25 nov 2013

Ojo de Dios, oído del Diablo/Rafael Argullo


Ojo de Dios, oído del Diablo/Rafael Argullol es escritor.
El País |21 de julio de 2013
El verano pasado fui a comprar un coche. Les ahorro los detalles automovilísticos para explicarles por qué no lo compré. A mí me preocupaba la altura del volante. El vendedor, un hombre muy atento continuamente pegado a la pantalla del ordenador, me explicó que en el modelo de coche del que estábamos hablando la altura del volante era adaptable. De repente pareció encontrar lo que buscaba en la pantalla y dijo: “Como usted mide metro ochenta y siete…”. Me quedé perplejo. Comenté: “¿Cómo sabe mi estatura?”. El hombre, al inicio, no reaccionó. Luego, por fin, sacó los ojos de la pantalla y me miró desconcertado. Se hizo el silencio. Le repetí mi pregunta. El vendedor pasó del desconcierto a la desesperación, como si no estuviese acostumbrado a este tipo de preguntas por parte de los clientes. Contestó con ansiedad, señalando a su ordenador: “Lo dice aquí”.
El resto de nuestra conversación duró 10 minutos, en los que no solo se frustró la venta de un coche sino que se aclararon algunos enigmas. Le pedí al vendedor que me dejara ver “lo que decía allí”. Alegó débilmente el carácter confidencial de aquellas informaciones, aunque se derrumbó pronto al advertir que se trataba precisamente de mi confidencialidad, y no de la de ningún otro cliente. Balbuceó que estaba avergonzado, pero que no se trataba de un asunto de su establecimiento sino de algo que procedía de la empresa multinacional de la que él era un mero empleado.

