25 ene 2021

Una ventana abierta al mundo político y social

Una ventana abierta al mundo político y social/Diego Fonseca

The New York Times, Viernes, 22/Ene/2021


El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, en su discurso inaugural el 20 de enero. Credit Patrick Semansky/Agence France-Presse vía Pool/Afp vía Getty Images

El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, en su discurso inaugural el 20 de enero. Credit Patrick Semansky/Agence France-Presse vía Pool/Afp vía Getty Images

Hace cuatro años que esperaba poder decir esto: adiós, Donald Trump.

Ese momento llegó ayer. Y llegó para Estados Unidos como realidad y para los demás como promesa. De manera que, con Trump fuera y Biden de estreno, ¿qué promesa hay para nosotros, América Latina, el eterno “patio trasero”?

Trump representó el epítome de la muerte civil y republicana para el continente. Todo es historia conocida y reciente, de un patetismo tan realista que empequeñece toda imaginación. Trump humilló a México y despreció los mexicanos, maltrató a padres, madres y niños centroamericanos y llegó al barbarismo de llamar “países de mierda” a naciones contrariadas como Haití.

Todo en Trump ha sido chamuscar la tierra. Cuba fue una molestia a negar, Jair Bolsonaro, su mal clon en Brasilia. Hizo de Andrés Manuel López Obrador un aliado improbable y de sus soldados el nuevo batallón de la policía de fronteras de Estados Unidos con sede en el sur de México. Venezuela no fue una dictadura desestabilizadora en el continente sino, muchas veces, solo una nota en la pizarra de Florida: una excusa para conseguir votos en las elecciones presidenciales de 2020. Y luego está Puerto Rico: en medio de la devastación de un huracán, Trump discutió porqué debía gastar dinero en la isla y viajó tarde a San Juan para fotografiarse lanzando papel higiénico a las personas en sufrimiento.

Hay un poema de Wisława Szymborska, “Sonrisas”, que me atrapa por su combinación de amabilidad y mordacidad. La humanidad es triste y trágica, sugiere, así que necesitamos que quienes deben dar esperanza —los “hombres de Estado”— muestren de vez en cuando una dentadura amistosa y reluciente. “El mundo confía más en lo que ve”, escribe, “que en lo que escucha”.

Dada la oscuridad de la que venimos, la sonrisa omnipresente de Joe Biden se ha hiperbolizado: parece un símbolo irremplazable de la delgada confianza que pedía Szymborska: “Aún no es tanta en estos tiempos la certeza / como para que los rostros muestren su natural tristeza”.

Sin exagerar, la gestualidad es transformadora. Trump era un ser arremetedor. Su sonrisa jamás suponía un acto reposado: la burla le llenaba la boca. La llegada de Biden y Kamala Harris a la Casa Blanca —dos de las mejores sonrisas políticas de Estados Unidos— sugiere el final de una temporada de peste. Szymborska: “La ortodoncia en diplomacia / es garantía de eficacia”.

Pero esa mirada —que es tierna, y está bien, pero asume los hitos como fin y comienzo— es incapaz de dar cuenta de lo que nos falta. Joe Biden no es la salvación sino otro principio. Es una sonrisa, claro, entrenada para encajar: dice lo que debe o puede, controladamente. Como Barack Obama, no es un transformador radical sino un hombre de centro. Jugará al equilibrio entre la presión del ala izquierda demócrata y los lamentos rabiosos de los republicanos más radicalizados.

Seamos claros: Trump negó al patio trasero latinoamericano toda entidad. Ni siquiera George W. Bush, alucinado por atropellos internacionales como Irak y Afganistán, mostró un desdén similar. Al menos tenía eso que en política y diplomacia mantienen vivas las relaciones: gestos, una forma mínima de respeto.

