de haber entrado en la sede del club, podía afirmar que aquel sitio apestaba a esnobismo mezquino de barrio residencial. Aunque realmente no decían que no se admitiese a judíos y negros, se podía ver que había un conjunto de convenciones claramente asumidas y destinadas a permitir que los miembros se sintiesen superiores a todos excepto unos pocos elegidos, la mayoría de ellos empresarios de éxito de la zona. Sin embargo, tenían el mismo interés en aumentar sus ingresos que las empresas menos esnob, así que era posible pagar una cuota por el uso del campo, disfrutar de una partida, ya fuese solo o con un compañero si uno era capaz de encontrarlo, y recibir lecciones de los profesionales. Les di un nombre falso, por supuesto, y siempre pagaba en efectivo. Era exactamente la clase de intruso en el que nadie se fijaría demasiado. Desde luego, nadie mostró ningún deseo de querer ser mi compañero. Me bebía una solitaria cerveza, recibía mi clase y me marchaba tranquilamente. El niño bajito, de aspecto corriente y con gafas se había convertido en un hombre bajito, de aspecto corriente y con gafas. Me había dejado crecer el bigote, pero, por lo demás, había cambiado poco. No tenía miedo de que Manston-Green me reconociese, pero, para no correr riesgos, tenía mucho cuidado de no cruzarme con él.
¿Y reconocí yo a Manston-Green cuando le vi después de tantos años? ¿Cómo no iba a hacerlo? Él también era una versión crecida del torturador de mi niñez. Seguía siendo alto pero robusto, sacando pecho, con la cara roja, la voz potente y el pelo negro alisado hacia atrás. Podía ver que los demás mostraban deferencia hacia él. Era el tenienge, Keith Manston-Green, el próspero hombre de negocios, el que proporcionaba trabajos y copas de plata, el que daba palmadas en las espaldas y suministraba bebidas gratis.
Y luego vi a Shirley May, su segunda mujer, bebiendo con sus amigas en el bar. Shirley May. Siempre la llamaban así, por sus dos nombres, y a espaldas de su marido, de vez en cuando oía los salaces susurros “Shirley puede que sí, pero por otro lado, puede que no”. Había conseguido su mujer florero: rubia, aunque evidentemente no natural, voluptuosa, de largas piernas, una visión del atractivo femenino de estrella de cine de segunda mano. El mero hecho de mirarla, allí en el club, flirteando con un grupo de tontos boquiabiertos, me ponía enfermo. Fue entonces cuando empecé a ver cómo podría matar a su marido. Y no sólo matarle, sino hacerle sufrir a lo largo de meses de prolongada agonía, igual que él me había hecho sufrir a mí durante años. La venganza no sería perfecta, pero estaría tan cerca de serlo como me fuese posible.
Tenía que planear cuidadosamente los meses anteriores a mi acción. Primero, era importante que Manston-Green no me viese, o al menos no tan de cerca como para reconocerme, y que nunca oyese ni siquiera mi nombre falso. Eso no fue difícil. Él sólo jugaba los fines de semana y por las tardes; yo elegí las mañanas de los miércoles. Incluso cuando nuestras visitas coincidían, el tenienge era demasiado importante para mirar a jugadores temporales no destacados a los que sólo se les permitía estar en el campo porque sus cuotas eran necesarias. También era importante no resultar ni remotamente interesante para otros miembros. Era necesario jugar mal, y en las pocas ocasiones en que alguien accedió a ser mi compañero, jugué mal. Hacía falta cierta habilidad para ello: tengo muy buena puntería por naturaleza. Tenía preparada mi historia. Tenía una madre anciana y enferma que vivía en el vecindario y le hacía ocasionales visitas para cumplir. Me embarcaba en aburridas descripciones de los síntomas y el pronóstico y veía cómo la mirada de mis compañeros se desenfocaba mientras se iban alejando. Procuraba que mis apariciones fuesen poco frecuentes; no quería convertirme en objeto de cotilleos y curiosidad, ni aunque ambos fueran despectivos. Tenía que ser demasiado anónimo para que me considerasen siquiera el pesado del club.