Siempre había información relacionada con hipotéticos clientes y, como todos los ciudadanos eran hipotéticos clientes, en el ordenador había información sobre todos. Me senté a su lado y leí en la pantalla las cosas que me concernían. Eran muchas, tantas que incluían una operación en la espalda a la que me había sometido años atrás. De vez en cuando interrumpía la lectura para mirar a los ojos a mi interlocutor. El hombre estaba con la frente sudada pese a que el aire acondicionado de su despacho era potente. Finalmente, harto de leer informaciones que, naturalmente, ya sabía, junto con otras que apenas recordaba, me levanté de la silla y me despedí. El vendedor se disculpó con bastante torpeza, pero creo que con sinceridad.
Desde el despacho en el que había estado recluido para la frustrada compra de un coche hasta la puerta de salida de la concesionaria advertí varias cámaras de vigilancia que, con toda probabilidad, habían grabado mis movimientos. Era lo mismo que ocurría en cualquier local. Me había acostumbrado, como mis conciudadanos, a que las lentes aéreas siguieran mis pasos. En esta ocasión reparaba en su presencia porque mi ánimo había sido golpeado por lo sucedido en el despacho del vendedor. Esos ojos de cristal me agredían singularmente. ¿Pero mañana me acordaría de la violencia que ejercen sobre nuestra intimidad esos centinelas omnipresentes? Seguramente mi reacción sería tan sumisa como la de los otros ciudadanos.
Hubo un tiempo en que eso producía escándalo. A la salida de la concesionaria de automóviles hacía mucho calor. De pronto me vi buscando cámaras de vigilancia y me fue fácil localizar varias en plena calle. Vino a mi memoria un acontecimiento que conmovió al mundo en mis años de estudiante: el asesinato de Olof Palme. Al primer ministro sueco, si no recordaba mal, lo mataron en una calle peatonal de Estocolmo, a la salida de un cine al que había acudido, como siempre, sin escolta. A consecuencia del magnicidio, alguien, en el Parlamento de Suecia, planteó la posibilidad de instalar unas cámaras en la calle peatonal. La inmensa mayoría se opuso. Se alegó que la primera regla de una sociedad libre era preservar la intimidad de los ciudadanos. Eran otros tiempos, me dije mientras rememoraba la figura, por tantos conceptos ejemplar, de Olof Palme. Aún no disponíamos de Internet y de teléfonos móviles. Faltaba bastante para que el atentado de las Torres Gemelas de Nueva York, en 2001, impulsara una drástica cesión de libertad a cambio de una proclamada seguridad.
Estos días me he acordado de la truncada compra de un coche el verano pasado a partir del caso Snowden. Nuestra imaginación con respecto a las posibilidades del mal es siempre muy pobre cuando la comparamos con la intensidad que el mal, en la realidad, puede alcanzar. Antes de estar en el despacho del vendedor de coches nunca habría imaginado que alguien tuviese tanta información sobre mí para conseguir algo tan banal como venderme un coche. Después de conocer el sistema de espionaje universal desvelado por Snowden, todas las tramas de control concebidas hasta ahora parecen infantiles. Ya no se espía a individuos, entidades o instituciones; se espía, y de manera global, la intimidad misma de las personas. El ojo de Dios lo ve todo; el oído del Diablo lo escucha todo. Y lo peor es que los seres humanos ya no ofrecen resistencia, sea porque se sienten impotentes, sea porque han olvidado que es propio de un ser humano que aspira a la libertad ofrecer este tipo de resistencia.
Ni Aldous Huxley ni Georges Orwell, en sus negras profecías, llegaron a una percepción de este estilo. No pudieron prever, al menos en toda su extensión, la forma ni tampoco las consecuencias sobre la naturaleza humana. Es curioso que ni ellos, ni prácticamente ningún otro escritor, fuesen capaces de intuir los instrumentos técnicos decisivos del futuro. La imaginación, aunque sea potente, es siempre pobre. El ojo avasallador del Gran Hermano estaba concebido según un modelo clásico: un Dios todopoderoso controlaría hasta el anonadamiento a los hombres, si bien, desde el siglo XX de Stalin y Hitler, ya se presuponía que en el siglo XXI ese dios no vigilaría desde el Sinaí o el Olimpo sino desde estilizados rascacielos de poder.
Pero las profecías fallaron, o no advirtieron la hondura de lo profetizado, precisamente por aplicar un modelo clásico. Ni Huxley ni Orwell podían intuir que sería el propio hombre el que pondría en pie gigantescos engranajes de control, no bajo la amenaza de los dioses o por la aplicación de ideologías totalitarias, sino por el uso aniquilador de la propia intimidad de invenciones maravillosas como Internet o la telefonía móvil. Es verdad que la sed de control por parte de los poderes es insaciable, pero lo más inquietante es la complicidad con que los ciudadanos se prestan gustosa e insensatamente a saciar aquella sed.
Las revelaciones de Snowden son demoledoras fundamentalmente porque ponen de relieve esta complicidad. Por mucha que sea la histeria acusadora contra este agente secreto que se ha convertido en delator, lo que, en el fondo, se le reprocha a Snowden es que, consciente o inconscientemente, haya puesto al siglo XXI ante el espejo de sus propias aberraciones: abolición de la intimidad, apatía, sumisión. Aunque quizá no con el celo que han demostrado Obama y Cameron, ni con la magnitud de las cifras, ya estábamos advertidos del amor al espionaje masivo de la humanidad por parte de quienes se han convertido en nuestros centinelas frente a la amenaza terrorista; lo que ignorábamos es nuestra colaboración activa en el arrasamiento de la libertad individual gracias a las conversaciones, mensajes, cartas e imágenes que cedemos a empresas sin escrúpulos para que, transformados en pura mercancía, seamos impunemente encerrados en cárceles de sospecha.
La magnitud de las cifras no ofrece dudas: toda la humanidad es sospechosa. Incluso puede extraerse una conclusión más radical: toda la humanidad es casi culpable. Por eso debe ser acechada, controlada, vigilada. No es una idea reconfortante del ser humano. Pero aún lo es menos que los propios hombres, por estulticia o por servilismo, se presten alegremente como víctimas del sacrificio.

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