4 abr 2010

Domingo de Pascua

Domingo de Pascua/Narcís Comadira
Publicado en EL PERIÓDICO, 04/04/10):
Hoy culmina la Semana Santa. Después del sacrificio, de la muerte del Viernes Santo, subrayada por una tiniebla radical en pleno día y por la rasgadura del velo del Templo, símbolo de que la antigua ley había acabado y de que la luz moral que provenía de ella tenía que ser sustituida por una luz nueva, llega la victoria sobre la muerte, la Resurrección que hoy se conmemora. La Iglesia católica, que hace muchos pero muchos años tuvo su momento de grandeza espiritual, organizó para celebrar esta gran fiesta, único fundamento de la fe, unas ceremonias y unos rituales muy especiales, y eligió y escribió unos textos de inspiración literaria de alto voltaje. Y sobre estos textos se compuso una música gregoriana de emotividad incomparable. Si Richard Wagner se afanó toda su vida para conseguir la obra de arte total, la Iglesia católica ya la había logrado muchos siglos antes y sin tanto alboroto. Todo el año litúrgico católico, tal como estaba concebido antes de las reformas del último concilio, era una auténtica obra de arte total, y las representaciones del denominado triduo pascual, o sea, las del Jueves Santo, Viernes Santo y Domingo de Pascua, precedido por la incomparable Vigilia Pascual, eran su punto culminante.
Una gran parafernalia conmemorativa, con un altísimo sentido teatral, que tenía en cuenta el escenario, la luz, el vestuario, los actores, los textos y las músicas y, oh modernidad absoluta, también las materias y los perfumes. El aceite de oliva que se consagraba el Jueves Santo, el fuego nuevo, producido por la fricción de un pedernal, el agua de la pila bautismal, la cera virgen del cirio pascual, los granos de incienso que el diácono incrustaba en él durante su bendición, daban al escenario unos olores especiales reconocibles y simbólicos. Y la representación de la Vigilia Pascual jugaba incluso con lo que ahora llamaríamos efectos especiales. Cuando se prendía el fuego nuevo en el atrio de la iglesia, esta tenía que estar totalmente a oscuras, y a oscuras tenía que permanecer hasta que el diácono encendía el cirio pascual, símbolo de Cristo resucitado. Llegados a este momento, el ritual prescribía: Hic accenduntur lampades (Aquí se encienden las luces). Y, de repente, todo se iluminaba. El diácono entonaba la que seguramente es la más jubilosa, la más entusiasta, la más inspirada de todas las arias del mundo. Aquella en la que se canta como feliz el pecado de Adán –Oh felix culpa!– porque nos ha merecido tal redentor. Aquella donde también se canta: «Será la noche clara como el día, la noche iluminada por mi gozo. Y así, esta noche santa ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los potentes». Esta es solo una mínima muestra del tejido verbal de la celebración de la Pascua, de una celebración profundamente artizada que era capaz de penetrar en las mentes y los corazones de la gente y conformar una comunidad trabada.
Como ven, creo en el valor configurador del arte, del arte verdadero, de aquel arte en el que la presencia real de una trascendencia se cernía sobre la obra y la hacía fértil en posibilidades. Ya sé que todo eso es muy anticuado, pero también muy moderno, seguramente demasiado para que pueda ser entendido en una sociedad nihilista como la nuestra. De las reformas que la Iglesia católica ha introducido en todas estas celebraciones, la más radical y la que ha roto el alto grado de artisticidad del conjunto ha sido la traducción de los textos latinos a las llamadas lenguas vernáculas. Ya sé que se hizo con buena intención, con una de aquellas buenas intenciones de las que el infierno está empedrado. Es un decir, por supuesto, pero la verdad es que, queriendo hacer comprensibles los textos, han diluido su belleza formal, y una vez traducidos, como evidentemente no se podían cantar con las músicas que los acompañaban en su versión original, ha habido que componer nuevas músicas, a menudo excesivamente inferiores a las antiguas. Y la pérdida de entidad artística, la pérdida de entidad formal, ha evaporado gran parte de su eficacia emotiva. Tal vez ahora los textos se entienden mejor a un nivel primario, literal, pero a mi parecer conmueven menos los espíritus.
Pero, me dirán, ¿a quién le importa todo eso, en esta época de los móviles, el Facebook y el Twitter? Hemos sustituido la comunicación por la comunicabilidad. Las comunidades reales por comunidades virtuales, los textos significativos, capaces de conmover en profundidad y de cohesionar, por simples vistazos superficiales meramente fáticos o, en el mejor de los casos, sentimentales.
Pero confío todavía en las minorías que trabajan seriamente en este país y me maravillo de cómo, por ejemplo, todavía existen jóvenes que porfían por escribir en nuestra lengua terminal y que lo hacen con la más alta de las ambiciones artísticas y con resultados admirables. Ellos son, hoy, el fundamento de mi alegría pascual laica. Vaya a ellos mi homenaje.

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