1 feb 2021

Elogio de la inconsecuencia

 Elogio de la inconsecuencia/Miquel Porta Perales es articulista y escritor.

ABC, Domingo, 31/Ene/2021


En política, el actuar de forma consecuente con la idea que se defiende puede conducir a la tragedia. Lo recuerda Hans Magnus Enzensberger en «El fin de la consecuencia» (1982). Señala el ensayista y poeta alemán que cualquier doctrina económica aplicada consecuentemente acaba hundiendo el sistema que defiende, que el capitalismo consecuente lleva al despotismo, que el comunismo consecuente culmina en el campo de concentración, que el crecimiento económico consecuente implica la destrucción de la biosfera, que el ecologismo consecuente desemboca en una agricultura paleolítica, que la defensa consecuente de la seguridad estatal acarrea un grado de violencia difícilmente admisible. Y Hans Magnus Enzensberger remataba la faena con -decía- «una pequeña anécdota» que merece ser contada por su carácter esclarecedor.

Resulta que a finales de los cincuenta y primeros sesenta del siglo pasado, en la Sorbona, un joven catedrático de ciencias sociales y economía política impartía la docencia a un grupo de estudiantes becados por el antiguo imperio colonial francés. El seminario versaba sobre la economía nacional de los países en vías de desarrollo. La conclusión: el fin del colonialismo y la toma del poder por las élites autóctonas debía complementarse con la liquidación de las estructuras sociales, económicas y culturales heredadas de la metrópoli. El método: la agricultura y el campo, en detrimento de una industria y una urbanización que conllevaban relaciones de dependencia con los países capitalistas, tendrían el predominio absoluto; los países en vías de desarrollo romperían sus relaciones con el mercado mundial y apostarían por el autoabastecimiento para evitar la ley de hierro del beneficio capitalista del que se lucran las multinacionales; finalmente, la cultura occidental, reproducida a través de minorías económicas e ilustradas, se eliminaría en favor de un desarrollo cultural y económico autóctono. Según cuenta Hans Magnus Enzensberger, entre los alumnos del curso se encontraba un camboyano de nombre Saloth Sar, conocido como Pol Pot. Al parecer, un aplicado Pol Pot aprobó el curso con una nota alta. De vuelta a su país, puso en práctica de forma consecuente las enseñanzas del profesor -un intelectual comprometido con el Tercer Mundo- parisino. El resultado es de sobra conocido: entre medio millón y dos millones y medio de camboyanos perdieron la vida en el experimento liberador. Lo que fue del profesor no lo sabemos. Muy probablemente -consecuente con sus ideas-, siguió en la cátedra explicando sus benéficas teorías.

Los efectos trágicos del actuar consecuentemente en política son bien conocidos en Occidente. Podríamos hablar de esa Revolución francesa que funda la modernidad en que vivimos instalados. La consecuencia revolucionaria de 1789 condujo al Reinado del Terror, cuando la Francia que debía exportar sus ideales emancipadores se sumerge en un baño de sangre, cuando las regiones rebeldes son devastadas, cuando los derechos del hombre y del ciudadano son sacrificados, cuando se impone la verdad oficial bajo amenaza de ejecución. Todo ello -aseguraban- en nombre de la Libertad, la Igualdad, la Fraternidad, la Justicia y la Humanidad. Chateaubriand, que vivió en París los primeros años de la Revolución francesa sin tomar partido por ninguno de los bandos, sentenció: «Hemos atravesado abismos de crímenes y escombreras de glorias». En «La democracia en América» (1835), Alexis de Tocqueville -biznieto del Malesherbes amigo de Diderot y protector de la «Enciclopedia» que, por contrarrevolucionario, fue guillotinado por la Convención después de ser obligado a presenciar cómo la cuchilla cortaba la vida de sus hijos y nietos- escribió que «la pasión por la igualdad conduce al delirio». El delirio reapareció con el comunismo y el nazismo del XX. Uno y otro, consecuentes con sus ideas de pureza, ruptura histórica y construcción de un hombre nuevo -comunismo y nazismo comparten también otros rasgos: la idea de revolución, el papel carismático del líder, el poder omnímodo del partido, el rechazo de la democracia, el monismo ideológico, la sumisión del individuo, el gregarismo, la delación, la represión y eliminación sistemática de cualquier disidencia-, constituyen la representación más acabada del totalitarismo.

Las ideas que condujeron al delirio y al abismo forman parte de la Historia. Eso parece. Pero, también es cierto que, al socaire de la pandemia de la Covid-19 y la crisis económica que conlleva, se está reconstruyendo -con la inapreciable colaboración de un intelectual llamado crítico que, descolocado tras la caída del Muro, retorna ahora a escena- un nuevo discurso de la consecuencia. En España, por ejemplo. En realidad, se trata de un viejo discurso prêt à porter que combina el modelo 1968 con el denominado «síndrome de Graham Greene» que, teorizado por el escritor y dramaturgo venezolano Ibsen Martínez, da cuenta de la fascinación que el autoritarismo ejerce sobre el soi-dissant progresismo. El «trastorno de aquiescencia moral selectiva», señala el autor («El síndrome de Graham Greene», 2007).

Por un lado, el modelo 1968 aporta la retórica: del cuestionamiento permanente de todo a la política se decide en la calle -¡sí se puede! ¡democracia real ya! ¡lo queremos todo y ahora!- pasando por la crítica de la dictadura del mercado, el poder del dinero y la financiarización del mundo que amenazarían la democracia, la paz y la misma existencia. Por otro lado, el síndrome de Graham Greene conduce a propuestas -Unidas Podemos con guiños del PSOE- como la contemporización con el secesionismo previamente blanqueado, la nacionalización de las fuentes de energía, la socialización de ciertas empresas, la intervención del mercado de la vivienda, el coto a los fondos de inversión, la derogación de medidas antiausteridad, más impuestos empresariales y bancarios, la desmercantilización de la cultura, la revocación de mandatos, los referéndums vinculantes. Una alternativa anticapitalista que traspase el marco del Estado nación o la construcción de una ALBA (Alianza Bolivariana de las Américas) de los países periféricos de Europa. ¿Quienes formulan estas propuestas son conscientes de sus consecuencias? Sin circunloquios: el cupio dissolvi de Unidas Podemos, con la seña del PSOE -la obsesión por alejarse de lo terrenal y asaltar el cielo- nos conduce, en el mejor de los casos, al autoritarismo político y el abismo económico. Otro peligro de la consecuencia del modelo 1968 y el síndrome de Graham Greene: la absolutización de la línea correcta que seguir y la descalificación de toda alternativa distinta. Lo dijo en estas mismas páginas Francisco Rodríguez Adrados: «El instinto de quien posee la verdad es aplicarla a rajatabla, llámese Platón, Lenin, Stalin, los budistas… [pero] nadie tiene la verdad» (Francisco Rodríguez Adrados: «Ha sido un error tomar como modelo la II República», 22/4/2011).

Por todo ello -para recortar el instinto de quien cree poseer la verdad y quiere aplicarla a rajatabla sin ser consciente de los efectos perversos que genera-, cabe elogiar una inconsecuencia -entendida como expresión de lo posible y razonable: sentido del límite- que no implica dar carta blanca al dadaísmo del todo vale. Por eso -lecciones de la historia-, conviene recordar la máxima que Hans Magnus Enzensberger extrae de los productos trágicos de la consecuencia: cualquier causa «se convierte en injusta en el momento en que la llevamos hasta sus últimas consecuencias». De la sabiduría popular: «en peligro y gran sufrir, ser consecuente es morir».


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