13 nov 2014

Los Mochis: La ciudad extraviada

LOS MOCHIS: LA CIUDAD EXTRAVIADA/Alfonso Orejel.
 Durante toda mi vida pensé que esta ciudad me pertenecía, o que yo, de algún modo, le pertenecía. Tal vez ello obedezca a la casualidad de que nací aquí y que durante 50 años he vivido en ella. He respirado su aire, dejado mis huellas sobre su polvo, escuchado sus pájaros, mirado a sus mujeres, mordido sus frutos. Este cielo azul, esas mansiones en ruinas, esa enredadera que asciende por el muro forman parte del escenario que reconozco como mi hogar. Esta fue la casa que mis padres edificaron y que habita aún el niño que fui.
Recuerdo – como si este ejercicio de la nostalgia exigiera un gran esfuerzo ahora – que caminaba por sus calles, me cruzaba con personas desconocidas que amables saludaban, sonaba un claxon, la gente bebía café en los restaurantes, otros conversaban despreocupados bajo los árboles o varios niños pateaban una balón. Imágenes que en estos días con dificultad pueden observarse porque la ciudad (casi campeona en un ranking de Las mejores ciudades para vivir) se ha convertido de repente en un gran escenario de guerra donde los enemigos suelen dirimir sus diferencias de la manera más rápida posible: a balazos. Pero con la guerra, una epidemia de miedo ha tomado la ciudad. El miedo ha empujado a la gente hacia el interior de sus viviendas y les ha amordazado. Algunos encienden el televisor y esperan que su bullicio opaque el tableteo de los AK 47 y de los gritos que vienen de la calle.
Un miedo común hace que mordamos, nerviosos, nuestras uñas y que pasemos largas horas en vigilia esperando que no toquen nuestra puerta. O la pateen. Como la mayoría de mis paisanos, espero correr con suerte y que los sicarios no vengan por mí esta noche. Que no se equivoquen y realicen su trabajo “limpiamente” – si se es permitida semejante expresión -. O que quienes nos deben brindar cierta seguridad (policías o milicianos) identifiquen bien sus objetivos antes de detenernos o disparar sobre nosotros. Porque es generalizada la sensación de que en cualquier momento - por equivocación, accidente o sospecha – no seremos solamente los espectadores de este espectáculo atroz al que nos hemos ido acostumbrando en Sinaloa. Y del que conservamos la superstición de que lo mejor es quedarse callado. Guardar silencio como un elemental acto de defensa para salvar el pellejo. Y así compartimos un silencio aterrado, un silencio sensatamente cobarde, que va royendo el esqueleto moral que nos sostiene.
Estamos en medio de una guerra que se han declarado ejércitos embozados, disputándose el mercado o la patria. No lo sabemos con certeza. Se han infringido bajas unos a los otros y los bandos se han multiplicado. Ellos estaban listos para la guerra pero no los ciudadanos comunes con los que hacemos nuestras vidas: la señora que va comprar verduras, el oficinista que trabajará 8 horas, la joven que asiste a la escuela pensando que se adueña del futuro, el señor que viaja sobre una bicicleta, la niña que mira pasar el tiempo agarrada del cancel de su ventana. Y muchos niños o ciudadanos como éstos ya han perdido a su ciudad. O la ciudad los ha perdido a ellos. Forman parte de la cuota de víctimas inocentes para la estadística feliz de los que llevan las cuentas fúnebres. Y ellos – que no tenían vela en este entierro – pronto les pondrán una en la mano a sus más íntimos parientes. Para nuestro estupor este territorio inhóspito es nuestra patria con minúsculas o mayúsculas, patria vejada, patria deshonrada que esperamos no amanezca con un tiro en la sien como tantos de sus hijos.
Por motivos de salud tal vez debería cerrar la boca. Pero a estas alturas no puedo cerrar los ojos y esperar ilusamente que al abrirlos, al día siguiente, la pesadilla haya terminado. Porque esta mancha de sangre que brota de la cabeza de mis paisanos, ha mojado mis pies por más que traté de mantenerme alejado y de permanecer indiferente. Escribo escuchando tiros y sirenas a los lejos. La noche, mi íntima noche – que es la noche de mis conciudadanos - es mancillada por ruidos de guerra. Minutos después, los gritos desgarradores que emite una niña desolada: la tristeza.
Algunos recomiendan que abandonemos la ciudad, que la dejemos a solas con sus verdugos. Pero no me voy a ir de aquí. Ni aunque los ajustes de cuentas se hayan puesto en boga y la muerte tenga numerosos admiradores que la honran ofreciéndoles cabezas en hieleras o cuerpos columpiándose bajo los puentes. No me voy a ir de aquí porque espero que algún día la ciudad regrese a mis brazos. Me quedo aquí – como mis hijos, hermanos, amigos, vecinos o el resto de la gente que ni siquiera tiene la oportunidad de escribir como lo hago en este momento - pero no para contemplar la agonía de nuestra ciudad o los signos del oprobio en su cuerpo mancillado. Haré lo que tantos hombres y mujeres hacen para cambiarla y para cambiar este mundo: cultivar un jardín, barrer la acera de su casa, sonreírle a quien pasa, empujar al niño inmóvil en el columpio, escuchar música, abrir un libro, ofrecer un vaso con agua, correr por el parque Sinaloa.
Esta ciudad no es tan bella pero no me importa, yo la amo. Soy espectador de sus crepúsculos, catador de sus frutas rabiosamente amarillas, consumidor de sus silencios, refugiado habitual de sus árboles inmensos. Por ahora me es difícil reconocerla como la casa que nuestros padres fundaron. El aire no olía a sangre ni había tantas miradas destrozadas. La tarea es seguir apostando a lo imposible: Vivir en paz en Los Mochis, escuchar durante la noche pasar el viento, escuchar los latidos serenos de nuestro corazón. Porque no debemos olvidar que éste es el lugar donde transcurrió nuestra infancia, donde jugamos a las escondidas, donde la luna nos contempló enamorarnos, donde hemos visto crecer a nuestros hijos como árboles que se alzan contra el cielo y donde esperamos tener el privilegio, algún día, de cerrar los ojos y – rodeado de los seres que amamos y nos aman – morir decentemente.

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