13 ago 2021

500 Años de Resistencia Indígena. 1521, México-Tenochtitlan.

No debemos aceptar que el poder militar, la fuerza bruta, triunfe sobre la justicia. Debemos, en cambio, procurar que desaparezca de la faz de la tierra la ambición, la esclavitud, la opresión, el racismo, el clasismo y la discriminación, y que sólo reine e impere la justicia, la igualdad, la paz y la fraternidad universalPlaza de la Constitución, 13 de agosto de 2021.

Versión estenográfica. 500 Años de Resistencia Indígena. 1521, México-Tenochtitlan. Mensaje del presidente Andrés Manuel López Obrador

Amigas, amigos:

Agradezco mucho la presencia en este importante acto cultural e histórico de la representante del pueblo mohawk, que nos acompaña y que ha expresado su sentimiento y lo que están haciendo hermanos nuestros en Estados Unidos y en Canadá.


También agradezco mucho a Jamescita Mae, senadora de Arizona; y nos da mucho gusto que esté con nosotros María Magdalena Huerta Vázquez, presidenta del Comisariado Ejidal de Santiago Zapotitlán, de la alcaldía de Tláhuac, de la Ciudad de México.

Amigas y amigos:

Hoy, 13 de agosto, fecha funeral, como diría el maestro Carlos Pellicer, recordamos la caída de la gran Tenochtitlan y ofrecemos perdón a las víctimas de la catástrofe originada por la ocupación militar española de Mesoamérica y del resto del territorio de la actual República mexicana.

No es fácil el análisis objetivo sobre el proceso de ocupación militar y colonización española en nuestro país. Son pocas las fuentes primarias y, aunque existen códices y relatos de los pueblos originarios posteriores a los iniciales acontecimientos, predominan las crónicas y escritos de soldados, historiadores y evangelizadores que tienden a justificar la invasión en nombre de la libertad, la fe, la superioridad racial o de la civilización, como ha sucedido siempre en hechos históricos de esta naturaleza en cualquier lugar del mundo.

Es por eso que considero hasta ofensivo y ocioso en estos tiempos volver a la vieja polémica de que los originarios de Mesoamérica, y en particular los mexicas, eran bárbaros, porque, entre otras cosas, comían carne humana; pensaban que el caballo era una bestia sobrenatural monstruosa, que los españoles fueron salvados en batallas por un hombre de a caballo que figuraba ser el apóstol Santiago, o que Cortés y sus soldados eran enviados de la divinidad, según la supuesta profecía indígena del regreso de Quetzalcóatl, o que la adoración de ídolos era una práctica demoniaca.

Baste decir, para responder, como sostenía Fernando Benítez, que entre las llamas que achicharraban a los herejes y los sacrificios humanos de los aztecas hay pocas diferencias.

Pero sí hay asuntos que deben aclararse en la medida de lo posible. Por ejemplo, hace unos días un escritor promonárquico de nuestro continente -que no son pocos, por cierto- afirmaba que España no conquistó a América, sino que España liberó a América, pues Hernán Cortés, cito textualmente, ‘aglutinó a 110 naciones mexicanas que vivían oprimidas por la tiranía antropófaga de los aztecas y que lucharon con él’; agrega que ‘pedir perdón por liberar a los mexicanos de los aztecas es como pedir perdón por haber derrotado a los nazis’.

Es sabido que varios pueblos originarios como los totonacas, los tlaxcaltecas, los otomíes, los de Texcoco y otros, no 110 naciones, ayudaron a Cortés a tomar Tenochtitlan, pero este hecho no debe servir para justificar las matanzas llevadas a cabo por los conquistadores ni le resta importancia a la grandeza cultural de los vencidos.

La idea dominante por mucho tiempo hasta -nuestros días- de que Moctezuma era un tirano puede ser cierta, pero los hechos narrados en las crónicas reflejan que sus opositores se sumaron a Cortés y a sus huestes por sentirse libres y no por vivir como esclavos.

Es demostrable también que los pueblos sometidos al dominio mexica tenían que pagar tributo o impuestos al poder central; pero la versión de que se los comían es más bien una típica inventiva de cualquier colonizador; una vulgaridad, por lo general, nunca comprobada.

No debe descartarse, sin embargo, que en otros tiempos la hegemonía mexica se haya impuesto mediante la fuerza en todo Mesoamérica, pero a la llega de los españoles era evidente la decadencia del poderío de Moctezuma y de sus aliados. De haber existido un poder central fuerte, una tiranía, no habría sido posible que Cortés llegara con apenas 400 soldados españoles la primera vez a Tenochtitlán luego de enfrentar pocas batallas -dos o tres- desde la península de Yucatán hasta el Valle de México. 

La esclavitud como tal es la que explica y narra el mismo Cortés, quien en sus Cartas de Relación al rey Carlos V de España, después de su primer derrota en Tacuba, en la sede de batalla de la Noche Triste o de La Huida, sostiene que, en venganza por la muerte de españoles y ante la rebeldía de los indígenas, que además, cito textualmente, ‘comen todos carne humana’, empezó a convertirlos en esclavos. En Tepeaca, Tecamachalco, Izúcar, Huaquechula y otros lugares del Valle de Puebla aplicó la estrategia de respetar a los que se sometían y a arrasar y a esclavizar a los que resistían.

