6 mar 2016

Utopías negativas/

Utopías negativas/Jorge Edwards, escritor.

 ABC |6 de marzo de 2016.
Estábamos en un departamento destartalado, lleno de libros viejos, de papeles, de muebles en no muy buen estado, con una imagen de Fidel Castro encima de una repisa, el Hermano Mayor, detalle que siempre me sorprendía, ya que los ocupantes de la casa eran más bien críticos de la situación, descontentos, disidentes, palabra, esta última, que todavía no se había puesto de moda. Recibimos entonces la noticia de que se acababa de crear en Chile una editorial del Estado, Quimantú.
Es el comienzo de la censura, dijo alguien, ya no recuerdo quién, o lo recuerdo a medias y prefiero no citar su nombre, puesto que ese alguien todavía vive en La Habana y ha tenido que acomodarse a las reglas del juego. Me pareció, en esos días, un comentario algo exagerado, pero poco después empecé a experimentar en carne propia esa forma nueva de censura. Porque cuando me dieron la misión diplomática de abrir la embajada de Chile en La Habana, los flamantes editores estatales, cuya empresa ya estaba en formación, se me acercaron con entusiasmo a pedirme libros míos, y cuando supieron, dos o tres meses más tarde, que había tenido problemas con los poderes establecidos, desaparecieron de mi horizonte en cuestión de segundos.

Esto ocurría a finales de 1970 o comienzos de 1971, en los primeros meses de gobierno de la Unidad Popular y de Salvador Allende. Ahora, cuarenta y tantos años después, nos sorprende la noticia de que se ha terminado en Cuba la censura de «1984», la novela de George Orwell, que es una de las fantasías o alegorías clásicas del siglo XX, una crítica devastadora de los Estados totalitarios, globales, supuestamente benefactores. Utopía negativa, han dicho sus analistas más lúcidos, como también lo fueron el «Brave New World , el «Un mundo feliz» de Aldous Huxley, y un texto mucho menos conocido, pero inaugural, insólito, sorprendente: «Nosotros», de un gran precursor ruso, Yevgueni Zamyatin, que ya en 1919 había conseguido escapar al exilio londinense.
Los despachos de prensa nos dicen que la obra maestra de Orwell ha sido editada ahora en Cuba en cinco mil ejemplares por la editorial estatal Arte y Literatura. En esa breve información, para los buenos entendedores, está todo dicho. Si todas las empresas editoriales de un país son estatales, no hay ninguna necesidad de censura de libros o de lo que sea. El Estado sólo editará las obras correctas, previamente examinadas y filtradas, y de vez en cuando, para dar una imagen positiva, publicará una obra menos correcta, disidente, en pocos ejemplares, y la distribuirá con la necesaria prudencia. Así se procedía en la década de los setenta con libros incómodos como «Fuera de juego», del poeta Heberto Padilla, o con «Paradiso», de José Lezama Lima. Así se hace ahora con George Orwell y con otros personajes literarios dudosos. El escenario ha empezado a cambiar, no sólo por el establecimiento de relaciones diplomáticas con Washington: también a causa de la penetración insidiosa del llamado «cuentapropismo», que no es otra cosa que el regreso lento, al cabo de medio siglo, de un capitalismo que no se atreve a decir su nombre. Todos, por lo tanto, contentos. Las editoriales del Estado tienen que obedecer, como es inevitable, a la vieja razón de estado, que exige, en este nuevo caso, modestas aperturas, libertades de expresión severamente vigiladas. Libertad de expresión, sí, como acaba de declarar una ministra chilena, «pero dentro del marco del respeto».
La relectura de «1984» es extraordinaria, en cierto sentido abrumadora. Todo estaba dicho, pero a nosotros nos faltaba aprender a leer y a sacar las verdaderas consecuencias de nuestras lecturas. George Orwell, cuyo nombre civil era Eric Blair, había sido joven funcionario de la policía colonial inglesa en Birmania; había viajado y conocido por dentro la Unión Soviética de Stalin, y después había combatido por el lado republicano, desde facciones libertarias, anarquizantes, en la guerra de España. Su «Homenaje a Cataluña» es otra obra maestra y un libro de minorías, pero minorías permanentes y que todavía tienden a crecer. La crítica anglosajona más avanzada, los mejores pensadores políticos europeos, explicaron que la literatura de Orwell no era sólo una crítica del socialismo real: era un anticipo de lo que se preparaba en el mundo moderno. La concentración del Estado totalitario, con sus aberraciones de diferente signo, coincidía con el desarrollo enfermizo de la gran empresa transnacional y corporativa. Si miramos estas cosas con más de sesenta años de perspectiva, puesto que Orwell escribía en 1948, llegamos a la conclusión de que podemos defendernos mejor de las colusiones empresariales y de los monopolios globales que de los Estados autoritarios abusivos. En la América nuestra, los Maduro, los Morales, los Kirchner, pierden sus elecciones, pero tratan de aferrarse al poder como lapas y de mantener en prisión, en el caso venezolano, a sus adversarios políticos.
Después de tantas vueltas, llegamos a la conclusión de que los sistemas electorales de origen democrático, las libertades de expresión, los poderes judiciales sólidos, valen mucho más de lo que pensábamos en tiempos juveniles e indocumentados. Las generaciones intelectuales hispanoamericanas de la década de los cincuenta despreciaron las democracias «burguesas», «formales», y pagaron las consecuencias de diversas maneras. Por ejemplo, el pinochetismo chileno, implantado en un país de larga tradición democrática, nos hizo reflexionar a todos y revisar lugares comunes, ideas establecidas, pero no bien digeridas.
Vean ustedes lo que escribe el profético Yevgueni Zamjatin en las primeras páginas de «Nosotros», libro publicado por primera vez en Inglaterra en 1921: «Vuestra obligación consiste en someter al agradecido yugo de la razón a los seres desconocidos que viven en otros planetas y que todavía se encuentran, quizá, en un estado primitivo de libertad. Si ellos no entienden que les traemos una forma matemáticamente perfecta de felicidad, nuestro deber será obligarlos a ser felices…» «¡Larga vida a los Números, exclamará un poco más adelante, larga vida a los Benefactores!». Ese Estado Benefactor de Yevgueny Zamyatin es el mismo que Octavio Paz, en una época más reciente, bautizó como Ogro Filantrópico. Es el que imaginaba Orwell en 1948 y que la Cuba de Raúl Castro, ahora, con sentido de la oportunidad, permite conocer en tiraje limitado.

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