7 dic 2014

Vicente Leñero, mi amigo/JAVIER SICILIA

Revista Proceso No. 1988, 6 de diciembre de 2014
Vicente Leñero, mi amigo/JAVIER SICILIA
Para las dos Estelas, Eugenia, Isabel y Mariana, por todo lo que lo amamos.
El siguiente texto del poeta y colaborador de Proceso Javier Sicilia ahonda en una relación tan entrañable como enriquecedora: la que mantuvieron él y Vicente Leñero, con quien compartía la vida en letras y en misticismo. Católicos ambos pero muy críticos de la institución clerical dogmática, autoritaria y corrupta, transitaron ante todo por el camino de una amistad sincera y fraterna, justo ahí donde se ponen a prueba virtudes humanas cruciales como la congruencia y el verdadero amor al prójimo.

 La madrugada del lunes 1, uno de esos sueños vívidos como la realidad me tomó: Llegaba a la casa familiar de Vicente Leñero. Desde mayo, en que un grupo de amigos católicos nos reunimos en ella por última vez –lo hicimos cada dos meses durante más de 15 años– no volví a verlo. La lucha con la enfermedad que se lo llevaría había comenzado. La casa estaba repleta de gente. De entre la multitud salió para verme. Estaba disminuido físicamente como la última vez que lo vi. Sacó una hoja de libreta doblada y me la extendió: “Esta es mi despedida para ti”. La multitud volvió a sitiarlo. Con la hoja en el bolsillo interior de mi chamarra me dirigí hacia la puerta. Volví el rostro. Leñero estaba cercado por un nutrido grupo de periodistas que lo interrogaba. Me miró por última vez. Su mirada, al igual que la mía, era triste y a la vez llena de una profunda intimidad. Salí. Cuando metí mi mano en la chamarra para tomar la carta desperté. En la mañana, con la tristeza y el dolor que no ha dejado de poseerme en los últimos cuatro años busqué en los noticiarios el anuncio de su fallecimiento. No quería importunar a su familia con una llamada. No llegó. Me llegaría dos días después, el miércoles 3, por voz de Rafael Rodríguez Castañeda.

