11 sept 2011

El 11-S, diez años después/ BERNARD-HENRI LEVY

El 11-S, diez años después/ BERNARD-HENRI LEVY
La parte que sobrevive de la internacional del terror aparece cada vez más como una organización de bandidos, incluso a los ojos de los que pretendía seducir. Esto representa un progreso decisivo
El País, 11/09/2011;
Diez años después, ¿en qué punto nos encontramos?
Al Qaeda aún no está muerta, por supuesto.
Del Sahel a Yemen, de Nigeria a Uzbekistán, o en el Cáucaso, el cáncer terrorista no deja de metastatizarse.
Desgraciadamente, en Afganistán, los talibanes, que eran su ejército de reserva más numeroso, progresan también aprovechando la retirada anunciada por los occidentales.
Los grupos yihadistas paquistaníes que investigué en 2002 y 2003, Jahis-e-Mohamed, Lashkar-e-Toiba, Lashkar-e-Jhangvi y otros, que entonces se coaligaron en torno a la muerte de Daniel Pearl, siguen prosperando, y no solo en las zonas tribales del país, sino en Karachi e Islamabad.
Y nada nos dice que en este preciso instante, en el momento en que escribo estas líneas, un nuevo Jálid Sheij Mohámed, el arquitecto del ataque de 2001 contra las torres gemelas de Nueva York, no esté preparando otro golpe de un nuevo estilo, una especie de ataque aniversario, igual de mortífero.
Pero lo cierto es que esa no es la tendencia de fondo, la verdadera, y que, si hacemos un balance honesto de estos 10 años de lucha contra Al Qaeda y sus sucursales, dentro y fuera del mundo arábigo-musulmán, tenemos que reconocer que, si no en desbandada, los asesinos están en serio retroceso.
Está la muerte de Bin Laden, que, digan lo que digan de la estructura descentralizada de la organización, de su red de franquicias, ha sido un golpe muy duro para ella.
Está la cuestión paquistaní, que, lo repito, está lejos de haber sido resuelta, pero, al fin, ha quedado planteada y, en cierto modo, eso era lo esencial: qué diferencia con los años de Bush, en los que había quien se obstinaba en tratar como Estado aliado, o incluso amigo, al más canalla de los Estados canalla, al que daba cobijo a los cerebros de la organización, la base de la Base, su base de retaguardia, su base de masas, su base política, ideológica, económica, financiera.
Está el trabajo de los grandes servicios secretos occidentales y árabes, que, como un día sabremos, a lo largo de toda la década han venido desbaratando codo con codo algunos intentos de reedición de la tragedia que hoy se conmemora en Nueva York y en el resto del mundo, con sus casi tres mil víctimas (incluyendo a los heroicos bomberos de la ciudad).
Está el mundo arábigo-musulmán, cuyos titubeos, por no decir cobardías, ya han sido bastante fustigados como para no saludar ahora la toma de conciencia de la que está siendo escenario. Todo comenzó con los facebookers de Túnez y El Cairo, que descubrieron que había otra solución para la juventud del país, que no la confrontación aterradora y, en el fondo, cómplice, de la dictadura y la yihad: ¿qué es eso que ha dado en llamarse "primavera árabe", sino -según la hipótesis más pesimista- la reducción del yihadismo al rango de una ideología entre muchas, de una ideología perdida entre las demás, marginada y, lo que es más importante, privada del aura de la que disfrutaba cuando pretendía valerse de todo el prestigio que traen de la mano la radicalidad, la audacia y el monopolio de la oposición a las dictaduras de turno? Y continuó con los rebeldes de Bengasi, que descubrieron con estupor el rostro de un Occidente del que, según habían oído desde pequeños, solo podían esperar que les chupase la sangre y, de pronto, les tendía la mano, los salvaba de una masacre anunciada y los ayudaba a liberarse de un yugo que ellos asumían como invencible: creo que la guerra de Libia es el primer golpe -y un golpe probablemente fatal- contra esa idea del "choque de civilizaciones" que, antes de ser norteamericana, fue una idea de los Locos de Dios y, a partir de ahí, el terreno, el caldo de cultivo, la argamasa de sus organizaciones terroristas. Por esta razón la considero como una antiguerra de Irak, lo contrario de esa especie de castigo colectivo, de réplica, que quería ser también la guerra estadounidense en Bagdad, así como un acontecimiento decisivo en términos históricos.