Primero, necesitaba una llave de la sede del club. Para un cerrajero eso no era difícil. Observando con atención, descubrí que había tres personas que tenían llaves: Manston-Green, el secretario del club, Bill Caraway, y el jugador profesional Alistair McFee. A la de McFee era a la que podía echar mano con más facilidad. La guardaba en el bolsillo de su chaqueta, que invariablemente colgaba en la puerta de su oficina. Esperé el momento propicio hasta que, una mañana de miércoles en que estaba ocupado en el primer green con un alumno especialmente exigente, saqué la llave del bolsillo con las manos enguantadas y, encerrándome en los aseos, saqué un molde. En mi siguiente visita, probé la llave a escondidas. Funcionaba.
Entonces inicié la segunda parte de mi campaña. Por la noche, solo en mi oficina de Londres y con los guantes puestos, recortaba palabras de los periódicos nacionales y las pegaba en una hoja de papel para escribir como el que se vende en cualquier papelería. Los mensajes, que enviaba dos veces a la semana, contenían pequeñas variaciones en las palabras, pero el mismo veneno intencionado. ¿Por qué te has casado con esa puta? ¿No sabes que se acuesta con otro? ¿Estás ciego, o qué? ¿No ves en lo que anda metida Shirley May? No me gusta ver cómo engañan a un hombre decente. Deberías vigilar a tu mujer.
Tuvieron su efecto. En posteriores visitas al club de golf, cuando, desde una distancia prudencial, les vi juntos, supe que mi cuidadosamente calculada estrategia estaba funcionando. Tenían discusiones en público. Los miembros del club empezaron a alejarse de ellos cuando estaban juntos. El tenienge estaba nervioso; y lo mismo, claro está, le pasaba a ella. No le daba a ese matrimonio más de dos meses. Lo que significaba que no podía perder el tiempo.
Fijé la fecha exacta para dos semanas más tarde. Solamente hacía falta una cosa. Me aseguré de comprar unos nuevos palos de golf que fuesen de la misma marca que los suyos, un derroche necesario. Sustituí mi driver por su driver, manejándolo siempre con guantes. Eran sus huellas las que quería, no las mías. Me aseguré de que mis mensajes finales llegasen la mañana del día elegido; el de él por correo y el de ella por debajo de la puerta cuando, mirando, le vi alejarse en su coche hacia el trabajo. El de ella decía: Si quieres saber quién manda estas notas, reúnete conmigo en la sede del club a las nueve de esta noche. Quema esta nota. Un amigo. El de él decía lo mismo, pero le citaba 10 minutos más tarde.
Por supuesto, me daba cuenta de que era posible que ninguno acudiese. Ése era un riesgo que corría. Pero si no iban, yo no estaría en peligro. Simplemente significaría que tendría que encontrar otra forma de matar a Manston-Green. Esperaba que no fuese necesario. Mi plan era tan perfecto… El horror que había planeado para él me producía una satisfacción maravillosa.
No les aburriré con los detalles; no son necesarios. Tenía mi llave de la sede del club y estaba esperándola con el driver de su marido en la mano. Como he dicho, tengo buena puntería. Sólo necesité dos golpes para matarla, y tres más para dejarle la cara hecha papilla. Tiré el driver, salí fuera y cerré la puerta. Había una cabina de teléfono al final del callejón. Cuando pregunté por la policía, me pasaron inmediatamente y sin ningún problema. Simulé otra voz, aunque no era estrictamente necesario. Se convirtió en la voz confundida, chillona y aterrorizada de un hombre mayor.
“Acabo de pasar por el club de golf. He oído gritos dentro de la sede del club. Una mujer. Creo que alguien la está matando”.
“¿Y su nombre y dirección, señor?”.
“No, no. No quiero mezclarme en esto. No tiene nada que ver conmigo. Sólo he pensado que debía avisarles”. Y, con las manos enguantadas, colgué.
Naturalmente, vinieron. Llegaron justo a tiempo de ver a Manston-Green inclinado sobre el cuerpo de su esposa. Eso no podría haberlo planeado. Imaginaba que podrían llegar tarde pero que, aun así, tendrían el palo de golf con la sangre y el pelo enmarañado y apelmazado, las huellas, la prueba de las peleas. Pero no llegaron tarde; llegaron justo a tiempo.
