8 ago 2018

Juan Manuel Santos: el costo político de hacer lo correcto

Juan Manuel Santos: el costo político de hacer lo correcto/María Jimena Duzán, es columnista de la revista Semana y directora del programa de televisión Semana en vivo. Ha publicado Así gobierna Uribe (2005) y Mi viaje al infierno (2010), donde reconstruye la masacre, en 1990, donde murió su hermana Sílvia, también periodista. Su libro más reciente es Santos. Paradojas de la paz y del poder, una crónica política sobre el final del conflicto armado con las Farc.
The New York Times, 7 de agosto de 2018
 El presidente saliente de Colombia Juan Manuel Santos, en la inauguración de la Cumbre de las Américas el 13 de abril de 2018 en Lima El presidente saliente de Colombia Juan Manuel Santos, en la inauguración de la Cumbre de las Américas el 13 de abril de 2018 en Lima crédito Cris Bouroncle/Agence France-Presse — Getty Images 

Juan Manuel Santos, el primer nobel de la paz colombiano, termina su mandato eclipsado por el sino trágico de los héroes shakesperianos: acabará arrasado por las fuerzas que él mismos desató. Fue el único presidente que logró desactivar una guerra de más de cincuenta años con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) —la guerrilla más antigua y poderosa del continente americano—, pero la inercia que desató la firma de este acuerdo terminó minando su popularidad y su base política.
Una semana después de que Santos firmó el acuerdo de paz con las Farc, tras cuatro años y medio de arduas negociaciones en La Habana, una coalición por el no, liderada por el expresidente Álvaro Uribe —su antiguo jefe transformado en férreo adversario— ganó en el plebiscito por la paz por un estrecho margen de 54.000 votos y derrotó también su apuesta de país.

