14 jul 2010

Dragones de la política

Dragones de la política/Carmen Iglesias, miembro de las Reales Academias Española y de la Historia y presidenta de Unidad Editorial
Publicado EL MUNDO, 14/07/10;
Es rasgo indeleble de la idiosincrasia del dragón ser, a la vez, majestuoso, imponente y ridículo, un ser que, al mismo tiempo que aterroriza y repugna, inspira burla y compasión», escribe Mario Vargas Llosa en un brillante prólogo al precioso libro de Pedro González Trevijano Dragones de la política. «El dragón es una de las encarnaciones más espectaculares del mal -sigue Vargas Llosa- aquella vocación que inspiran el diablo o la naturaleza retorcida de los humanos de hacer daño al prójimo, envilecer y corromper lo existente (…) Al dragón lo inventamos por lo mal que pensamos de nosotros mismos y por eso, ahora en el cine de ciencia ficción como antes en la literatura y la pintura, luce siempre lozano y se renueva sin tregua, invulnerable a los siglos que lleva encima».
Aunque, en el transcurso de las diferentes historias de los casi 30 dragones seleccionados en el libro, que fueron amos y señores de su mundo -desde los míticos griegos y romanos, pasando por el medievo y el renacimiento, hasta la época moderna y el siglo XX-, quedan patentes las diferencias entre ellos (algunos además de conquistadores y destructores primero, crearon después estructuras políticas y sociales valiosas para generaciones posteriores), todos ellos poseen una característica común: fueron responsables de grandes matanzas. Y, en el caso de los dragones totalitarios del siglo XX, directamente genocidas.
La asimilación del dragón con el afán inmoderado de dominación y devastación subsiguiente tiene larga data. Desde la Antigüedad, griegos y romanos identificaban al dragón como una gran serpiente que había ido creciendo desaforadamente, adquiriendo pies y alas al tiempo, por el procedimiento de engullir sin tasa muchas otras sierpes y demás seres vivos; un ser «ávido y glotón», según las metamorfosis de Ovidio; y ese devorar y engullir continuo era también la característica de cualquier emperador o señor del mundo que, para serlo, tenía que comerse a muchos reyes y príncipes. El cristianismo y la Edad Media consagraron la identificación del dragón con el mal, tal como está descrito con precisión en el Apocalipsis, representando tanto a los emperadores y tiranos que persiguieron a la Iglesia como al propio infierno, cuyas fauces se abren como boca de dragón en la iconografía medieval y renacentista.
Pero no sólo es un símbolo de destrucción en la cultura occidental. Quizá sea el monstruo más universalmente extendido, presente en todas las culturas, aunque con ropajes diferentes; de alguna manera, sus estructuras simbólicas, muchas veces ambivalentes, las encontramos desde Oceanía y América a Asia, India y China (donde predomina una envoltura benéfica), en grandes civilizaciones y en pequeños pueblos, en los cuentos e historias populares de todas las épocas, en el arte y en los ritos iniciáticos de culturas muy diferentes. Símbolo preferente de las tinieblas, devorador del sol como uno de los «monstruos de los eclipses» en algunos lugares, guardián de las grutas y de tesoros ocultos o de doncellas cautivas que esperan la liberación del héroe que se le enfrente, el dragón engulle y regurgita a veces sus presas por presión interna (Jonás, Pinocho) o por combate exterior (el héroe, el santo, según las historias diferentes). Se emparenta con el subsuelo y con el agua en distintas culturas y es reacio a interpretaciones racionalistas reductivas, pues su ambivalencia simbólica escapa a una única definición. En cualquier caso, le pertenece el mundo del más allá, el mundo oscuro de las cuevas -de la muerte-, pero también el de un itinerario iniciático que puede devolver al que lo recorre y lo sufre, y sobrevive, un «tesoro sapiencial» y una lucidez y sentido de la realidad nuevo, la vida en definitiva. Ya Plinio el Viejo se hacía eco de la posesión de una piedra valiosa que los dragones tenían en la cabeza, que había que quitársela todavía vivos, pues se disolvía con su muerte; y además transmitió la creencia del poder del dragón -como el de algunos dioses en diferentes religiones y el de varios emperadores, faraones, reyes y tiranos a los que sus súbditos nunca podían mirar a los ojos- de matar con la mirada o por el aliento (ello justificaría que, en la época medieval, se creyera que para protegerse de la mirada del basilisco -mitad dragón, mitad gallo- había que emplear en la lucha contra él un espejo o una campana de cristal que le reflejara). Del poder de su mirada, de su potencia hipnótica y paralizante, de la creencia en su perfectísima vista, los griegos se hicieron eco en su propio origen semántico y en su idea de guardián que todo lo ve; de ahí la cualidad de vigilante tanto de ejércitos (los romanos llevaban al dragón en sus estandartes) como de la salud y enfermedad (fue el símbolo de Esculapio), o de las doncellas (consagrado a Palas Atenea) o del jardín de las Hespérides y sus manzanas de oro, o de cualesquiera otros tesoros ocultos.