Pero tampoco debe verse a Cortés como un demonio; era simplemente un hombre de poder, un militar con valor, aplomo; un militar desalmado, un político audaz y ambicioso de fortuna que hábilmente aprovechó las divisiones y las debilidades de los mexicas para imponerse con discursos, argucias, terror y violencia hasta conseguir apoderarse del anhelado tesoro en oro y plata de Tenochtitlan.

Pedro Salmerón, en su reciente libro La batalla por Tenochtitlan, empieza con la atinada advertencia de que, ‘haciendo a un lado justificaciones de toda índole, el motivo primordial de dicha expedición fue el afán de riqueza’.

En un poema escrito en un día como hoy, 

‘Me da tristeza, no por mexicano, sino sólo por hombre. Bueno, sí, la ambición, destruir, matar para obtener y poseer; esta es la razón de tanto duelo, de tanta ruina, de tantas lágrimas oscuras, de tanto pecho destrozado y aún vivo de tanto estar mirando el horizonte y sin nada entender.’

Y en efecto, la pregunta obligada es si las matanzas de miles de indígenas de Cholula, en el Templo Mayor, en la toma y masacre de Tenochtitlan, y los asesinatos de Moctezuma, Xicoténcatl y Cuauhtémoc y otras autoridades indígenas trajeron civilización a la tierra que Cortés bautizó como la Nueva España.

¿Valieron la pena tantas muertes, tanto pueblo arrasado, saqueado y quemado, tantas mujeres violadas, tantas atrocidades ordenadas por el mismo Cortés y por él relatadas en sus cartas al rey?

Pensemos, por ejemplo, en ese pasaje que narra que fueron tantos los indígenas asesinados en Yecapixtla que un río que corre cerca de aquel pueblo por más de una hora fue teñido de sangre, o ese parte lapidario del día 12 de agosto, en la víspera de la caída de la toma de Tenochtitlán, según el cual, cito textualmente, ‘aquel día se mataron y prendieron más de 40 mil ánimas’.

¿Verdad que no hay justificación alguna ante tan terrible desgracia?

La respuesta es un no categórico.

Puede matizarse, alegando que se construyeron durante la Colonia palacios y bellos templos, que se creó la universidad y había imprenta antes que en Estados Unidos, y que se registró un auge económico, sobre todo en la minería; pero todo ello, ni más, no es suficiente, y menos si se tiene en consideración que no fue en beneficio de todos.

Durante los tres siglos de dominación colonial los indígenas sólo tuvieron dos opciones: sobrevivir en la pobreza en zonas de refugio -en la sierra, los pantanos o en la selva, porque fueron despojados de sus mejores tierras-, o ser enganchados para trabajar en las minas o en las haciendas como esclavos.

En el caso de la ciudad, Fernando Benítez sostiene que a los habitantes de la antigua Tenochtitlan se les condenó a vivir en las afueras, en las orillas, en la marginación. A la miseria de los vencidos se oponía la riqueza de los vencedores, que habitaban en los palacios cerca a esta plaza mayor, o en las huertas y jardines de San Cosme, más allá de la Alameda.

Pero tampoco la acumulación de capital para los propietarios de la Nueva España y para la Corona fue abundante o significativa. En todo el periodo colonial no hubo avances tecnológicos y siempre se padeció de la llamada falta de brazos.

Un dato. El oro que se llevaron de México los europeos, los españoles, en 300 años de dominación, 182 toneladas, es equivalente en la actualidad a sólo dos años de lo obtenido por las empresas mineras nacionales y extranjeras, que en 2017 y 2018 extrajeron 192 toneladas.

En contraste, empezó desde hace 500 años, para los pueblos sometidos, una era de violencia, sobreexplotación, esclavitud, desánimo y tristeza. Y como las malas noticias nunca llegan solas, siempre se hacen acompañar de otras, la Conquista provoco una crisis sanitaria, una catástrofe peor que la invasión militar porque, sin que nadie lo deseara, la población indígena fue reducida drásticamente por la llegada de enfermedades desconocidas que los curanderos aborígenes no sabían cómo enfrentar y se convertían en terribles epidemias; la gente contagiada no podía resistir por falta de fortaleza física, emocional y de anticuerpos, y morían miles sin remedio.

En el libro de Pedro Salmerón, que ya citamos, vienen tres referencias sobre los efectos de la viruela en la víspera, el sitio y durante la batalla por Tenochtitlán. En una, el soldado español Bernardino Vázquez de Tapia sostiene

‘Vino una pestilencia de sarampión y vínoles tan recia y tan cruel que, creo, murió más de la cuarta parte de la gente de indios que había en toda la tierra, lo cual mucho nos ayudó para hacer la guerra y fue causa que mucho más prestó para que se acabase, porque, como he dicho, en esta pestilencia murió gran cantidad de hombres y gente de guerra, y muchos señores y capitanes, y valientes hombres, con los cuales habíamos de pelear y tenerlos por enemigos, y milagrosamente nuestro señor los mató y nos lo quitó delante.’ 