Szymborska, otra vez: “Una humanidad de hermanos, de acuerdo con los soñadores, / transformará nuestra tierra en un mundo de sonrisas. / Yo, la verdad, lo dudo”. Yo también: la política de los gestos no resuelve todo. Requiere actos. Y América Latina los necesita con urgencia.

Biden tiene ahora la responsabilidad moral y política de recuperar la región. La tarea para él es más ardua, como la que toca a todo reconstructor tras un desastre. Pero es a la vez una grandiosa y única oportunidad de hacer las cosas mejor. Lo ideal: gestos más significativos, un involucramiento mayor y empezar a vernos como vecinos más que como el baldío posterior donde se apilan cachivaches.

De hecho, haya o no compromiso, está en el propio autointerés de Estados Unidos involucrarse con América Latina. Ya Biden anunció el regreso del país al multilateralismo y es probable que eso reabra los canales con México, Centro y Sudamérica pues hay una urgencia geopolítica que tiene el tablero del Pentágono con luces rojas parpadeantes: China.

La escena no es la mejor. Los halcones neoconservadores de Bush alejaron a Estados Unidos de la región y Barack Obama no avanzó más allá de Cuba hasta el arribo de Trump, abandonado a la ignorancia e insularidad. Pekín aprovechó el vacío evidente para hacer billonarias inversiones en infraestructura, financiar gobiernos necesitados de fondos y convertirse en una aspiradora de materias primas.

Hoy, China es crucial para varias de las principales naciones —Argentina y Brasil, de las que es comprador principal de productos primarios—, tiene préstamos consolidados en un grupo amplio (que incluye a Venezuela) y está detrás de un número creciente de proyectos de infraestructura en una docena de países. Rusia, en menor medida, también vio una ventana en el descuido y cansancio estadounidense.

El patio trasero fue dolorosamente clave en la coyuntura de la Guerra Fría, pues aquí se jugaron disputas entre relatos capitales del siglo XX. Conocemos nuestra historia reciente de dictaduras, guerras, revoluciones, asesinatos y desapariciones masivas relacionadas a algún episodio de intervencionismo estadounidense.

Es curioso, pero si la atención vuelve a la región con un gobierno demócrata será antes por una agenda típicamente republicana —proteger el patio— que por urgencias humanísticas. Aunque Biden ha prometido revertir las políticas migratorias de Trump —en un decreto que firmó en su primer día decidió proteger DACA, que beneficia a miles de latinoamericanos llegados a Estados Unidos cuando niños—, Trump y los republicanos triunfaron en vender la urgencia nacionalista, desde proteger a los trabajadores ante la deslocalización a controlar el flujo migratorio.

Para América Latina, las noticias no son grandes noticias, pero son noticias: al menos, hay. Habrá recursos, así sean más condicionados y en mucho menor volumen que en el pasado. Estados Unidos es un león alfa jadeante y viejo. Y China y Rusia —menos ocupados en la moral societaria que en la acumulación de poder por la vía autoritaria— hace tiempo que merodean el patio trasero con ansiedad de carroñeros. No se retirarán porque se haya ido un gobierno funcional como el de Trump.

Biden puede establecer una nueva guía moral, y no será poco. El mundo ha cambiado tanto con la emergencia de los neopopulismos nacionalistas y los personalismos autoritarios que una política de gestos tiene hoy una profundidad que dos décadas atrás habría sido observada como diplomacia menor.

Es el punto a favor de los reconstructores a cambio del esfuerzo que les toca: la novedad refresca la tierra arrasada. Las barreras de entrada están bajas. Biden tiene una enorme oportunidad para mostrar que Estados Unidos es lo que dice ser —una nación democrática y abierta— y alejarse de la imagen imperial del pasado de intervencionismo condescendiente o violento.

Trump hizo todo tan mal que si Biden convierte la sonrisa en política de buenos vecinos, empezaremos a vivir mejor.

Diego Fonseca es colaborador regular de The New York Times y director del Institute for Socratic Dialogue de Barcelona. Voyeur es su último libro publicado en España.


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