14 nov 2010

Leñero, el oficio de reportero

Vicente Leñero, Premio de Periodismo Carlos Septién GarcíaVicente Leñero
Revista Proceso # 1776, 14 de noviembre de 2010

A la par de su carrera de ingeniería en la Universidad Nacional Autónoma de México, el escritor
Vicente Leñero también estudió en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García. El jueves 4 de noviembre, la institución le otorgó el Premio Nacional de Periodismo 2010 que lleva el nombre de su fundador. Transcribimos aquí las palabras que pronunció, en la ceremonia respectiva, el autor de Los Periodistas.  

Se ha convertido en un lugar común, cuando se distingue o se premia públicamente a alguien, que ese alguien diga de botepronto que el reconocimiento lo honra, lo enorgullece, lo apabulla, lo considera merecido.
Tal es mi caso hoy, cuando me siento literalmente abrumado en esta cálida ceremonia, y me veo impelido a utilizar la mentada cantaleta; pero no como un cajonero lugar común, sino como una franca y sincera reacción que me revuelve las vísceras, el alma toda, porque proviene de mi querida escuela Carlos Septién García. Ella se encuentra en el origen mismo de mi condición de periodista y escritor. Ella es el germen de mi vida profesional. A ella le debo haber abandonado una insegura carrera de  ingeniería  para  abrazar –como suele decirse con otro lugar común– la actividad que dio soporte y sentido al pedregoso camino emprendido desde joven hasta hoy, en la vejez.
Debo confesar que yo no ambicionaba convertirme en periodista.
Estudiaba números pero pretendía, con ofuscación, domeñar las letras, las palabras, el difícil arte del fraseo y la composición del lenguaje escrito. Quería eso: ser escritor. Y una escueta mención relacionada con el inicio de cursos de una escuela de periodismo, leída en Excélsior, en la columna de un especialista en espectáculos que se apodaba Lumière, me encandiló de golpe: ¿Qué tal si inscribiéndome en esa escuela lograba yo aprender los secretos necesarios para escribir bien mis tropezados cuentecillos y poemas de mi adolescencia? ¿Qué tal si en esa escuela me enseñaban sintaxis, puntuación, ortografía…?
Me lo enseñaron, por supuesto. Más, aún: gracias a maestros que hoy recuerdo con agradecimiento y nostalgia enorme (José N. Chávez González, Domingo Álvarez Escobar, Alejandro Avilés, José Audiffred, Ramón Zorrilla) aprendí no sólo a escribir correctamente, sino a vencer la inseguridad y el miedo para saltar, como quien se para en el borde de un trampolín, hacia la profunda alberca del periodismo.
Escribir bien significó, entonces, escribir bien periodísticamente. Aprender las exigentes reglas de la noticia, del reportaje, de la crónica, de la entrevista… Aprenderlas como arte de la redacción, primero, para aplicarlas después al arte del comportamiento –el ver, oír, fisgar, preguntar, averiguar– de un trabajo que entendí como fascinante: el trabajo del reportero.
Única escuela que en esos tiempos valoraba en serio el quehacer reporteril,  la Septién García me hizo asumir, precisamente, que sólo el reportero es quien merece a cabalidad el crédito de periodista. El reportero como testigo de lo que ocurre en el presente inmediato; el reportero como buscador y desentrañador de la realidad.
No de la Verdad que se escribe con mayúscula y pertenece a los territorios de la filosofía o de la metafísica, sino de esta realidad palpitante que exige de ojos que la observen; de palabras que la describan, de mentes que la estrujen y la manifiesten para mostrar los sucesos de nuestro tiempo, para develar lo que se ignora, para denunciar lo tramposamente soslayado por los poderes políticos, económicos, religiosos: el reportero, como detective implacable de este entorno común.
Eso aprendí en esta escuela a la que siempre he reconocido como el gatillo disparador de mi profesión sustantiva. 
Eso fui aprendiendo paso a paso –porque todo aprendizaje se forja en la práctica atribulada del oficio– cuando salté de publicación en publicación tratando de averiguar de qué pasta está hecha la realidad. Me guiaron mis jefes convertidos pronto en amigos: José N. Chávez González, en Señal; Ernesto Spota y Jorge de Angeli, en Claudia; Julio Scherer García y Miguel Ángel Granados Chapa, en Revista de Revistas, Excélsior y Proceso.
Insisto en mi devoción al trabajo ejercitado por el reportero y a los peligros que hoy enfrenta el periodismo cuando se pierde o se pervierte el sentido de la tarea reporteril. En mis tiempos –en nuestros tiempos, mi querido Manuel Pérez Miranda–, de acuerdo con lo que aprendimos en la Septién García, era muy clara la distinción entre los dos estadios en que se dividía la función periodística: la información y la opinión o análisis. 
Al reportero competía estrictamente la primera, fundamental. Él tenía a su cargo la indagación y el testimonio de los hechos, trabajados con la mayor imparcialidad posible, bajo el noble impulso de averiguar lo que ocurrió o está ocurriendo. Nada más. A los otros –llamados también periodistas, no por antonomasia sino por generosa ampliación del término, dado que escribían o participaban en los medios– competía la tarea de analizarlos o juzgarlos de acuerdo con su personal posición ideológica. Unos informaban, otros analizaban. Los reporteros eran testigos, los otros líderes de opinión. Así, los lectores o espectadores recibían, en sucesivos momentos, para enterarse primero y para conformar su juicio después, ambas expresiones públicas. Y estaba bien. Era legítimo y razonable que así ocurriera.
El peligro es que ahora existe una tendencia malsana a fundir y confundir ambos momentos de la información, a unirlos en un solo acto. Ocurre en el periodismo escrito pero sobre todo, significativamente, en la radio y en la televisión. Quienes dan la noticia, quienes en su papel de locutores sirven de voceros al trabajo reporteril, suelen proporcionar un juicio de lo que están informando en el momento mismo de proporcionar la noticia. Lo mismo locutores de izquierda que locutores de derecha proponen lo que algunos consideramos una aberración: “la noticia comentada”. La noticia valorada ya desde que se produce. La noticia inducida que ofende, antes que a nadie, al público receptor. Como si éste fuera menor de edad. Como si éste no tuviera la capacidad de analizarla por su cuenta. Como si ese público receptor, “infantilizado” por los informadores, no tuviera el derecho de reaccionar por sí mismo y luego adherirse o no –con entera libertad– al juicio, que debería ser siempre postrero, de los llamados “líderes de opinión”.
Un reportero no debería ejercer jamás la función de comentarista. Trabajar y proporcionar noticias, y comentarlas luego en el mismo medio en el que trabaja, constituye una acción reprobable, al menos dislocada en relación con la auténtica búsqueda de la realidad. Ser analista no vale más que ser reportero. El reportero es siempre el eje, la clave del periodismo.
No es ahora el lugar ni el día apropiados para dirimir a fondo ésta y muchas otras cuestiones que atañen al trabajo periodístico de nuestra realidad mexicana. Un trabajo que por su fiereza provoca asesinatos de reporteros, veladas y continuas amenazas de censura, desdenes de quienes no desean encarar de frente nuestra realidad.
El oficio, el noble oficio del periodismo, merece siempre, por ello, valoración y reconocimiento.
Yo acepto aquí –vuelta al lugar común– la pequeñísima parte que me corresponde gracias a la generosidad de la Escuela Carlos Septién García en la que me formé paso a paso, coscorrón a coscorrón, hace la friolera de cincuenta y siete años. Era capaz entonces de imaginar todo, menos este premio.
Lo agradezco entrañablemente.

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