11 sept 2011

Una jornada en el casino: –¿Y si vuelve a perder?

“Señora Virginia Sánchez, señora Virginia Sánchez, a la entrada del casino la espera su marido”.
Una jornada en el casino
Rodrigo Vera, reportero
Revista Proceso # 1919, 11 de septiembre de 2011;
“Como el casino Palmas, ninguno”, dicen sus clientes. Personas de todas las edades acuden a jugar las 24 horas que permanece abierto este sitio. Adentro del local, ubicado en la zona clasemediera de Naucalpan –uno más de la cadena de casinos de la que es permisionario Rojas Cardona– no se sabe si es de día o de noche. Atrapados por la codicia, los jugadores no se separan de las máquinas tragamonedas, las mesas de póker o las ruletas, sino hasta que quedan desplumados. Hay quienes han tenido que vender sus bienes para pagar las deudas… o la cuenta del psicólogo que los ayude a salvarse de la ludopatía.
“¡Voy a ganar! ¡Ahora sí llegó mi desquite!”, exclama Joel Solares mientras se quita el saco y se afloja el nudo de la corbata antes de sentarse ante una máquina tragamonedas del casino Palmas.
Empleado de una empresa que trabaja para la alcaldía de Naucalpan, el animoso jugador agrega: “La semana pasada perdí 5 mil pesos. Hoy vengo a reponerme. Me escabullí de la oficina sólo para venir a jugar. Unas dos horas fuera del trabajo no son nada. En ese tiempo calculo recuperar lo que perdí”.
–¿Y si vuelve a perder?
–¡No! ¡Vengo a ganar! Siempre hay que llegar con la mentalidad del triunfador. Eso trae buena suerte. Si no, uno mismo se echa la sal.
–¿Viene seguido al casino?
–De vez en cuando, sobre todo en los días de quincena. El juego te relaja y te desconecta de tus problemas… Y si sabes jugar, ganas buen dinero.
Los cientos y cientos de jugadores que –como Solares– llegan diariamente al casino Palmas dejan sus vehículos en el enorme estacionamiento del centro de apuestas, con capacidad para mil 400 automóviles. Son apenas las 11 de la mañana y los valet parking ya están ajetreados recogiendo llaves de vehículos y entregando los tickets de estacionamiento.
Los jugadores pasan después por el módulo de inspección a la entrada del casino. Allí hay guardias uniformados, con armas largas, un arco detector de metales e inspectores que revisan portafolios y bolsas de mano. Altas palmeras de plástico se alinean frente a la fachada del casino, cuyos muros azules y brillantes fueron construidos en forma ondulada para semejar el oleaje del mar. La intención es transmitir la sensación marina del trópico.
Es el casino Palmas una hermética y enorme construcción cúbica –con la misma forma y dimensión de una Mega Comercial Mexicana– sin ventanas. Se asienta en el cruce de Periférico Norte y avenida Jardines de San Mateo, en Naucalpan, Estado de México, a tiro cercano de los fraccionamientos de clase media acomodada de Satélite y sus alrededores.
Tan pronto se pasa la revisión y se entra al casino por la única puerta de acceso, desaparece totalmente la luz del día y domina una semipenumbra de suaves luces artificiales; alumbran los monitores de las máquinas de juego diminutos focos intermitentes que chispean aquí y allá, o pantallas de televisión que –sin volumen– trasmiten competencias deportivas.
Fuera del tiempo
Es como entrar a una cápsula que desconecta del tiempo y del espacio. No se siente el paso del sol, la caída de la tarde ni la llegada de la noche. El calor, el frío o la lluvia hostigan sólo en el mundo de afuera. Aquí –al abrigo de un ambiente confortable y del aire acondicionado que mantiene la temperatura óptima– el apostador puede concentrarse solamente en el juego.
Gilberto, un apostador empedernido que hace fila para sacar la tarjeta de crédito que le permitirá jugar, dice en tono sentencioso:
“Para venir a jugar se necesitan dos cosas: dinero y tiempo. No hay más. Y al jugar hay que olvidarse del paso de las horas para poder concentrarse.”
–¿Y qué los mueve al juego?
–La ambición por el dinero, qué otra cosa puede ser. Hay que reconocerlo. Aunque muchos empiecen a jugar por curiosidad, finalmente se envician y les gana la codicia. Es el motor que nos mueve a todos.
