25 mar 2013

Kant en el callejón del gato/ Emilio Trigueros


Kant en el callejón del gato/ Emilio Trigueros es químico industrial y especialista en mercados energéticos.
 El País | 25 de marzo de 2013
Al investigar los fundamentos de la ética en su Crítica de la razón práctica, Kant no pretendía ofrecer una serie de buenas prácticas y recomendaciones útiles: aspiraba a demostrar que la razón moral que habita el interior de toda persona seguía una ley central, del mismo modo que el movimiento de los astros cumplía la ley de la gravedad. Como es sabido, Kant expresó esa ley de la razón moral así: obra siempre de manera que puedas desear que tu comportamiento se convierta en legislación universal. En sus obras, Kant expuso distintos ejemplos de zonas grises morales, que proponía resolver determinando si sería posible una sociedad en la que todos se comportaran de esa manera. Aplicado ese método al pasado reciente de nuestro país, rendiría algo así como esto: cada vez que un líder político se rodeó de una guardia de fieles en vez de abrir su organización a los mejores; cada vez que un directivo tomó decisiones que ponían en juego irrazonablemente el futuro de su empresa,
pensando en maximizar su bonus; cada vez que un analista no advirtió a sus jefes con suficiente insistencia del riesgo de una operación; todos ellos creían habitar en esa zona gris del realismo y de las justificaciones genéricas del tipo “así es como funcionan las cosas”. Por desgracia, la conclusión de la prueba de Kant está a la vista: si en amplias capas de la sociedad cunden esos comportamientos individuales, si se normaliza que lo amoral es inteligente, el resultado es un país enfermo y desquiciado.
Esa confusión entre intereses propios, o de grupo, y el territorio moral de Kant, donde la razón de cualquier ser humano puede acceder al mismo conocimiento del bien, es intrínseca a la vida; pero ha resultado particularmente hipertrofiada por la desmesurada primacía ideológica que ha adquirido la economía y que se sintetiza en el principio de que debe hacerse “lo necesario y que funcione económicamente” —una solemne perogrullada con la que, por cierto, cualquiera hace de su capa un sayo—. A quienes siguen la actualidad se les endosan a diario multitud de cifras y estadísticas, y los líderes políticos apenas se dirigen a ellos más que usando lemas manidos (sobre competitividad, productividad, austeridad…); en cierto modo, la clase política está pagando ahora la penitencia por haberse presentado durante años como talismanes que dominaban los engranajes mágicos de la economía y a los que debíamos atribuir el crecimiento y las infraestructuras; súbitamente, “la economía” se ha transformado en una despiadada fuerza a la que se someten por responsabilidad. Bajo las formas de debates teóricos y medidas varias, lo que viene sucediendo desde 2010 en la UE es una gigantesca renegociación de deudas y garantías últimas de pago, destinada a evitar pánicos financieros en cadena como el que siguió a la caída de Lehman Brothers en Estados Unidos; con la diferencia de que, mientras de la crisis financiera norteamericana existe una investigación pública con múltiples testimonios ante el Congreso de EE UU, los europeos seguimos sin tener la menor idea de cómo fue posible que los Gobiernos griegos fueran sobrefinanciados temerariamente, o sobre por qué comenzó a llover dinero del cielo para empresas, bancos y familias de España en cierta época. A falta de que alguien sea responsable de algo, los españoles hemos ido aprendiendo a bofetadas que los mercados financieros funcionan con principios tan sencillos como aprovechar o inducir subidas de precios de activos (en especial allí donde detecten agentes incautos y asimetrías de información), con el objetivo de recoger beneficios y largarse justo antes de que los cambios del viento derriben el castillo de naipes.
