20 may 2012

Carlos Fuentes hace medio siglo/José Emilio Pacheco

Carlos Fuentes hace medio siglo/José Emilio Pacheco
Revista Proceso # 1855, 20 de mayo de 2012
Al terminar 1961 yo tenía 22 años, era en teoría secretario de redacción de México en la Cultura y en realidad un simple ayudante de Vicente Rojo. Con su inagotable maestría Rojo diseñaba cada semana un número distinto y asombroso del que, con el tiempo, se llegó a considerar el mejor suplemento que ha habido en México.

El fin de México en la Cultura
El miércoles 6 de diciembre de aquel año remoto llegué a las doce y media, como todas las semanas, a la sede de Novedades en Balderas y Morelos, que había sido el recinto de la YMCA (la Guay, Asociación Cristiana de Jóvenes), cruento escenario de la Decena Trágica. El edificio aún conservaba huellas de las balas. Para mí el suplemento era lo más firme del mundo. Con incredulidad escuché de Fernando Benítez que acababan de cesarlo como director de México en la Cultura. La causa no indicada pero a la vista de todos eran los artículos que Benítez y Carlos Fuentes escribían en la revista Política de Manuel Marcué Pardiñas en defensa de la Revolución cubana y muy críticos del régimen del PRI y de Adolfo López Mateos.

