El amparo de Bertila Parada fue aprobado por la SCJN la cual reconoce, por primera vez, el derecho de familias migrantes a ser aceptadas como víctimas ante la justicia mexicana…“
Revista Proceso # 2052, 5 de marzo de 2016...
La
burocracia que desaparece cadáveres/MARCELA
TURATI
Un
migrante salvadoreño desapareció en Tamaulipas en 2011. Su madre comenzó a
buscarlo y supo que zetas y policías municipales lo habían asesinado. Supo
luego que lo sepultaron junto con otros 67 cuerpos en una fosa común de San
Fernando. Y dice que aun cuando desde 2012 las autoridades mexicanas conocían
la ubicación del cadáver, construyeron un laberinto burocrático para
desaparecerlo de nuevo y no entregárselo. Apenas en enero de 2015 pudo
recuperarlo y la semana pasada ganó en la Suprema Corte un amparo para que sea
considerada como víctima
Aunque
vive en El Salvador, la señora Bertila Parada conoce detalles de la tortura que
sufrió su hijo Carlos Alberto en México a partir de aquel 27 de marzo de 2011,
cuando dejó de reportarse.
Sabe
que nunca llegó a la frontera con Estados Unidos y que estuvo a unos kilómetros
de la misma, pero el autobús donde viajaba fue interceptado por Los Zetas y
policías municipales a la altura de San Fernando; lo obligaron a bajar.
Sabe
que lo atormentaron antes de matarlo: a golpes le tumbaron nueve dientes y le
destrozaron el cráneo.
Sabe
que en sus últimos instantes de vida vestía una camisa que no le conocía, unos
calcetines y unos calzones que sí eran suyos, y estaba amordazado.
Sabe
que así, con la mordaza, fue enterrado en una colina donde duró poco más de dos
semanas.
Sabe
que a su cuerpo, cuando fue hallado, la Procuraduría de Tamaulipas le asignó el
número 3 en la fosa 3 de la brecha El Arenal, del municipio de San Fernando,
donde se encontraba con otros 12 asesinados. Todavía faltaban 44 fosas por
descubrirse, de las cuales fueron sacados 193 cadáveres en el llamado caso de
las “narcofosas” o “San Fernando 2”.
Sabe
también que el 17 de abril lo trasladaron a la morgue de Matamoros y que al día
siguiente le tocó turno para la autopsia.
Mas
por decisiones de la burocracia, su hijo volvió a desaparecer el día que fue
sepultado con otros 67 cuerpos en una fosa común tamaulipeca: lo enterraron en
la fila 11, lote 314, manzana 16, del panteón municipal de la Cruz, Ciudad
Victoria. Permanecieron ahí hasta octubre de 2014, cuando fueron enviados a la
Ciudad de México.
En
abril de 2011, otros 122 habían corrido mejor suerte al ser trasladados a una
morgue capitalina, donde los mantuvieron congelados durante meses; luego los
destinaron al panteón de Dolores.
En
la fosa común tamaulipeca, Carlos Alberto esperó tres años y 10 meses a que
Bertila lo rescatara y lo condujera de regreso a casa. Fueron casi cuatro años
de tortura para ella y su familia, ya no por parte de los criminales, sino de
las autoridades mexicanas que, aun cuando desde el año 2012 conocían la
identidad del cuerpo 3 de la fosa 3, lo perdieron en los laberintos de la
burocracia.
Bertila
sospecha que los funcionarios lo desaparecieron “a propósito” como represalia
por las protestas que ella hacía desde El Salvador y por el amparo que
interpuso en 2013 –promovido por la Fundación para la Justicia y el Estado de
Derecho– para que conservaran su cuerpo y no lo incineraran, como hizo la
Procuraduría General de la República (PGR) con otros migrantes, y también para
conocer la averiguación previa que México abrió por ese asesinato y que le
permitirá saber en detalle cómo y por qué perdió la vida su hijo, al igual que
las investigaciones al respecto.
“Siempre
he querido saber toda la verdad, aunque me duela; por eso he estado luchando.