Finalmente, y por consiguiente, está el hecho de que la parte que aún sobrevive de esa internacional del terror aparece cada vez más, incluso a ojos de aquellos a quienes debería seducir y enrolar, como lo que siempre ha sido -aunque lo fuese en secreto-: una organización criminal, un gang, la mayoría de cuyas víctimas se cuenta, hasta nueva orden, entre los mismos musulmanes, y cuyos padrinos nunca vieron el islam de otro modo que como una coartada, un instrumento de reclutamiento y de poder, una tapadera... ¡Que la vergüenza caiga sobre ellos! Esta nueva lucidez representa un progreso decisivo, pues un gang, por poderoso que sea, ya no puede aspirar a ese estatus mágico de Gran Organización que ofrece un proyecto de civilización alternativo a unos pueblos crédulos, drogados por la sumisión...
No digo que la partida haya terminado, sino que ha cambiado de naturaleza. Y que ahora tenemos los medios y el valor necesario para librar esta batalla, esta operación policial planetaria que va a consistir en aislar cada vez más los últimos focos del terror; y lo haremos juntos: los moderados del mundo arábigo-musulmán aliados con los occidentales. Al Qaeda ha perdido. -
La década que alumbró el ocaso/ ANTONIO CAÑO -
Diez años después del 11-S, Al Qaeda ha fracasado en su objetivo y EE UU es un país más seguro, pero la superpotencia no ha podido evitar entrar en declive
EL País, Washington - 11/09/2011
Es difícil decidir si el mundo cambia en un instante o los grandes momentos históricos son solo el exponente de un proceso largo y profundo que discurre en su mayor parte invisible. Cuesta determinar si el 11-S transformó Estados Unidos o fue el catalizador de un declive ya inevitable desde antes. Los 10 años transcurridos desde aquel ataque han corroborado, en todo caso, que la gran superpotencia se agota. No solo sufre para seguir asumiendo en solitario su papel de guardián universal de los valores que defiende, sino que pierde terreno en la competencia con otras naciones en un nuevo siglo que deja de ser exclusivamente americano.
No es eso mérito de los terroristas que estrellaron los aviones. Estados Unidos no ha perdido la guerra contra el terrorismo. Quizá no la ha ganado, ni nunca lo hará porque proponerse exterminar el terrorismo es como proponerse acabar con el mal, una causa perdida de antemano. Pero este es un país más seguro hoy que hace 10 años, mientras que los terroristas que lo atacaron están al borde de la extinción y su líder, Osama bin Laden, muerto. Al Qaeda no doblegó a EE UU ni, a la larga, ha debilitado su sistema democrático. Al Qaeda fracasó en su misión y ha sido derrotada militar, política y moralmente, como demuestra, entre otras cosas, el reciente alzamiento popular en el mundo árabe.
Aunque el secretario de Defensa, Leon Panetta, advertía hace pocos días de que "el riesgo de un atentado sigue siendo muy real", EE UU está mejor defendido, sus enemigos están acorralados y el terrorismo islámico no es hoy la principal preocupación de los norteamericanos. No es ese el motivo de su pesimismo actual ni la causa de la fatiga de su país. Tanto el desánimo como los síntomas del ocaso son estrictamente made in USA.
Sin embargo, existe una conexión entre el ataque del 11 de septiembre y el comienzo del declive norteamericano que no es solamente circunstancial y que resulta esencial para comprender la situación de este país 10 años después. Primero es necesario, no obstante, establecer, en los términos apropiados, la decadencia ocurrida en este periodo.
Esta puede ser una década trágica en la historia de EE UU, en el sentido de que ha cedido parte de su poder, pero en absoluto es una década perdida. El país ha progresado enormemente en este tiempo. La aportación de la ciencia norteamericana ha sido decisiva para el desarrollo de la investigación genética, la creación de vida artificial o los descubrimientos astronómicos. Las nuevas tecnologías de Internet, con el encumbramiento mundial de la marca Google y la consolidación de redes sociales como Facebook o Twitter, han abierto nuevos horizontes a la comunicación y le han dado un poderoso instrumento de expresión a ciudadanos de países que sufren el silencio impuesto por las tiranías. Millones de inmigrantes se han sumado a la búsqueda del sueño americano, atraídos por una economía que sigue siendo, con gran diferencia, la mayor y más sólida de un solo país. El reciente ataque a Libia demostró que los medios militares norteamericanos son todavía inigualables y que la OTAN no sobreviviría sin la dirección y la aportación estadounidenses. Al mismo tiempo, la presencia de la flota y las tropas norteamericanas sigue siendo esencial en la contención de países como Corea del Norte o Irán y para el mantenimiento de un equilibrio pacífico en los cinco continentes.