Gilberto señala las hileras de ludópatas que aguardan llegar a las ventanillas para trocar ahí su dinero por tarjetas electrónicas. Comenta:
“Mire al gentío desesperado. Mírelo. El Palmas es el casino más grande y concurrido que conozco. He jugado en muchos casinos: en los Play City de Televisa… en los Caliente de Hank Rhon… en muchos. Pero ninguno como el Palmas”.
Ansiosos por ponerse a jugar, en las filas aguardan hombres maduros, muchas damas encopetadas sacando dinero de sus bolsas, una que otra joven estudiante con su mochila al hombro, ancianas y ancianos que van a gastar sus pensiones. Incluso se ve a un viejo en una silla de ruedas empujada por una enfermera.
–¿Cuánto le pongo de crédito? –preguntan los jóvenes cambistas tras las ventanillas de cristal.
–Dos mil pesos. Sólo pienso jugar eso.
–Póngamele tres mil.
–¡500 pesos! ¡Sólo 500!
Entran y entran los billetes. Van saliendo las tarjetas de crédito doradas, con su chip, su clave y una leyenda que dice: “Socio Palmas”.
Ya con las tarjetas cargadas, los jugadores se diseminan por los ondulantes laberintos de máquinas de juego, entre palmeras artificiales como las de afuera. Escogen una máquina y meten la tarjeta por una ranura. En pantalla les aparece el monto del crédito… y finalmente empiezan a jugar enfebrecidos.
Son personas solitarias que durante horas permanecen absortas ante las pantallas. Fuman cigarro tras cigarro. Tiran las cenizas y apachurran las colillas en ceniceros rojos dispuestos a un lado de las máquinas de juego. El humo casi ni se nota por los potentes inyectores de oxígeno.
Los jugadores suelen ser supersticiosos. Un trajeado sesentón entrecierra los ojos y, sobre sus muslos, coloca sus manos con las palmas hacia arriba. Explica en un murmullo, como en trance: “Las palmas hacia arriba jalan la buena suerte. Es un pase mágico con mejores resultados que cualquier amuleto”.
Más allá, una señora se persigna, luego se besa las yemas de los dedos y deposita el beso en la pantalla de su máquina, pidiéndole una buena jugada. Otros más acarician sus máquinas con el mismo propósito. Hay quienes encienden y apagan constantemente sus teléfonos celulares pues aseguran que esto provoca que las máquinas se desprogramen y arrojen buenas sumas de dinero.
Una joven rubia está concentrada en el juego Golden incas. Su suerte depende de que le aparezca en pantalla el mayor número de íconos que representan a una estatuilla inca de oro. Por lo menos una línea horizontal con esas imágenes. La joven soba con los dedos la imagen de la estatuilla, diciéndole esperanzada: “Dame suerte, dame suerte, dame suerte”.
Aprieta el botón. Corren vertiginosamente varios íconos. Se detienen como se detiene una ruleta. Le falló la tirada. Perdió. Sólo aparecen dos figuritas separadas del idolillo de oro. La pantalla también le marca que el crédito de su tarjeta se agotó. Lívida, la joven da un puñetazo a la pantalla, enciende otro cigarro y abre su cartera para ver cuánto dinero le queda. Grita desesperada:
“¡Carga!… ¡carga!… ¡carga!”
Y aparece de inmediato un empleado del casino a recargarle la tarjeta en su lugar, para que así ella no se levante y haga fila ante las ventanillas. La joven entrega los últimos billetes que le restan.
Con los botones de las máquinas, los ludópatas escogen el monto de sus apuestas, que van de centavos a pesos. Hay botones para apostar hasta 150 pesos por tiro, apuestas que concluyen en cuestión de segundos. Al ganar pueden duplicar, triplicar o cuadruplicar lo apostado o aun ganar mucho más, dependiendo del número de íconos de la suerte que aparezcan en pantalla.
Todo es cuestión del azar. El azar lo rige todo.
Imágenes de fantasías
En la semipenumbra del casino Palmas lo que más destaca son las imágenes con luz que se proyectan en cada máquina. Son íconos y dibujos animados que muestran un mundo fantasioso donde abundan los tesoros.
Cada juego proyecta en imágenes sus propias fantasías. En el Bright diamonds aparecen grandes diamantes entre montañas de nieve y pingüinos juguetones. En el Sahara dreams danzan las monedas de oro al ritmo de una bailarina del desierto. El Golden pearl muestra, en el fondo submarino, cofres repletos de doblones y perlas abandonados por los bucaneros.
Brazilian dancer, Lucky fountain, Aztec princess, Exotic orient, Flamenco flame, Happy days, Golden reef… todos los juegos transportan a una irrealidad que hipnotiza al jugador, manteniéndolo frente a la máquina.