No quiero enterarme por otros de lo que le pasó; quiero ser la primera en
saberlo porque yo, como todos los migrantes, queremos saber qué pasó a nuestros
hijos, al esposo, a aquel padre que también se quedó en el camino, en un país
donde nos robaron algo, donde nos robaron todo motivo de vivir”, explica.
Al
tiempo que expresa esto, Bertila llora en el jardín de su casa de Sonsonate
–construida con paredes de adobe, techo de lámina oxidada, cables colgantes y,
en el jardín comido por las gallinas, la lona vieja de una aerolínea usada como
techo de porche–, donde muestra las fotos de su muchacho, ora disfrazado de
payasito, ora sosteniendo un diploma escolar, ora en la playa.
Tiene
a su lado una carpeta que el 28 de enero de 2015 le entregó la PGR y que
contiene las fotos del cráneo destrozado y del panteón donde su hijo estuvo
como anónimo, así como algunos de los oficios que funcionarios de Tamaulipas
enviaron a la PGR, y en los que desde 2012 se menciona que debería avisarse a
la familia salvadoreña de la muestra genética 115 que su hijo es el cuerpo 3 de
la fosa 3. Una orden que nadie cumplió.
O
quizás, especula esta mujer a la que la tristeza carcomió sus 56 años de vida,
nadie quiso cumplir…
“Aquí
estuvo enterrado. ¿Por qué tanto tiempo sin poderlo traer? En esta colina
estuvo”, dice mientras muestra las fotografías en las que se observa el cadáver
en distintas tomas y la cruz oxidaba que marcaba su tumba cuando llevaba como
identidad las señas “Cuerpo 3, Fosa 3”.
El
28 de enero de 2015, en la PGR, ella supo esa parte de la verdad gracias a la
Comisión Forense instalada en septiembre de 2013 y que autoriza al Equipo
Argentino de Antropología Forense y a diversas organizaciones de familiares
mexicanas y centroamericanas a trabajar al lado de los peritos de la
procuraduría para devolver la identidad a los cuerpos de los migrantes
masacrados en San Fernando (2010 y 2011) y Cadereyta (2012).
Cuando
le entregaron el cadáver de su hijo menor, pidió a las antropólogas argentinas
le explicaran lo que el maltratado cuerpo denunciaba.
“Yo
quería saber cómo había muerto mi hijo. Cuándo más o menos había sido
encontrado. Qué es lo que tenía: si llevaba documentos, dinero, prendas que
podíamos reconocer. Pero no, sólo el calcetín, el bóxer y la manga larga.
Quería saber cómo fue su muerte. Yo me pongo a pensar en todo lo que vivió en
el tormento que sufrió. Yo lo presentía todo, quería saber cómo fue, por eso
les pedí: ‘Contéstenme todo lo que pregunte’. Me dijeron que la muerte fue un
golpe contundente de este lado –dice mientras se toca la sien del lado
derecho–. De eso murió.”
Ese
día, en la Ciudad de México, solicitó ver los restos. Aunque ya eran huesos,
ella constató que sí era él: “Lo reconocí por el físico de la cara, por los
dientes que le habían quedado –muy rectecitos y suavecitos– y los pies, que
eran poco anchos. Sí le pude reconocer eso”.
Emigrar
para sobrevivir
Carlos
Alberto abandonó Sonsonate cuando tenía 25 años porque iba a tener un hijo y
quería ofrecerle una vida digna. No encontraba trabajo, le desesperaba que
Bertila vendiera pupusas en los autobuses para darle dinero, y era amenazado
por las pandillas.
Cuando
el pollero que lo recogería en la frontera con Texas avisó que nunca había
llegado, Bertila, ayudada por una sobrina, puso una denuncia en su país el
mismo mes de abril y avisó a la embajada de México, donde, afirma, sólo “se
burlaron”, la engañaron diciendo que lo estaban buscando. No supo entonces ni
le informaron del hallazgo de las fosas de abril.
“Quedamos
esperando, pero esa espera se hizo larga, torturadora.”
Su
segundo martirio comenzó en diciembre de 2012, al recibir llamadas de la
cancillería y la fiscalía salvadoreñas avisándole que las autoridades mexicanas
habían encontrado a su hijo, que lo cremarían y enviarían sus cenizas a casa.