En estos 10 años, también la sociedad norteamericana se ha modernizado interiormente, ha crecido el respaldo popular a causas como la protección del medio ambiente o el matrimonio entre homosexuales, y ha sido testigo de una impresionante movilización política de los jóvenes que permitió la elección del primer presidente negro de la historia del país, Barack Obama.
Los progresos son evidentes en otras áreas sociales, culturales, económicas y políticas: la comunidad hispana está mejor integrada -una latina ocupa por primera vez un puesto en el Tribunal Supremo-, ha crecido extraordinariamente el índice de lectura gracias a la implantación de los soportes electrónicos, la renta per cápita de los norteamericanos ha aumentado en más de un 25% y, pese a la actual etapa de división partidista, el sistema democrático ha sabido regenerarse después de unos primeros años en los que la Administración de George Bush lo puso contra las cuerdas.
El Estado de derecho ha acabado siendo más fuerte que la presión que se ejerció sobre él para amoldarlo a las conveniencias políticas. Una tras otra, todas las medidas impuestas por el Gobierno anterior para violar los límites de la ley -las torturas, las cárceles secretas de la CIA, las escuchas telefónicas, las detenciones indefinidas, los arrestos sin pruebas- han sido derribadas, bien por las instituciones de justicia o por la movilización de la sociedad civil, a lo largo de estos 10 años. Y aunque aún queda abierto Guantánamo -de lo que hay que culpar tanto al Congreso, por impedir su cierre, como a Obama, por su falta de liderazgo-, el panorama de la democracia norteamericana ha recuperado la normalidad.
Pese a todos estos éxitos, la hegemonía de EE UU es hoy menor que hace 10 años. No exactamente por lo sucedido entonces, como decíamos antes, pero sí vinculado a aquello.
El 11 de septiembre de 2001 el territorio continental de EE UU fue por primera vez en su historia objeto de una agresión extranjera, se produjeron más muertos que en el bombardeo de Pearl Harbour y fueron derribadas las Torres Gemelas de Nueva York. No solo fueron atacadas: se desmoronaron como dos enormes colosos de barro ante los ojos atónitos de toda la población, lo que psicológicamente hace una gran diferencia. También fue atacado ese mismo día el Pentágono, pero rápidamente fue reparado y ahí sigue hoy, sin que nadie le preste ni la mitad de atención.
Una humillación así exigía una respuesta contundente, y el encargado de ejecutarla fue un presidente que encontró en ello la razón para imponer un proyecto y una ideología particulares. Nadie podía pararlo. Internamente, casi un 60% de los norteamericanos estaban en ese momento dispuestos a sacrificar sus libertades a cambio de la seguridad que Bush les prometía. Externamente, la fuerza militar de EE UU era incontenible, y en esa oportunidad contaba, además, con la justificación de quien actúa en legítima defensa. Podía haber hecho, literalmente, cualquier cosa que le hubiera venido en gana.
Invadió Afganistán, en un acto efusivo de cólera y venganza, sin método ni estrategia. Ciertamente, en Afganistán estaban los autores intelectuales de la agresión sufrida, que encontraron allí cobijo y sustento. Pero estos pudieron huir antes de caer en manos de los soldados invasores y lo que quedó detrás fue una guerra sin sentido ni fin que aún se sigue librando hoy y cuyos costes políticos y económicos se siguen pagando todavía.
Aquello parecía, sin embargo, insuficiente para compensar la afrenta recibida, y el Gobierno encontró en el cajón un proyecto previamente diseñado para invadir Irak y derrocar a Sadam Husein con la excusa de que, en aquellas circunstancias tan adversas, EE UU no podía convivir con el riesgo de un régimen de esa naturaleza al que acusaba de tener armas de destrucción masiva. Pese a demostrarse la falsedad de ese dato, tanto Bush como su vicepresidente, Dick Cheney, han seguido, en recientes biografías, reivindicando la necesidad de esa guerra, con el argumento de que el mundo sería mucho más inseguro si Sadam Husein hubiera seguido en el poder.
Quién sabe cuál hubiera sido la suerte del dictador iraquí si EE UU no hubiera intervenido. Quizá habría sido destituido por sus propios compatriotas, como Hosni Mubarak o Muamar el Gadafi, o quizá sería un aliado norteamericano contra Irán, como fue en algún momento de la historia. Lo cierto es que hace tiempo que los norteamericanos dejaron patente su oposición a ambas guerras -mucho antes y mucho más claramente a la de Irak-, en las que llevan perdidos a más de 6.000 soldados, el doble de los muertos del 11-S.