Una herencia intangible de la llamada burbuja es que seguimos siendo incapaces de abordar nuestros problemas sin abjurar de esa preeminencia del “lo que funcione económicamente”, y de la visión inherente de que la sociedad no es más que una trama de intereses particulares que hay que encajar. Ante ese pragmatismo inexpugnable que se extienden en tópicos hasta el infinito, cabe citar lo que Kant escribió, años antes del surgimiento de las ideologías: “Como quiera que el interés propio es universal, hay hombres juiciosos a los que se les ha ocurrido que la búsqueda del propio interés es la única ley común natural posible. Sin embargo, nada puede resultar más extravagante; pues convertir la suma de los intereses individuales en ley de una sociedad solo puede conducir a antagonismos y al exterminio de la sociedad; esto es, el principio del interés propio se trata de lo más opuesto a lo que podamos desear que se haga ley moral, pues destruiría la sociedad”.
Es difícil que algún europeo no desee una Europa que sea el territorio de la razón de Kant: una razón que por sí misma, hecha de principios y moldeada por palabras, establece un camino por el que todos, en nuestro fuero interno, sabemos que debemos caminar, con el último fin de que toda persona sea un fin. Resulta difícil, sin embargo, discernir una idea de Europa entre la permanente refriega de tácticas políticas y el crudo embate de las deudas. Determinar qué cosa debe ser la unión política de Europa en un artículo seguramente sea un empeño quijotesco, pero merece la pena, al menos, intentar fijar que el corazón de Europa no es un país, ni una moneda: el corazón de Europa es un lugar geográfico real, con unos pocos siglos de existencia, que abarca desde el norte de Italia hasta París y Londres, por el oeste, hasta Viena y Berlín, por el este, y llega a las capitales nórdicas, en el que se produjo la conjunción de ciencia, arte, técnica y prosperidad de la que parte el mundo moderno, de Galileo a Goethe, de Montaigne a Bach, de James Watt a Max Planck o de Marie Curie a Rita Levi. En los alrededores de ese corazón, países con cierta debilidad institucional e inseguridades históricas, pero miembros de pleno derecho del patrimonio humanista europeo, hemos aspirado a que ser parte de la Unión actuara como cohesión disuasoria contra las tragedias de nuestro pasado.
Es triste que, con esa tradición ilustre y con el capital intelectual que debe presumirse en los líderes europeos, estemos asistiendo tan a menudo a decisiones de poder puro, fatalmente inevitables. Nadie espera que bellas palabras oculten las fuerzas que tensan nuestro continente, la distorsión que el exceso de crédito produjo en la estructura económica de países enteros o el creciente poder ante trabajadores y Gobiernos de las empresas triunfadoras de la globalización. A pesar de todo, frente a las frustraciones, la razón puede al menos ofrecer un sentido a lo que ocurre, salvar nuestra capacidad de entendernos y ser personas, con la cuota de sacrificio nacional o individual que nos toque.
En ausencia de un debate europeo más inteligible, la sociedad española parece aceptar con resignación que la troika de BCE, FMI y Comisión esté atando en corto a la trinidad de políticos, constructores y financieros que regía nuestra particular democracia; no faltan los entendidos que remontan las causas de nuestra desdicha actual a una panoplia de males históricos, entre ellos la tendencia al compadreo, el amiguismo y la corrupción. Sin embargo, ese espíritu derrotista no hace justicia a los principios morales que se han transmitido siempre en muchas familias españolas, ni a la capacidad de lucha de los que sufren hoy, ni a quienes en la plaza pública han mantenido encendida la guía de la dignidad. Es fácil comparar la ética de Kant con los reflejos distorsionados de las miserias españolas que ya mostraba el callejón del Gato, pero tampoco vendría mal que aquel hombre bueno de inteligencia excepcional fuera más honrado por las cercanías de la puerta de Brandeburgo o en los pasillos de Bruselas. Menos poder inescrutable y más razón pura, menos eufemismos reformistas y más razón moral, es lo que, cabe esperar, exigiría la razón de Kant.
Cuando Willy Brandt, que había sido miembro de la resistencia antinazi, visitó como canciller alemán el gueto de Varsovia en 1970, no dijo “la culpa fue de otros”, “así es como funcionan las cosas en las guerras, irracionalmente”, “en la historia de muchos pueblos hay episodios terribles, por desgracia” o “yo no estaba allí”. Cayó de rodillas. Así se abren senderos entre las ruinas del pasado, así se contribuye a hacer un gran país y así, entonces, se construía Europa.

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