Ella
se comunicó con el Comité de Migrantes Fallecidos y Desaparecidos de El
Salvador, que se contactó con la Fundación para la Justicia, para interponer un
amparo a fin de evitar la incineración.
El
último día del sexenio de Calderón, en diciembre de 2012, la PGR ya había
mandado cremar 10 de los cadáveres hallados en San Fernando (Proceso 1886). Su
muchacho estaba en la lista de los siguientes.
En
ese tiempo Bertila comenzó a armar protestas, dejó de dormir y comer, tuvo
deseos de matarse ante la embajada de México para que le hicieran caso. Salía
por las noches a la calle a esperar a su hijo. Corría cada vez que veía a
alguien de cachucha blanca porque pensaba que era él. Terminó ingresada en un
hospital psiquiátrico.
“Fue
al año y nueve meses cuando me dijeron que sí lo tenían ahí, como el 14 de
diciembre de 2012. Que estaba enterrado. Luego, ante mis protestas y el amparo,
dijeron que nunca me habían llamado. Mi dolor para poder enterrar a mi hijo
duró tres años 10 meses”, cuenta mientras barajea el expediente, y agrega:
“Pienso que las autoridades mexicanas se negaron a ayudarme. Ellos ya sabían de
él, lo encontraron, ya lo tenían”.
No
era la única: También la familia de Manuel Antonio Realegeño Alvarado –quien
estaba entre los muertos de San Fernando– recibió el mensaje de que lo iban a
cremar por motivos de salubridad.
El
24 de mayo de 2013 el gobierno mexicano repatrió a El Salvador el cuerpo de
Realegeño. A Carlos Alberto no lo enviaron.
“A
la mamá (de Antonio) le dijeron que su hijo estaba en el DF. No lo habían
enterrado. Estaba refrigerado; al mío lo habían sepultado en Ciudad Victoria.”
Esa
fue otra patada en el corazón.
“Siempre
supe que si me ofrecían las cenizas de mi hijo me podían dar un animal, una
persona equivocada o cenizas de madera, de cal. Ellos querían terminar
evidencias, que ahí acabara todo. El gobierno estaba cubriendo algo, no dice la
verdad. No es que yo sea detective. Como madres armamos nuestra conclusión: se
violaron mis derechos como persona, como ser humano.”
En
octubre de 2014, ella y otras mujeres centroamericanas se reunieron con el
entonces procurador mexicano, Jesús Murillo Karam, para conminarlo a permitir a
la Comisión Forense devolver a sus hijos.
Murillo
la miró con sorpresa y le preguntó: “¿Su hijo todavía está aquí?”. Bertila se
dio cuenta de que él sabía que hacía tiempo había sido identificado.
El
28 de enero de 2015, cuando la citaron a la PGR, ella tenía la leve esperanza
de que el cuerpo que le entregarían no fuera el de su vástago. Pero al verlo se
convenció.
“(La
antropóloga) me dio información bien veraz: que un 99.98% era compatible. Me
enseñaron algo de ropa: alguna que no era de él. Le cambiaron documentos que
llevaba.”
La
de su hijo era la averiguación previa 52/2011.
En
el expediente se lee la cadena de torpezas que cometió la PGR y por las cuales
Carlos Alberto volvió a desaparecer, aunque ya estaba identificado.
El
13 de julio de 2012, según se lee en los folios internos de la PGR 43858 y
54729, se solicita confrontar los perfiles genéticos de los cadáveres que en
noviembre de 2011 había enviado la procuraduría tamaulipeca contra los perfiles
genéticos aportados por El Salvador el 18 de octubre de 2011 a través de la
entonces SIEDO, y cuya misión estaba a cargo del maestro Guillermo Meneses
Vázquez, adscrito a la Unidad Especializada en Investigación de Secuestros.
También, el contraste contra las muestras de las fosas de “San Fernando,
Durango, Guerrero y Sinaloa”.
La
conclusión era clara: “Los perfiles genéticos de las muestras (…) que
corresponden a la familia 115 de El Salvador (…) presentan relación de
parentesco biológico con el perfil genético de las muestras, ‘piezas dentales’
extraídas del cuerpo número 3 fosa número 3, con clave NN 527, remitido por
Tamaulipas”, según firmó el biólogo Adrián Bautista Rivas.