Me resistí a la tentación de ir al juicio. Era irritante tener que privarse de ese placer, pero pensé que era lo prudente. La prensa tomaba fotografías de la multitud y, aunque las posibilidades de ser reconocido eran infinitesimales, ¿por qué arriesgarse? Y pensé que sería sensato seguir yendo de vez en cuando al club de golf, aunque menos frecuentemente. Todas las conversaciones giraban en torno al asesinato, pero nadie se molestaba en incluirme. Tomaba mis solitarias clases y me marchaba. Él apeló, por supuesto, y para mí aquel fue un día de preocupación. Pero la apelación no sirvió de nada, y yo sabía que el final estaba claro.
Sólo transcurrieron tres semanas entre la sentencia y la ejecución, y probablemente fueron las más felices de mi vida, no en el sentido de una alegría exultante, sino en el de saberme en paz por primera vez desde que empecé en el St. Chad. La semana anterior a la ejecución estuve con él en espíritu en aquella celda de condenado a lo largo de cada minuto de cada hora. Yo sabía lo que pasaría la mañana en que él saldría de este mundo y de mi mente. Me imaginaba la llegada del verdugo el día anterior para cumplir con los requisitos del Ministerio del Interior: la caída de una bolsa de arena en presencia del gobernador para asegurarse de que no habría contratiempos y de que la longitud de la caída era la correcta. Estaba con él cuando escudriñaba a través de la mirilla de la puerta de la celda del condenado, una celda situada a tan sólo un par de metros de la cámara de ejecución. Es una muerte compasiva si no se ejecuta mal, y sabía que Manston-Green probablemente moriría con menos dolor que yo. El sufrimiento estaba en las semanas anteriores, y nadie podía experimentar verdaderamente ese horror excepto él. En mi imaginación viví su última noche, las inquietas vueltas en la cama, la tonificante luz del espantoso día, el desayuno que no sería capaz de comerse, la torpe amabilidad de los guardias siempre alerta. Estaba con el verdugo en mi imaginación cuando sujetaba los brazos de Manston-Green. Formaba parte de esa pequeña procesión que atravesó la espantosa puerta, en presencia del pálido gobernador de la cárcel, el capellán con los ojos fijos en el libro de oraciones que sostenían las temblorosas manos.
Es una muerte rápida, tan sólo unos 20 segundos desde el momento en que se atan los brazos hasta la caída en sí. Pero habría un momento en que podría ver el patíbulo, la soga colgando exactamente a la altura de su pecho antes de que le colocaran la capucha blanca. Me sentía exultante al pensar en esos pocos segundos.
vvvv
Como de costumbre, fui a la cárcel el día antes de la ejecución. Había cosas que hacer, instrucciones que seguir. Me saludaban educadamente, pero no era bienvenido. Sabía que se sentían contaminados cuando me estrechaban la mano. Y cada prisionero de cada celda sabía que yo estaba allí. Ya había el esperado alboroto, voces que gritaban, utensilios que golpeaban las puertas de las celdas. Una pequeña multitud de manifestantes o mirones morbosos ya se concentraba fuera de la entrada de la cárcel. Soy un artesano meticuloso, como lo fue mi padre antes que yo. Tengo mucha experiencia en mi trabajo a tiempo parcial. Y pienso que me reconoció. Oh, sí, me reconoció. Lo vi en sus ojos ese segundo antes de deslizar la capucha blanca sobre su cabeza y tirar de la palanca. Cayó como una piedra y la soga se tensó y estremeció. Por fin había cumplido la misión de mi vida y, a partir de ese momento, estaría en paz. Había matado a Keith Manston-Green.
P. D. James
(Oxford, 1920) es una de las grandes autoras de novela policiaca. Trabajar durante 30 años en los servicios de seguridad británicos le ayudó a conocer a fondo los métodos policiales y crear a su personaje estrella, el detective Adam Dalgliesh. La gran mayoría de sus veinte novelas han sido adaptadas al cine o a la televisión. Su última obra es ‘The private patient’

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