Devorador y guardián, engullidor glotón y nunca satisfecho, el afán de poder se mimetiza con estas características. El héroe mata o vence al dragón, pero bebe su sangre para hacerse fuerte y… se convierte él mismo en el monstruo que acaba de aniquilar. El prestigio del héroe se mantuvo durante siglos en nuestra cultura, en perpetua tensión con el afán de humanizarlo y ponerle al servicio de las buenas causas. Pero la desmesura heroica estallaba con suma facilidad. Ese prestigio empieza a decaer y ponerse en cuestión por los ilustrados europeos -y antes por el jansenismo francés y otras corrientes minoritarias-, en el mismo momento en que la sociedad occidental está atravesando el difícil pasaje de una nueva articulación entre orden y justicia, entre autoridad y obediencia; en el momento de sustituir la estructura tradicional de mandato por una estructura de pluralidad de decisiones individuales o, dicho de otra manera, por una estructura de mercado, unida y consolidada recíprocamente con el surgimiento paulatino de un Estado de Derecho. Es decir, de la sustitución de los vínculos tradicionales de obediencia personal y feudal al nudo poder por la obediencia impersonal a las leyes iguales para todos. Es en ese momento en el que la demolición del héroe dragonesco pasa forzosamente por el descrédito de los antiguos valores de la nobleza guerrera para revalidar los valores individualistas del interés y del cálculo racional, al tiempo que se intenta que las pasiones humanas -que no hay que erradicar, sino dirigir- se desarrollen para la concordia de todos buscando la felicidad propia. La búsqueda del poder y la gloria -que movía a los héroes tradicionales- se convierte ahora en una pasión peligrosa y dañina que conduce, la mayoría de las veces, a los individuos y a pueblos enteros a la autodestrucción y a la guerra.
Montesquieu, Fénelon, Voltaire, Hume y muchos otros multiplican sus críticas y denuncian la megalomanía, la pasión de dominio y la patología narcisista que se esconde detrás de las proclamaciones de virtud, deseo de gloria, fama inmortal y otros principios arbitrarios, que ya había hecho explícitos una «psicología de la sospecha», negadora de un excesivo optimismo antropológico, que arrancaba modernamente de Pascal. No existían «bellas almas» por nacimiento, no cabía juzgar por intenciones sino por actos, la política debía ser un medio al servicio de los ciudadanos y no un fin en sí misma; había que combatir todo poder arbitrario -basado, resalta Montesquieu, en su afán de «particularizar todos los intereses», es decir, «dividir y uniformizar al tiempo en beneficio propio»-; había que limitar los poderes por la tendencia irrefrenable de la condición humana al abuso de poder; había que aceptar que si bien no existe «lo mejor», desde luego existe «lo peor»: el despotismo, la arbitrariedad, el asalto a las leyes. En una palabra, había que preservar lo que es más valioso para el individuo: la libertad. Una libertad que sólo podía darse bajo las leyes en una comunidad libre, es decir, una comunidad que no dependa de voluntades arbitrarias ni bienintencionadas, sino de un equilibrio de poder que asegure la moderación política y haga imposible el predominio de uno sobre todos.
Llegados aquí, los dragones de la política del Antiguo Régimen y aun de la Antigüedad pierden su aura intocable y más bien se convierten en contramodelos. Los que les siguen en la época contemporánea, coetáneos del constitucionalismo y de la democracia, tienen que apelar a otros valores y otros registros para afianzar su poder sobre una sociedad de masas. Su pasión destructora sigue siendo la misma o mayor, pero sus fundamentos de dominio, además de estar basados en el miedo y la corrupción, necesitan de ideologías que explotan los sentimientos tanáticos del ser humano: el resentimiento vindicativo del poder, el maniqueísmo, el encubrimiento del agresor como si él fuera la víctima, el culpable chivo expiatorio, la demonización política del adversario, el matonismo ideológico que nunca refuta argumentos sino que descalifica a las personas, la mentira y la propaganda goebbelsiana, la indulgencia asimétrica que sólo condena lo de «los otros» y nunca reconoce ningún error propio, la imposición constante de «sumas a cero», el desprecio a las leyes para imponer a cambio un sectario voluntarismo del «todo o nada», la persuasión en el interior de las conciencias de que ser «esclavos felices» es mejor que la incertidumbre de la libertad. En definitiva, el triunfo del grupo tribal sobre el individuo, la vuelta a la sumisión a la persona que controla el poder y no a la impersonal de las leyes en un estado de derecho. Son los dragones totalitarios del siglo XX: Hitler, Lenin, Stalin, Mao y tantos otros.
Lo que resulta perturbador es que estos dragones, vencidos militar y materialmente por las democracias, al menos en el espacio occidental, sobrevivan en muchos usos y mentalidades actuales y desde luego en la vida política española actual. Los que les han sucedido en su afán de poder, dragoncitos y dragonzuelos de muy variada condición, mantienen -en sus formas autosuficientes, en el «centralismo democrático» claramente leninista de sus partidos, en sus arengas demagógicas, en sus agresivas y descalificadoras propagandas-, esa tendencia al autoritarismo y a creerse salvadores de los ciudadanos a los que hay que guiar y… transformar. Nada más peligroso para nuestras libertades actuales. El acceso al poder político a través de las urnas lo consideran como un pasaporte sin límites para sus propias fantasías de ingeniería social, pero ya advertía Maimónides sobre «el peligro de lanzarse a cosas que excedan tu capacidad o que te precipites sobre ellas con falta de realidad» pues, en ese caso, «sobrevalorarás tus fantasías», máxime si se unen la ignorancia y el antiintelectualismo. Dicho de otra forma, seguirás cayendo en la desmesura dragonesca y de ahí tu destrucción y la de la comunidad, que no ha sabido defender y valorar su libertad.
Quizás tiene razón Javier Gomá cuando señala que, en la igualdad moral de las democracias, «todos somos ejemplo de todos», y quizás tienen razón Enzersberger y Javier Cercas en que ya sólo pueden quedar «héroes de la retirada», pero en cualquier caso, en el panorama político actual, habría que apuntarse al desengañado y lúcido John Le Carré: «Hay que ser un héroe para ser simplemente una persona decente».

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