En un acto insólito que nunca se ha repetido, para las seis de la tarde la redacción entera había renunciado en solidaridad con Benítez. Entre los colaboradores unos cuantos tenían otros medios de vida. El caso extremo era el de don Francisco Pina, crítico de cine y representante ejemplar del exilio español, quien no contaba para vivir más que con los 200 pesos de su colaboración semanal. Se decidió sacar un número de despedida que apareció el sábado 9 de diciembre.
Doce años antes, en 1949, su gran amigo Fernando Canales había llevado a Benítez al periódico de Rómulo O´Farril tras un pleito con Ernesto P. Uruchurtu, subsecretario de Gobernación, a raíz de la muerte del ministro Héctor Pérez Martínez. Benítez, director de El Nacional, donde inició con Luis Cardoza y Aragón y Juan Rejano las páginas culturales, se había quedado en la calle como iba a sucederle de nuevo en 1961. Para entonces dirigía Novedades Ramón Beteta, quizá el más destacado colaborador de Miguel Alemán en su paso de 1946 a 1952 por la presidencia.
Alguien llamó mafia al grupo sin grupo de México en la Cultura y la Revista de la Universidad. La expresión se atribuye a Margarita Michelena o a Luis Spota. El natural resentimiento se alimentaba con imágenes míticas de residencias con alberca y autos deportivos. Tenían una base real en la medida en que Benítez compró en efecto, y a plazos, un vehículo de esta naturaleza a cambio de habitar un lúgubre apartamento de renta congelada en Ignacio Mariscal y llevar una vida de trabajo y aislamiento en un cuarto que le prestaba Guillermo Haro en el Observatorio de Tonantzintla.
Por su parte, Fuentes siempre tuvo la habilidad de alquilar casas de amigos ricos que le daban la apariencia de una prosperidad inexistente. Para los demás, los únicos medios de transporte eran los camiones y los tranvías. Tomar taxis era en esos tiempos un lujo tan impensable como hacer llamadas de larga distancia.
Y el comienzo de La Cultura en México
Aquel fin de semana, en el jardín de la casa de Margarita Urueta en San Ángel que ocupaba Fuentes, se resolvió continuar el suplemento. Sí pero ¿cómo, en dónde, con qué dinero? Fueron meses no de incertidumbre sino de desolación total hasta que al fin el presidente López Mateos mandó llamar a Benítez y le dijo que una tarea tan importante no debía perderse por el bien de México: él daría 150 mil pesos para que el suplemento continuara. José Pagés Llergo acogió la nueva publicación en las páginas de Siempre!. Así, en febrero de 1962 apareció el primer número de La Cultura en México. Director: Fernando Benítez; jefe de redacción: Gastón García Cantú; director artístico: Vicente Rojo.
Abrió la entrega inicial la Oración del 9 de febrero, páginas de Alfonso Reyes acerca de la muerte de su padre, inéditas durante 30 años. En los siguientes números alternaron Pablo González Casanova, Jesús Silva Herzog, Víctor Flores Olea y Enrique González Pedrero con nuevas páginas de Octavio Paz, Juan José Arreola y Rosario Castellanos. A las entrevistas de Elena Poniatowska y Emmanuel Carballo se sumó la nueva crítica de Juan García Ponce, Jorge Ibargüengoitia, Juan Vicente Melo, Emilio García Riera. Carlos Monsiváis que empezó a hacer comentarios devastadores sobre la televisión en México y tradujo para definirla la expresión inglesa “The Idiot Box”, la caja idiota. Ante la furia y la desolación de sus consumidores habituales, las páginas en color que antes habían ocupado muchachas en bikini, la mayor audacia erótica de entonces, se destinaron a presentar la nueva pintura, sobre todo la abstracta.
Hubo un número extraordinario dedicado a la victoria del 5 de Mayo que preparó García Cantú con ilustraciones de la época. Y en aquel mayo de 1962 aparecieron al mismo tiempo Aura y La muerte de Artemio Cruz. Opinó Benítez: “Carlos Fuentes ha escrito la novela más singular, más hermosa y más valiente de México”. Contra la idea dominante del elogio mutuo y desenfrenado, añadió sus reservas: “Para mi gusto a veces es demasiado esquemático, demasiado sumario. A veces también no desarrolla los temas como fuera deseable en un maestro del relato sino que los rompe y los fragmenta como hacen los músicos modernos, pero en todo caso esa es su técnica, una manera de contrastar, de oponer lo fragmentado y lo sumario al desenvolvimiento pleno y a la forma de potenciar los grandes capítulos que integran el cuerpo de la obra… La muerte de Artemio Cruz encierra la grandeza, el drama, la sordidez, la pureza y la ternura de México. Es su palabra, su signo, su esperanza.”
El asesinato de Rubén Jaramillo
Las relaciones con el presidente que habían empezado a tensarse con una encuesta sobre la libertad de prensa en México entraron en crisis con el número 21: “Un día en la Tierra de Zapata: testimonios sobre la vida y la muerte de Rubén Jaramillo”, textos de Benítez, Fuentes, Flores Olea y León Roberto García (julio 11 de 1962.) Los investigadores que se acerquen a una época tan lejana han de tomar en cuenta que La Cultura en México aparecía con fecha adelantada de tres semanas, lo cual significa que este número se preparó hacia el 20 de junio.