 No sé qué dirían los psicoanalistas y los psicólogos. Algún día lo conversaré con Estela Franco y Mariana Leñero que saben de esas cosas. Pero yo tengo para mí que Leñero, misteriosamente, haciéndose paso entre los laberintos de la agonía con la fe que compartimos y nos unió, me visitó esa madrugada en sueños para darme el adiós que nos debíamos. No leí la carta. La vigilia me aguardaba. Pero sé qué decía. Lo revelaré al final.
 Lo conocí personalmente a inicios de los ochenta. Yo tenía 24 años, él, que ya era Vicente Leñero, 47. Admiraba Los albañiles, Pueblo rechazado y El garabato que había leído en la adolescencia; sus reportajes y entrevistas; su amistad con Sergio Méndez Arceo, Iván Illich y Gregorio Lemercier, en cuyo monasterio terminó de escribir Los albañiles; su lucha al lado de Julio Scherer para mantener vivo el periodismo libre y su catolicismo, que defendió con un valor y una dignidad poco comunes frente al desprecio de las élites intelectuales y los católicos vergonzantes. Pero me desagradaba profundamente su Evangelio de Lucas Gavilán. Mi misticismo no me había preparado entonces para gustarlo.
 Aquel día en que en el Departamento Editorial de la Dirección de Difusión Cultural de la UNAM preparábamos un número sobre Teología de la Liberación para la extinta revista Los Universitarios, me enviaron, junto con Graciela Carminati, a entrevistarlo sobre esa novela. Con la soberbia de la juventud, la inexperiencia y la imbecilidad, me senté frente a él. Encendí la grabadora y lejos de entrevistarlo lo increpé. Aún recuerdo con vergüenza su desconcierto, su bondad para responder a mis improperios y la forma en que me levanté y me fui, dejándolo frente a la grabadora y una Graciela Carminati muy molesta que hizo lo que yo debí haber hecho, la entrevista.
 Leñero me lo reprochó constantemente, pero nunca me dañó. Siempre habló bien de mí en público y nunca se opuso, más bien alentó mi ingreso en el equipo de analistas de Proceso. Cuando fundé la revista Ixtus, me concedió la entrevista que le debía y no dejó nunca de comprar cada año suscripciones para él y otras personas.
Un domingo, después de muchos años, a mediados de la década de los noventa, lo encontré al lado de Estela Franco en la capilla de las Carmelitas en Cuernavaca, donde habían comprado una casa de campo. Al salir de misa me llamó. Me acerqué con vergüenza. Nunca desde aquel incidente, y aunque muchas veces los vi en el Altillo donde, cuando aún vivía en México, iba a oír misa, me acerqué a él para ofrecerle una disculpa. Me saludó con afabilidad y me presentó a Estela. Habían leído mi novela El Bautista y querían que nos reuniéramos a conversar sobre la fe. Mi vergüenza se volvió más densa, pero acepté. Tiempo después le ofrecería las disculpas que le debía y que su amor, su fidelidad al Evangelio, perdonó desde el principio. Llamamos a Ignacio Solares y en una reunión en su casa de Cuernavaca surgió ese grupo de católicos –Ignacio Solares, Myrna Ortega, Francisco Prieto, Alicia Molina, Socorro Ortega; después, Eduardo Garza, Analú del Valle Prieto e Isolda Osorio– que desde entonces, hasta su muerte, nos reuniríamos cada dos meses para comer y compartir la fe. El tema era Dios y nuestro común catolicismo. Hablábamos de la Iglesia, de cuyo rostro institucional Vicente era un crítico feroz e implacable –testimonio de ello son su Evangelio de Lucas Gavilán, Pueblo rechazado y El padre Amaro–, de la Gracia, de la resurrección, de la encarnación, del Evangelio y sus múltiples caminos, del oficio del escritor frente a la fe, del mal, de la enfermedad y de la muerte.
 La formación teológica de Vicente, como su formación literaria, era impresionante. Pocas veces él y yo estábamos de acuerdo. Nadie podía ser más antitético en el mismo oficio de escritor y en la misma fe que él y yo. Pero nadie, quizá por lo mismo, podía iluminarse más que dos seres así abiertos a la escucha del otro. Vicente, como buen ingeniero y periodista, gustaba de los hechos. “Un gran narrador –decía– narra hechos, nunca interpreta. Es la objetividad del hecho que narra el que abre mil vías al pensamiento”. Yo, como poeta tocado por la mística, gustaba de la imagen, de la metáfora, de los abismos espirituales que sólo pueden decirse mediante la metáfora y la introspección. Él amaba por lo mismo el Evangelio de San Marcos: escueto y preciso, como su prosa –“Es el periodista del Evangelio”, nos decía”. Yo, en cambio, el Evangelio de San Juan –“pura poesía e interpretación”, me objetaba. Pese a eso o mejor, por ello mismo, aprendí mucho de él. Su racionalismo teológico, abrevado en la tradición protestante de Bultmann y de Karl Barth y su teología liberacionista, que le venía más del belga Schillebeebeckx que del peruano Gutiérrez, pulida por la lucidez del escritor y el crítico, me hizo descubrir al Jesús narrador. “Jesús –me decía– es un narrador espléndido. Su doctrina está hecha de cuentos que no tienen una dirección unívoca. Están hechos para desconcertarnos, para hacernos pensar, para no anquilosarnos en la univocidad doctrinal”. Esa mirada le hizo recopilar todas las parábolas del Evangelio y publicarlas sin la interpretación de los Evangelistas en un hermoso libro, Parábolas, el arte narrativo de Jesús de Nazaret. Me enseñó también que la resurrección podía leerse como el descubrimiento de Cristo en el prójimo: “El Cristo resucitado es el que está a tu lado, tú prójimo”. Donde nuestras diferencias eran irreconciliables era en su optimismo histórico que le venía de Teilhard de Chardin y de la Teología de la Liberación.