El
24 de octubre de 2012, ya con la conclusión en la mesa, se turna un acuerdo que
instruye a Fernando Reséndiz Wong, director general de Procedimientos
Internacionales de la PGR, mandar un oficio a El Salvador para informar que los
perfiles genéticos de la familia 115 presentaban “relación de parentesco,
biológico y de las dentales” extraídas al cuerpo 3 fosa 3, con clave NN 527,
inhumado en el panteón municipal de la Cruz.
En
el oficio, Judith Janet Rueda Fuentes, agente del Ministerio Público estatal,
exhorta a Reséndiz Wong, director de Procedimientos Internacionales de la PGR,
a establecer “contacto con dicho país y estar en posibilidad de solicitar los
requisitos indispensables para la exhumación y entrega de los restos de los
cuerpos”.
Pasó
noviembre, diciembre, enero, febrero, marzo, abril, sin respuesta. Fueron los meses
en que Bertila estuvo protestando y cuando el amparo ya había sido interpuesto.
Casi a mediados de mayo, el expediente tuvo un salto.
El
14 de mayo de 2013, el oficio DAPE/292/2013, firmado por el director de
Averiguaciones Previas de Tamaulipas, Pedro Efraín González Aranda, requiere a
Guillermo Meneses, entonces coordinador de Asesores del subprocurador de la
SEIDO, su “colaboración” y “apoyo” para que realice las gestiones necesarias
con el fin de obtener los datos que correspondían a la familia número 115, por
ser pariente del cuerpo 3 de la fosa 3.
Durante
otros ocho meses el expediente no presentó movimientos.
El
19 de enero de 2015 otro oficio informaba que el 19 noviembre de 2014 la
Comisión Forense por fin exhumó los restos varados en Tamaulipas, los cuales
llegaron el 21 a la capital del país; 33 de esos cuerpos habían sido exhumados
en 2011 y otros 37 en 2014. Entre ellos iba el de Carlos Alberto.
A
finales de enero de 2015 se lo entregaron.
Últimas
noticias
El
amparo de Bertila fue aprobado por la Suprema Corte de Justicia de la Nación,
la cual reconoce, por primera vez, el derecho de familias migrantes a ser
aceptadas como víctimas ante la justicia mexicana, a conocer la verdad y a
acceder a las indagatorias sobre violaciones graves a los derechos humanos
donde perdieron la vida sus parientes, como es el caso de San Fernando. Ella
confía en que esta resolución abra la puerta para que las familias de migrantes
encuentren a sus hijos que quedaron en cementerios clandestinos mexicanos.
El
pasado miércoles 2, en la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la
Nación, ella lloraba mientras escuchaba la resolución de los cinco magistrados
al mismo tiempo que alzaba la foto de su Carlos Alberto.
“Mi
hijo estuvo ahí, sentado conmigo –dice llorando–, y ¡ganamos, ganamos, ganamos!
Está más cerca la justicia, para mí y para todos.”
Sonríe
al recordar un sueño que tuvo los primeros meses en que su hijo desapareció.
Estaba ella frente a cinco hombres vestidos de negro, ante una mesa redonda,
cada uno de los cuales portaba un cartel con la palabra “justicia”. Recordó ese
sueño al entrar a la Suprema Corte.
La
Fundación para la Justicia espera que en la sentencia final se reconozca la
calidad de migrantes de las víctimas, se analice el caso como una grave
violación a los derechos humanos, se reconozca también a las víctimas de
desaparición, se analice la obstaculización a la justicia que representa
dividir los casos entre PGR y procuradurías estatales –como en la historia de
Bertila– y que se revise el trabajo de Servicios Periciales.
“Siempre
quise saber la verdad, siempre he pedido justicia. Que la muerte de mi hijo no
quede impune. Yo quiero saber, porque siento que un día habrá justicia”, señala
Bertila confiada. l
*Este
reportaje forma parte de la serie “Másde72”, con el apoyo de la Iniciativa para
el Periodismo de Investigación en las Américas, un proyecto del Centro
Internacional para Periodistas (ICFJ) en alianza con CONNECTAS.
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