18 dic 2010

El diablo y Felipe González

El diablo y Felipe González

Javier Cercas
El País Semanal, 12/12/2010;
Pasadas ya unas semanas desde el revuelo causado por las declaraciones de Felipe González a Juan José Millás según las cuales el ex presidente pudo durante los años de su mandato volar la cúpula de ETA y decidió no hacerlo, me gustaría decir dos cosas. La primera es que González lleva razón: en España, los ex presidentes del Gobierno son como jarrones chinos, esos objetos frágiles y preciados con los que nadie sabe qué hacer. El problema se agrava porque, además, son individuos arrasados. Un síntoma evidente de la inmadurez de la democracia española es el hecho de que todos los presidentes del Gobierno han salido del poder de mala manera: Suárez, expulsado por la rebelión de su partido y por una salvaje operación de acoso que desembocó en un golpe de Estado; González, en medio de una formidable cadena de escándalos de corrupción y de una conspiración político-mediática en toda regla; Aznar, tras el mayor atentado terrorista de la historia de España. A todo esto se añade, en el caso de González, algo más. Todo indica que, desde la llegada de Zapatero al poder, a algunos socialistas de la vieja guardia les ha faltado humildad y grandeza: envanecidos por décadas de protagonismo, han sido incapaces de retirarse con discreción a un segundo plano y, en vez de ayudar a los jóvenes que ocupan el primero, se han dedicado a ponerles palos en las ruedas, perdiendo así una oportunidad de oro de demostrar que de verdad querían servir a la política y no servirse de ella, y ensuciando de paso historiales notables; inversamente, todo indica que a algunos socialistas de la nueva guardia les ha faltado nobleza para no herir sin motivo a los viejos, y coraje e inteligencia para aprender de ellos. Es posible que algo de todo esto haya tenido la relación entre González y Zapatero; y también, como cualquier relación paterno-filial, algo de tragedia, entendiendo por tragedia una pelea en la que los dos que se pelean tienen razón. Temeroso de la bisoñez y la juventud de Zapatero, González tuvo razón al querer guiarle enseñándole lo que aprendió en 14 años de gobierno; temeroso de la sombra agobiante de González, Zapatero tuvo razón al querer evitar sus errores y emanciparse de él. Entrar en política es fácil; lo difícil es salir de ella, o por lo menos salir dignamente: ¿tan complicado es asignar un papel institucional a los ex presidentes, de manera que pongan su experiencia y sus conocimientos al servicio del Gobierno, sea éste del color que sea? En mi opinión, hacerlo es poco menos necesario que conseguir que el próximo presidente abandone el poder sin traumas.
La segunda cosa que quería decir es que quizá lo que más sorprende de las revelaciones de González es la sorpresa que han causado. Sobre todo la sorpresa que han causado entre los políticos: Dios santo, ¿acaso no saben que a la mesa de un presidente del Gobierno llegan propuestas de fuerza similares a la que González rechazó? ¿O es que fingen no saberlo? ¿O es que creen que un presidente del Gobierno dedica sus horas de trabajo a jugar al parchís? Como de costumbre, quien acierta es Javier Pradera: con sus revelaciones, González no pretendía plantear un problema político, sino un problema de ética política. Porque lo interesante de verdad no es que González confiese haber podido y no haber querido matar a la cúpula de ETA, sino que a continuación afirme: "Todavía no sé si hice lo correcto"; y también que añada que, una vez tomada la decisión, durante 24 horas se torturó preguntándose "cuántos asesinatos de personas inocentes podría haber ahorrado en los próximos cuatro o cinco años". Ahí está el meollo del asunto; ahí está el eterno problema de los medios y los fines: ¿es posible llegar al bien a través del mal?; ¿es legítimo hacerlo?; ¿es legítimo matar a culpables para salvar a inocentes?; y, si es legítimo, ¿no se pierde para siempre quien lo hace? Sin embargo, en la entrevista González insiste un par de veces en que no pretende plantear un problema moral, o ético; la insistencia es sospechosa: claro que está planteándolo; más aún: como González sabe mejor que casi cualquier político, está planteando el primer problema de la relación entre ética y política. Y quizá, sobre todo, el primer problema moral que, sabiéndolo o sin saberlo, afronta un político. Max Weber observó que quien entra en política pacta con el poder, y que quien pacta con el poder pacta con la violencia, y que quien pacta con la violencia pacta con el diablo, y que quien pacta con el diablo no puede aspirar a salvar su alma. Las palabras de González han sido objeto de interpretaciones estúpidas e inteligentes, algunas incluso demasiado inteligentes, incluida la que las atribuye a un intento perverso de entorpecer el final de ETA. Es posible que sea una ingenuidad, pero yo siento que todo es más simple, y que quizá esas palabras son sólo el desahogo público y prematuro de un político de raza que, como tal, se sabe íntimamente condenado.

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