En esas guerras, particularmente en la de Irak, EE UU enterró más que hombres y mujeres: enterró también su prestigio como nación. Cuando Obama asumió la presidencia, la mayor parte de los europeos consideraba a EE UU una mayor amenaza para la paz mundial que cualquier régimen árabe. En países esenciales para la estrategia norteamericana, como Turquía, la popularidad de EE UU bajó del 20%. En el conjunto del mundo musulmán, la guerra de Irak y la reacción norteamericana al 11-S generó un movimiento de simpatía hacia las ideas de Al Qaeda que solo pudo ser contenido, años después, cuando se produjo un relevo en la presidencia en Washington y quedó claro que la mayoría de las víctimas de Al Qaeda eran musulmanas y que la opresión de los árabes no venía del otro lado del Atlántico sino desde las capitales de sus propios países.
EE UU gastó más de un billón de dólares en Irak -la cuenta crecerá hasta la retirada total a finales de este año- y lleva invertido algo más de eso en la guerra de Afganistán. Si se le añaden los gastos suplementarios que esos conflictos han supuesto en la Administración del Pentágono y de las fuerzas armadas, se calcula que se han dedicado tres billones de dólares a dos guerras políticamente perdidas.
Aún peor que el error de las guerras fue la obsesión por la seguridad. Aunque los políticos norteamericanos presumen de que sus compatriotas supieron vencer al miedo, es innegable que EE UU se sintió vulnerable después del 11-S y que ese sentimiento de vulnerabilidad colectiva se trasladó a cada uno de los individuos hasta el punto de transformar sus vidas. La cotidianidad de los estadounidenses se llenó de códigos de seguridad naranjas o rojos. Cada viaje se convirtió en una penitencia de controles y riesgos. Periódicamente, esta o aquella ciudad se ve todavía soliviantada por una amenaza de atentado, real o exagerada. El país vive en una especie de alerta continua ante enemigos ocultos que esperan la menor distracción para hacerle daño.
Como consecuencia, el aparato de seguridad ha crecido desproporcionadamente y la burocracia que lo sostiene ha echado sobre las espaldas de esta nación más peso del que es capaz de sostener. Desde el 11-S se han creado el Departamento de Seguridad Interior, la Oficina del Director Nacional de Inteligencia y el Centro Nacional Contraterrorista. Se han ampliado la CIA y el FBI y se les ha dado nuevos y más extensos poderes. A cambio de seguridad, EE UU ha perdido frescura y agilidad. Y ha gastado toneladas de dinero. De acuerdo con los cálculos de Dennis Blair, antiguo director de inteligencia con Bush y Obama, EE UU emplea actualmente unos 80.000 millones de dólares (casi 60.000 millones de euros) al año exclusivamente en labores de protección y vigilancia, sin contar las guerras y los despliegues militares.
El resultado es que EE UU empezó este siglo con superávit presupuestario y hoy acumula un déficit de 1,5 billones de dólares y una deuda de más de 14 billones. En su discurso ante el Congreso esta misma semana, el presidente Obama advirtió, en alusión a la situación económica, que "es necesario establecer prioridades porque simplemente no podemos hacerlo todo".
El mayor poseedor de la deuda acumulada en este periodo es China, cuya economía era hace 10 años cinco veces menor que la norteamericana y hoy, mientras EE UU perseguía sombras en desiertos lejanos, se ha convertido en la segunda mayor del mundo.
La alarma económica no llegó, sin embargo, hasta que en 2008 no se produjo la quiebra del sistema financiero y el estallido de una crisis cuyos flecos todavía se sienten hoy. Probablemente el peor efecto a largo plazo de esa crisis es la desconfianza que generó hacia el sistema en el que los norteamericanos han creído siempre. De repente, los ciudadanos de este país se han hecho hostiles a los bancos, al dinero y a las autoridades responsables de administrarlos. El pueblo celebrará hoy sin duda el levantamiento de nuevas y prometedoras torres en el World Trade Center, pero esa celebración se ve paliada por la cruda e inmediata realidad de un paro de más del 13% en el sector de la construcción.
Esta es, sin duda, una nación con una fe en sí misma y una capacidad de revitalización realmente envidiables. Puede ser perfectamente capaz de adaptarse a una época volátil que exige un dinamismo del que hoy carece. Para ello son más precisas las reformas estructurales que el Ejército. Pero, aun teniendo éxito en esa tarea, la supremacía indiscutible de la que gozó durante la mayor parte del siglo pasado probablemente desapareció para siempre entre las cenizas de la Zona Cero.

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