21 jun 2014

Homilía en San Jerónimo el Real


Homilía en San Jerónimo el Real/Olegario González de Cardedal, teólogo.
 ABC |20 de junio de 2014
LA historia ni desaparece ni se repite. Sin memoria no hay identidad humana y sin memoria de su historia no tienen dignidad los pueblos. Algunas palabras y acontecimientos han sido como estelas de luz en el cielo de nuestra vida personal y de la sociedad española. Tales fueron las pronunciadas por el arzobispo de Madrid, cardenal Tarancón, el 27 de noviembre de 1975 en el momento en que Juan Carlos I accedía al trono. Veníamos de una historia agónica, compleja, insegura de sí misma.
España tenía en ese momento un nuevo Rey. ¿Qué estaba cada ciudadano, grupo e institución dispuesto a apoyar como más conducente a la paz y la concordia? Se reclamaba olvido y perdón, justicia y libertad para todos. Por delante estaba todo el cambio constitucional que alcanzó su punto cumbre en la Carta Magna de 1978. 

En tales instantes pronuncia Tarancón esa homilía, luego publicada con el título «El compromiso de la Iglesia con la Patria». El acto no responde solo a una tradición hispánica, sino sobre todo a la decisión personal del Rey, que quiso invocar la luz, ayuda y misericordia de Dios antes de comenzar su misión. El acto era sencillamente la eucaristía que todo párroco celebra con cualquiera de sus feligreses cuando, al comenzar una profesión, actividad o fase personal, se pone ante Dios suplicándole ayuda y fortaleza para cumplir fielmente su nueva responsabilidad. ¡El párroco del pueblo de Madrid era don Vicente Enrique y Tarancón, y el feligrés era Juan Carlos I Rey de España!
La homilía comienza con estas palabras: «Habéis querido, Majestad, que invoquemos con vos al Espíritu Santo en el momento en que accedéis al Trono de España». Los católicos españoles se alegraron ya de que en el fondo era también un gesto de reconocimiento de su propia fe, pues no en vano son la mayoría de la población. Quien preside no está obligado a compartir, pero sí a reconocer, apoyar y favorecer las realidades que animan la vida de aquellos a quienes preside. La fe no fue, ni es ni será nunca solo una mera actitud íntima, sino una actitud personal con relieve individual y social, privado y público, que reclama ser reconocida como lo son otras ejercitaciones de la vida humana: la ética, la estética, la lúdica, la política. Y se alegraron la mayoría de los españoles al oír las palabras de Tarancón que invitaban al Rey a ser Rey de todos en la justicia y la libertad.
El cardenal explica lo que la Iglesia puede ofrecerle como Rey: estima, oración y colaboración. La Iglesia no tiene ni una misión ni un proyecto político, porque el Evangelio es de otra naturaleza y ninguna traducción humana lo recoge completo. «La Iglesia no patrocina ninguna forma ni ideología política, y si alguno utiliza su nombre para cubrir sus banderías está usurpándolo manifiestamente. La Iglesia, en cambio, debe proyectar la palabra de Dios sobre la sociedad especialmente cuando se trata de promover los derechos humanos, fortalecer las libertades justas o ayudar a promover las causas de la paz y de la justicia con medios siempre conformes con el Evangelio».
Exigencias de la Iglesia a un Rey y exigencias de la Iglesia a los gobernados. «A cambio de exigencias tan estrictas a los que gobiernan, la Iglesia asegura con igual energía la obediencia de los ciudadanos, a quienes enseña el deber moral de apoyar a la autoridad legítima en todo lo que se ordena al bien común. Para cumplir su misión, Señor, la Iglesia no pide ningún tipo de privilegio. Pide que se le reconozca la libertad que proclama para todos». Una frase que hoy nos parece evidente en aquel momento sonaba como un imperativo muy exigente para el Monarca y liberador para todos. «Pido que seáis el Rey de todos los españoles, de todos los que se sientan hijos de la madre Patria, de todos cuantos deseen convivir sin privilegios ni distinciones, en el mismo respeto y amor».
Muestra luego la actitud de la Iglesia: la colaboración de «nuestra honesta sinceridad», dice, para el apoyo y para la crítica. Y termina explicitando lo que significaría para su gobierno el modelo de un reino de otro orden, procedencia y fin, el de Cristo, al que la liturgia cualifica como reino de verdad y de vida, de justicia de amor y de paz». Y traducía esas palabras a exigencias concretas. A la luz de la situación actual hay un párrafo especialmente elocuente, al subrayar el poder y el amor obligados del Rey: «Amor que, como nos enseñó el Concilio Vaticano II, debe extenderse a quienes piensan de manera distinta de la nuestra, pues “nos urge la obligación de hacernos prójimos de todo hombre”. Pido también, Señor, que si en este amor hay algunos privilegiados, estos sean los que más lo necesitan: los pobres, los ignorantes, los despreciados: aquellos a quienes nadie parece amar».
Han pasado casi cuarenta años y estas palabras no han perdido sus quilates. Los dos pilares eternos, que sostienen la casa de la Iglesia, siguen siendo la persona viviente de Cristo y la acción de su Santo Espíritu. Pero junto a ellos están los dos pilares temporales: el Concilio Vaticano II y la Constitución de 1978. Sin la referencia a estos no hay hoy en España ni paz social ni verdad cristiana. Estos dos últimos no son eternos, y el tiempo, que puede pervertirlo todo, puede también aquilatarlo y acrecentarlo. La Iglesia sigue hoy arando el mismo surco: mirando hacia delante, propiciando el diálogo, suscitando colaboración.
La política en ella no puede ser lo primario ni lo dominante, pero tampoco puede vivir en la ingenuidad de quien no es consciente de la repercusión política de sus actos. Lo principal no es qué forma de gobierno, sino con qué contenidos, exigencias, realizaciones, primacías y silencios actúa cada uno de ellos. La Iglesia reconoce una moral civil y desea colaborar a su gestación y realización; pero vive además de su específica moral cristiana, la ofrece a los demás y la propone como una posibilidad humanizadora, liberadora y ensanchadora. La Iglesia hoy no se dejará intimidar ante nostalgias del pasado ni ante utopías extraterrestres. Afirma la Ilustración, pero no cederá a una comprensión puramente funcional e instrumental de la razón, vigente en cierta cultura europea, que borra a Dios del horizonte posible al hombre, despreocupándose de la moralidad, de la verdad personal y del último sentido de la vida. Afirmará al Dios viviente en oración y adoración, pero tampoco se dejará ni atraer ni intimidar por un fundamentalismo irracional y arcaico que con violencia quiere salir en defensa de Dios. ¡Sería una desgracia que los poderes políticos no se percataran de la diferencia entre estos tres proyectos y de dónde están los verdaderos problemas! Los reales, y no solo los formales.

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