El líder agrario Rubén Jaramillo, sus hijos y su esposa embarazada fueron asesinados en una operación militar. A la pregunta de Flores Olea sobre quién mató a Jaramillo, un viejo ejidatario contestó: “Lo mataron todos los que tienen poder, los que son ricos y quieren todo para ellos sin importarles nada ni nadie”.
El último texto del número es “Xochicalco, altar de la muerte.” En él Fuentes cita a un campesino de la región: “Se murió el jefe. Ahora todos somos Jaramillo.” Ante las ruinas prehispánicas “otros son los jueces, los dignatarios, los sacerdotes; idéntica la barbarie de México, idéntico el terror nocturno y solar de México. Sentados en la silla de oro, los nuevos poderes de la barbarie y el poder mexicanos ofician en la vieja ceremonia de la sangre. El gobernador. El general. El cacique. El diputado. El hombre de negocios. Pero no exigen sangre para alimentar a la deidad, al Sol o a la naturaleza, ni para apaciguar las furias de lo indomable. La exigen para engordar sus cuentas de banco, robar las tierras de quienes las trabajan, mantener en el hambre, la enfermedad y la ignorancia a los millones de campesinos para quienes la Revolución Mexicana es todavía una promesa de futuro a fuerza de ser una mentira del presente.”
Rosa García, la suegra de Jaramillo, les dijo esa mañana en Tlaquiltenango a Fuentes y a sus amigos, el epitafio de Jaramillo: “Lo asesinaron por hacer el bien a sus semejantes. Lo asesinaron porque quería tierras para los pobres y que no hubiera campos sin cultivar”.
Presencia de García Márquez
En ese mismo número 21 se publica un cuento de Gabriel García Márquez, “La prodigiosa tarde de Baltasar”, y en forma anónima una doble reseña mía de El coronel no tiene quien le escriba y Los funerales de la Mamá Grande. Salvo prueba en contrario, bien puede ser la primera que se escribió en México acerca del entonces todavía futuro autor de Cien años de soledad.
López Mateos consideró una ingratitud lindante con la traición la crónica sobre Jaramillo y retiró el subsidio para el suplemento. José Pagés Llergo se hizo cargo de la impresión, del papel y de la nómina. Todo cambió dentro de Siempre! a partir de entonces y, en gran parte por generosidad de Fuentes y con el apoyo de Benítez y Rojo, me vi convertido en jefe de redacción, cargo que ocupé hasta l971, excepto durante el crucial 1968 en que Monsiváis ocupó el puesto mientras yo enviaba desde Inglaterra y Francia las crónicas también anónimas que ha desenterrado Jorge Volpi.
El valor de Carlos Fuentes
Como iba a ocurrir después con Cien años de soledad y Conversación en La Catedral, la recepción inicial de La muerte de Artemio Cruz fue negativa. De ello da testimonio una polémica en la Revista de la Universidad (agosto de 1962) entre Carlos Valdés y yo, que hice una muy torpe defensa de esta novela. Nacido el mismo año que Fuentes, Valdés fue un muy notable escritor al que se ha olvidado injustamente. Por fortuna, Rafael Vargas ha emprendido su reivindicación y planea la reedición de sus obras.
En cambio Aura fue aceptada de inmediato con los mayores elogios. Continuaba una línea de literatura fantástica que Fuentes ejercía con destreza desde su primer libro de 1954 Los días enmascarados, sobre todo en los cuentos “Chac Mol” y “Tlactoatzine del Jardín de Flandes”, donde aparece la figura de Carlota, presente en varias de sus narraciones y sus obras de teatro.
Con Las buenas conciencias (1959), Fuentes había iniciado una tercera línea de su producción narrativa, un vasto ciclo de novelas realistas en que bajo el título general de “Los Nuevos” iba a dar el más amplio panorama de nuestra existencia nacional en las décadas del siglo XX hasta entonces transcurridas. Es tentador pensar en que para fines de esa centuria Fuentes hubiera acumulado a través de estas novelas realistas un corpus narrativo semejantea que trazaron sus contemporáneos estadunidenses John Updike y Philip Roth.
Fuentes eligió el camino más arduo, el de una narrativa experimental, en el más amplio sentido de la palabra, que nunca repitió sus hallazgos ni sus certezas y se empeñó en darnos hasta el final narraciones siempre arriesgadas y diferentes.
Con las celebraciones por los 80 años de sus grandes amigos Elena Poniatowska y Vicente Rojo, nos disponíamos a festejar el medio siglo de La Cultura en México y sobre todo de Aura y La muerte de Artemio Cruz. Su autor parecía más vital y más dispuesto a trabajar que nunca. Estaba a punto de publicar dos nuevos libros y tenía muy avanzado “El baile del Centenario”, pieza fundamental en el gran monumento narrativo que forma “La Edad del Tiempo”, cuando nos estremeció la noticia de su muerte. Pero la apoteosis que se vivió en las calles de la capital y en el Palacio de Bellas Artes muestra que México lo reconoce al fin como su gran novelista y el escritor irremplazable que siempre ha sido y será Carlos Fuentes. l
JEP

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