Santos navegó esa debacle y sentó a los promotores del no en la mesa para negociar un nuevo acuerdo.
Al cabo de un mes y medio de conversaciones, Santos, apremiado por la falta de tiempo para presentar las reformas que harían viable la ejecución del acuerdo en el Congreso, decidió solicitarle a Uribe una cita para hacer posible un acuerdo definitivo. “Me di cuenta en esa reunión de que Uribe no iba a ceder en sus posiciones inamovibles y que lo que quería era la rendición de las Farc, y no un acuerdo de paz”, me dijo el presidente Santos en una de las entrevistas que le hice para Santos. Paradojas de la paz y del poder, una memoria política sobre el fin de la guerra, que acaba de publicarse.
Finalmente, en noviembre de 2016, el presidente firmó el nuevo acuerdo en el Teatro Colón. Aunque se incluyeron cambios sustanciales en el texto, ocasionados por los resultados del plebiscito, el país quedó irremediablemente dividido y la popularidad de Santos llegó a su punto más bajo.
Su último año de gobierno fue el más azaroso, porque sintió la soledad del poder como ningún otro presidente de la historia reciente de Colombia. Santos se quedó solo en la cruzada por impulsar en el Congreso las reformas rurales y políticas derivadas del acuerdo de paz, la mayoría de las cuales quedaron en el aire.
Sus socios políticos —como el partido de Cambio Radical de su vicepresidente Germán Vargas Lleras— empezaron a abandonarlo a medida que sus índices de aprobación disminuían; los empresarios, que ya lo habían declarado “traidor a su clase” —gracias a las reformas tributarias que Santos tuvo que hacer para evitar que el país se fuera a la bancarrota cuando bajaron los precios del petróleo—, se alinearon con el candidato presidencial del uribismo, Iván Duque. La clase media, resentida por el aumento en el impuesto al consumo, tampoco lo acompañó.
Como epílogo, tuvo que asistir a una última derrota, la más indigna de todas: el triunfo del uribismo en las elecciones presidenciales del 27 de mayo.
Los desaciertos y errores del presidente saliente fueron una avalancha que él mismo provocó: Santos le entrega a Iván Duque un país con el doble de hectáreas —188.000 en total— de cultivos de coca que en 2013. Esta cifra récord coincide con el momento en que Santos decidió suspender la fumigación aérea de cultivos, que, según el uribismo, habría sido pactada en las negociaciones en La Habana.
El otro desacierto de Santos es que el acuerdo de paz planteaba, además de pacificar a las Farc, la necesidad de realizar una serie de reformas rurales y políticas que la guerra había aplazado. El acuerdo logró silenciar los fusiles de la guerrilla, pero la mayoría de las reformas sociales quedaron pendientes.
Santos se va del poder sintiendo la ingratitud de su país y con el escarnio de ser el presidente con uno de los índices de popularidad más bajos de la historia reciente de Colombia. “Me voy con la conciencia de haber hecho lo que era correcto y no lo que era popular”, me dijo la última vez que lo entrevisté.
Aunque la percepción de Santos en el presente sea negativa, estoy convencida de que la historia lo reivindicará y que muchos de los colombianos que hoy celebran su salida con insultos y abucheos terminarán extrañándolo.
Santos tuvo la audacia de cambiar la hoja de ruta de Colombia y deja un país no solo más pacífico sino más democrático que el que recibió hace ocho años. Reconoció la responsabilidad del Estado en el expolio de tierras que sufrieron miles de colombianos durante la guerra y creó una ley para devolvérsela a los campesinos.
El legado de Santos es mucho más importante que la suma de todos sus errores. Acabó una guerra de casi sesenta años, cuyas dimensiones hasta ahora estamos empezando a conocer. Según el último informe del Centro de Memoria Histórica, la guerra de baja intensidad nos dejó un saldo de más de ocho millones de víctimas, entre desplazados, personas secuestradas y violadas; 262.197 colombianos muertos y 80.514 desaparecidos, un número que supera al de todas las dictadura del Cono Sur sumadas.
Santos también deja un país con la tasa de homicidios más baja de los últimos 42 años y con logros sociales como el de la disminución de la desigualdad; el coeficiente de Gini bajó de 0,578 en 2009 a 0,508 en 2017. Y gracias a que las Farc dejaron las armas —según el Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (Cerac), una oenegé que monitorea el número de civiles muertos a causa del conflicto armado—, se salvaron las vidas de 4700 colombianos.
Por primera vez en cinco décadas, el país pasó un año sin soldados heridos en el Hospital Militar y aunque luego de dos años de la firma del acuerdo el aumento de las disidencias de las Farc es una realidad preocupante —cerca de 1300 personas se niegan a dejar las armas—, el desafío militar y estratégico que representan es infinitamente menor que el que tuvo que enfrentar el país cuando las Farc estaban activas. “Estas disidencias de las Farc no quieren tomar el poder y son ya estructuras que pertenecen a los carteles del narcotráfico”, me dijo el comandante de las Fuerzas Militares de Colombia, el general Alberto José Mejía Ferrero.
El mayor éxito de Santos no se ha entendido hasta ahora: el acuerdo con las Farc sepultó la idea de que en Colombia la lucha armada tiene apoyo popular. Convertidas en partido político, la Farc obtuvo 85.000 votos en las elecciones legislativas.
No menos relevante es que, gracias al acuerdo, la cerrada cultura política colombiana ha madurado. Por ejemplo, llegó a su fin la creencia de que la izquierda colombiana no tenía arrastre electoral. En las elecciones presidenciales, Gustavo Petro, excombatiente guerrillero que perteneció al Movimiento 19 de Abril —un grupo armado que se desmovilizó en 1990—, probó ser una opción viable al obtener ocho millones de votos. Claudia López, una política independiente y abiertamente gay, fue elegida como candidata a la vicepresidencia de Sergio Fajardo, otro hecho impensable en la Colombia de hace ocho años.
Santos es una de las figuras políticas más complejas de la historia colombiana. La manera en que impone las distancias lo hace inaccesible; no es un político que conecte con la gente, como el expresidente Álvaro Uribe, dueño de un liderazgo arrollador. No es locuaz en sus discursos y nunca ha podido encender los corazones de los colombianos.
Santos sale del poder como los “héroes de la retirada”, de los que habla Hans Magnus Enzensberger en su ensayo sobre la complejidad de los líderes que terminan guerras en lugar de iniciarlas. “Cualquier cretino es capaz de arrojar una bomba. Mil veces más difícil es desactivarla”, escribe Enzensberger.
Como presidente, cumplió ese papel ingrato y lo hizo en gran parte porque fue uno de los aurigas más inclementes que tuvo el establecimiento colombiano en la guerra contra las Farc. Como ministro de Defensa del gobierno Uribe (2006-2009) estuvo al frente de los golpes más duros que se le dieron al bloque oriental de las Farc, la espina dorsal de esa guerrilla. Del Ministerio de Defensa salió en hombros, con uno de los índices de aprobación más altos. Cuando llegó a la presidencia, mientras iniciaba los primeros contactos secretos con las Farc, sin que le temblara el pulso, tomó la decisión de bombardear la zona donde estaba Alfonso Cano, el máximo comandante de las Farc.
“Es más difícil hacer la paz que hacer la guerra”, me dijo en una de las últimas entrevistas. “Para mí hubiera sido más fácil seguir en la guerra como veníamos, pero el deber moral me decía que tenía que abrir las compuertas de la paz. Y no me arrepiento”.
Aunque el nuevo presidente, Iván Duque, ha dicho que no va a hacer trizas el acuerdo de paz sino que va a corregirlo, la llegada del uribismo al poder pondrá en riesgo muchos de sus avances. Santos desactivó una guerra, pero ahora hay una batalla por la paz y nos toca a los colombianos ganarla.

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