El soldado confundió sarampión con viruela, que fue la epidemia que causó en ese entonces muchas muertes; entre otras, la de Cuitláhuac, quien había tomado el mando luego del asesinato de Moctezuma y fue después sustituido por Cuauhtémoc.

En las otras dos referencias a la viruela, el soldado español Francisco Aguilar señala que ‘en el cerco a Tenochtitlan había hambre y también viruela, todo lo cual -dice- fue causa de que los mexicas aflojasen en la guerra y no peleasen tanto’. Y el mismo cronista da gracias a Dios porque, ‘estando los cristianos harto fatigados de la guerra, a los mexicas les envió viruela y entre los indios vino una gran pestilencia’.

Estas terribles epidemias de viruela, sarampión, paludismo, cólera, tosferina, mal de bubas, peste y otras enfermedades diezmaron a la población. En Tabasco, en Las crónicas del siglo XVI, se sostiene que a la llegada de los españoles la población nativa alcanzaba los 135 mil habitantes, pero al poco tiempo las cosas cambiaron, la tierra se plagó de enfermedades y la población disminuyó con rapidez: para 1575, Tabasco apenas tenía ocho mil 500 habitantes; en sólo medio siglo, la población se había reducido en un 93 por ciento.

Enrique Semo afirma que ‘el cataclismo más atroz que sufrieron los amerindios en la Conquista fue, sin lugar a dudas, la combinación de guerras, destrucción de su tejido social y las enfermedades epidémicas para las cuales no tenían inmunidad’.

El mismo Semo, autor del libro La Conquista, catástrofe de los pueblos originarios, luego de analizar varias fuentes, llega a la conclusión de que en 1518 había en Mesoamérica y en Aridoamérica 11 millones de habitantes y 87 años después, en 1605, la población apenas llegaba a un millón 75 mil personas.

Este desastre, cataclismo, catástrofe, como se le quiera llamar, permite sostener que la Conquista fue un rotundo fracaso. ¿De qué civilización se puede hablar si se pierde la vida de millones de seres humanos y la nación, el imperio, o la monarquía dominante no logra en tres siglos de colonización ni siquiera recuperar la población que existía antes de la ocupación militar?

Recordemos. En 1518 se contaba con 11 millones de habitantes y en 1821 la población del México que había logrado su independencia era de seis millones de habitantes.

Traigo a escena de nuevo a Tabasco, que llegó a tener, como ya hemos dicho, antes de la llegada de los españoles, 135 mil habitantes, pero su población disminuyó y en tres siglos de dominación colonial nunca pasó de 40 mil habitantes. Es hasta después de la Independencia, a partir de 1830, cuando la población empieza a crecer porque comienza a llegar y se empiezan a aplicar con cierta regularidad la quinina para combatir el paludismo y la vacuna contra la viruela, que se descubre hasta 1800. 300 años.

Ahora que estamos padeciendo del COVID tenemos que reconocer que en un año se contó con una vacuna, y en el caso de la viruela se tuvo una vacuna casi 300 años después de que empezó a afectar esta epidemia en México-Tenochtitlan.

En el caso de Tabasco, decía, a partir de 1830 la población empieza a crecer porque ya se contaba con la vacuna; inclusive, en el presupuesto del estado se incluía una partida destinada a proporcionar este servicio en forma gratuita.

En suma, la Conquista y la colonización son signos de atraso no de civilización, menos de justicia.

Sólo pensemos que, en nuestro país durante la Revolución por violencia, hambre y también por epidemias perdieron la vida un millón de mexicanos; sin embargo, en 1930, con sólo 20 años transcurridos, ya se tenía de nuevo la población de 1910.

De modo que la gran lección de la llamada Conquista es que nada justifica imponer por la fuerza a otras naciones o culturas un modelo político, económico, social o religioso en aras del bien de los conquistados o con la excusa de la civilización.

Las conquistas, las invasiones, las guerras, siempre serán un riesgo para la humanidad. Además del agravio principal, traen consigo afectaciones culturales, sociales y daños colaterales. Suele pasar que la ambición y la tristeza viajan, viven y duermen juntas. Políticos, monarcas y hombres de Estado no deben omitir estas lecciones que surgen de amargas realidades y se convierten en enseñanzas mayores. 

Ojalá todos hagamos el compromiso de la no repetición, de no repetir los mismos errores y horrores. Pongamos fin a esos anacronismos, a esas atrocidades y digamos nunca más una invasión, una ocupación o una conquista, aunque se emprenda en nombre de la fe, de la paz, de la civilización, de la democracia, de la libertad o, más grotesco aún, en nombre de los derechos humanos. 

No debemos aceptar que el poder militar, la fuerza bruta, triunfe sobre la justicia. Debemos, en cambio, procurar que desaparezca de la faz de la tierra la ambición, la esclavitud, la opresión, el racismo, el clasismo y la discriminación, y que sólo reine e impere la justicia, la igualdad, la paz y la fraternidad universal.

Muchas gracias.

Plaza de la Constitución, 13 de agosto de 2021.


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