Doña Lucía deja de jugar por un momento, se quita las gafas y chasquea los dedos como quien despierta a alguien:
“Hay que saber sustraerse al hechizo del juego –dice–. Los casinos son una especie de fumaderos de opio: de pronto te provocan un estado que te hace como levitar. Juegas y juegas y ya no sabes de ti. Por momentos pierdes la voluntad y la razón.”
–…y el dinero.
–Sí. Sobre todo el dinero. Yo he logrado controlarme. Llego aquí y me digo: ‘Mi tope son mil pesos’. Pero a veces pierdo la cabeza y gasto un poco más. No tanto. Por suerte no tengo que mantener a nadie, mis hijos ya están mayores. Vengo aquí para pasar el tiempo. Me divierto.
“Antes me acompañaba una amiga. A ella sí le fue muy mal. Se envició tanto que le decía vámonos y ella no se iba. Aquí se quedaba todo el día, ni siquiera comía. Quedó el puro esqueleto. Ahorita la atienden un psicólogo y un nutriólogo.
“Pero eso no es nada. En este casino ocurren dramas peores. Viene gente que ha tenido que vender su coche o su casa para pagar deudas de juego. Unos han perdido el empleo. A otros les ha costado su matrimonio.”
–¿Usted lleva mucho jugando?
–Unos tres años. Unas amigas me jalaron. Me gustó jugar y ahora vengo de vez en cuando.
Los ludópatas continúan absortos en sus máquinas. Eufóricos por un golpe de suerte o molestos al perder una jugada, siempre esclavizados al azar. En un área especial hay una ruleta en torno a la que juegan cuatro personas, al lado está la mesa de póker virtual y más allá un bar bien surtido.
Son las tres de la tarde. Por un altoparlante una voz femenina les recuerda a los cientos de jugadores que llegó la hora de la comida: “Damas y caballeros, les anunciamos que pueden pasar a nuestro servicio de bufet. Ustedes podrán escoger chambarete al vino tinto, pollo al orégano, ensalada griega, filete de pescado al ajillo, pato a la naranja, sopa campesina, puré de papa…”.
El bufet es variadísimo en el lujoso restaurante de blancos manteles. Y además barato; cuesta sólo 85 pesos. Aun así muy pocos dejan su máquina para ir a comer. Llegan a la mesa con desgano. Se sientan con la mirada perdida en algún punto lejano, como zombis. Comen de prisa por el ansia de regresar al juego.
Ondulados son los muros interiores del casino, onduladas son las figuras que adornan la extensa alfombra, ondulada la decoración del techo y ondulados como el oleaje marino son los pasillos formados por las máquinas del casino Palmas. En el centro del techo, como un símbolo de la fortuna, gira un enorme diamante de cristal lanzando resplandores.
Por los pasillos deambulan meseros cargando bandejas en las que llevan vasos con café, agua o refresco, que ofrecen solícitos a los absortos jugadores. “¿Un cafecito?”, “¿una Coca Cola?”.
Vuelve a escucharse el altoparlante: “Señora Virginia Sánchez, señora Virginia Sánchez, a la entrada del casino la espera su marido”.
Una mujer saca la tarjeta de la máquina, recoge el bolso y camina de prisa por el pasillo que lleva a la salida. Bajo una palma sintética discute con el esposo, quien la jala del brazo y se la lleva.
El tiempo sigue pasando imperceptible. Mendiga una joven que ha quedado desplumada: “¿Me puede dar 50 pesos para seguir en el juego?”, va preguntando por un corredor atiborrado de ludópatas. Alguien se compadece y le extiende un billete.
A esas horas Joel Solares sigue frente a la máquina. No regresó a su trabajo ni recuperó los 5 mil pesos que perdió la semana anterior. Más bien sigue perdiendo. Está lívido y despeinado. Por la camisa abierta le asoma la pelambre del pecho.
“Me encontré con un compañero y le vendí mi corbata Scappino para sacar dinero. ¡Voy a ganar!… ¡voy a ganar!… ¡voy a ganar!”, repite como autómata.
Va llegando más gente. El casino se pone hasta el tope. Afuera ya anocheció. Cae una llovizna. Un acomodador de autos ve su reloj y comenta: “Al rato se ocuparán los mil 400 cajones del estacionamiento. De aquí a las tres de la mañana se nos cargará la chamba”.
El casino no duerme. Está abierto las 24 horas. Y por las noches a las palmeras artificiales las iluminan luces multicolores. 

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