 A pesar de sus reticencias hacia la poesía, la leía con asombro. Nunca, fuera de mi padre, conocí a nadie que supiera tantos poemas de memoria como Vicente; varias veces lo escuché decirlos en voz alta y no agotar su repertorio. A pesar de su prudencia frente al misticismo –“Jamás he tenido”, nos decía a Estela, a mí y a Solares, “una experiencia espiritual como la que narran ustedes y los místicos. A mí Dios nunca me ha hablado. Me dan mucha envidia”–, su fe era absoluta y, estoy seguro, había tenido experiencias que su racionalismo y su amor por el hecho objetivo distanciaba. Cuando, por fin, hacia los últimos años de su vida, se acercó a la mística, no lo hizo por el lado de San Juan de la Cruz ni de Santa Teresa; mucho menos del de los flamencos y alemanes que los antecedieron. Lo hizo, en cambio, a través de Willigis Jäger, monje benedictino alemán, influido profundamente por el budismo zen y su libro La ola es el mar, que nos regaló a todos en una comida. Sospecho que la mística de Jäger, ecuménica y ajena a una doctrina ideológica, casaba muy bien con su visión no ideologizada y anticlerical del Evangelio. Ese contacto con la mística lo llevó a escribir, a solicitud de los Misioneros del Espíritu Santo, un guión cinematográfico basado en la biografía que escribí sobre una de las más altas místicas mexicanas, Concepción Cabrera de Armida, la amante de Cristo. Recuerdo que lo que más lo desvelaba era la escena donde Concha tiene la visión que condensa su espiritualidad. Después de muchos diálogos y meditaciones la encontró: una escena espléndida, que sólo Vicente Leñero podía haber concebido y escrito, una escena donde la realidad objetiva y cotidiana de un hecho común, el vuelo de unas palomas, revela la dimensión inmensa e indecible del espíritu. Ese guión –la única de sus obras donde Vicente habla de su acercamiento a la mística–, es una joya que corona su quehacer de escritor. Los Misioneros del Espíritu Santo y la tradición católica mexicana tienen una deuda inmensa con él: filmarlo.
 En ese periodo abrimos un nuevo diálogo. Esta vez con Julio Scherer. Fue a raíz de una comida en Proceso. Allí le pedí a don Julio que me diera una entrevista para la revista Conspiratio, continuación de Ixtus. “No se la daré –me dijo–. Nunca se la he dado a nadie. Recuerde que yo soy el que entrevisto”. Vicente se volvió hacia él. “Está bien, Julio, no se la des. Hagamos algo mejor. Reunámonos una vez cada 15 días tú, Javier, Enrique Maza y yo a hablar sobre la muerte. Tú, yo y Enrique estamos a punto de irnos. Hablemos sobre ella”. Don Julio aceptó. Cada 15 días, en la sala de juntas de Proceso, a las siete de la noche, nos reuníamos. El padre Maza dejó de ir a causa de su enfermedad. Un día antes de la primera reunión, Vicente me llamó por teléfono. Fiel a su amor por el periodismo, la verdad y la memoria, me dijo: “Llévate una grabadora, te la escondes y nos grabas”. Lo hice. Un día, don Julio me descubrió. Me sacó la grabadora de la chamarra. Me miró con severidad y me espetó a la cara: “Es usted un cabrón”. La sacó de la habitación y, como si nada hubiese sucedido, se sentó de nuevo y retomó el diálogo. Sentado con los dos frente al abismo, casi no hablaba. Me limitaba a escuchar el diálogo que ambos sostenían, a preguntar y a deslizar algún argumento para destrabar un nudo y generar una provocación. Era fascinante ver y escuchar a esos dos amigos tan distintos, tan irreconciliables y tan necesarios uno al otro sondear los abismos de la muerte. La fe de Leñero en la otra vida era absoluta, perentoria, argumentativa: “No le temo a la muerte, Julio. Para mí está clara. Le temo al dolor”. El agnosticismo de don Julio provocador y rebelde: “Yo tampoco le temo, Vicente, pero su desenlace me vale madre. Voy a pelear contra ella. Por eso sigo escribiendo. Para no morir”. Algún día transcribiré esos diálogos y los publicaré.
 El asesinato de mi hijo Juanelo los interrumpió. Vicente y don Julio estuvieron conmigo íntima, profundamente. Ellos, junto con Proceso, habían pagado el funeral antes de mi llegada de Filipinas. Pero ya nunca más volvimos a reunirnos. La muerte había llegado brutal, sórdida, indecible.
 Durante la marcha que realicé con el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad hacia el Zócalo de la Ciudad de México, Vicente, junto con su familia, me aguardó en Bellas Artes. Abriéndose trabajosamente paso entre la multitud, como en mi  sueño,  llegó  hasta  mí y se enganchó a mi brazo. Me sentí aliviado. “Vine a caminar contigo un rato. Te has convertido en tu Bautista –me dijo en alusión a mi novela–. ¿Qué vas a hacer?”. “Voy a hablar fuerte –le respondí–, pero tú ven conmigo, acompáñame, sube conmigo al templete; te necesito”. Vicente, que, a pesar de escribir para el teatro y el cine, de haber sido un gran reportero, cuya escuela había calado hondo no sólo en el mundo del periodismo sino en la concepción misma que tenía de la novela, nunca había soportado para sí las muchedumbres, los espacios demasiados públicos, la dura visibilidad, me sonrió con esa dulce sonrisa que usaba para disculparse y, detrás de ella, pronunció un rotundo: “No… sólo vine a abrazarte, a caminar un rato contigo y a decirte que, aunque no me veas, aquí estoy”. “No me dejes –insistí, mirando casi encima de él las arrugas de sus párpados y la conmoción de su rostro–; ven conmigo, Vicente”. Volvió a sonreír. Avanzó un rato más a mi lado lenta y trabajosamente. De súbito me abrazó y, como había llegado, desa-pareció abriéndose paso entre la muchedumbre.-
 No volví a verlo hasta las reuniones del año pasado a las que pude por fin reincorporarme. Nuestro último encuentro fue en mayo. Profundamente fiel a sí mismo, libre de espíritu, honesto hasta la ejemplaridad, uno sentía junto a él el orgullo de ser hombre y profesar el Evangelio en un México roto. Amigos como él nos redimen de la espantosa sensación de la desesperanza. Su muerte, que me deja un poco más vacío, más solo, más triste en medio de esta noche atroz que parece interminable, me deja también una señal, la carta de despedida que me entregó en el sueño de hace unos días. No es larga, pero sí sustanciosa. Dice: “Hasta pronto, Javier querido. Voy a donde está Juanelo, al amor del Padre a donde te esperamos. No desesperes. Sigue luchando. Nosotros teníamos razón contra la noche y la muerte”.

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