Las nuevas fracturas de Oriente Próximo/Gilles Kepel, profesor en la Facultad de Ciencias Políticas de París y ocupa la cátedra de Oriente Próximo y Mediterráneo.
Publicado en El País, 29/07/06., traducción de Martí Sampons.
Lo que está en juego con la nueva guerra que Israel está llevando a cabo simultáneamente en el Líbano y en la franja de Gaza supera en mucho los enfrentamientos armados que han opuesto de manera recurrente al Estado hebreo con sus vecinos árabes desde 1948. Confirma el fracaso de la política de la Administración Bush de hacer más seguro Oriente Próximo con el uso unilateral de la fuerza, tras el fiasco de la ocupación de Irak. Mientras, las dos grandes líneas de falla de la región, que pasan por la cuestión palestino-israelí y por las tensiones en el Golfo se conjugan de ahora en adelante como preparativo para los seísmos que vendrán.
La “guerra contra el terror” quería en realidad pacificar del todo esta parte recalcitrante del mundo que no tenía otra elección que someterse a la hegemonía benévola de Estados Unidos, derrocando la dictadura de Sadam Husein e impulsando la democratización en Oriente Próximo. “La ruta de Jerusalén pasa por Bagdad” decían en Washington para expresar que los palestinos, privados del apoyo de un mundo árabe atónito y vencidos en la segunda intifada, se resignarían a las condiciones de un Ariel Sharon que destruía sistemáticamente las infraestructuras de la Autoridad Palestina antes de evacuar Gaza, y elegirían en febrero del 2006 a una mayoría complaciente. Conocemos el resultado: de la victoria de Hamás a su marginación y del secuestro del cabo Shalit al regreso de los blindados del Tsahal a Gaza. Durante este tiempo EE UU se empantanaba en Irak con la insurrección suní, mientras que en Teherán, principal sostén de los partidos religiosos chiíes, el presidente Ahmadineyad aprovechaba esta oportunidad política para proclamar sus ambiciones nucleares a la vez que llamaba a “borrar del mapa a Israel”.
Los misiles de su protegido libanés Hezbolá que están cayendo sobre Haifa son un primer aviso a ojos de la opinión israelí y demuestran que la ruta de Haifa a Tel Aviv pasa por Teherán y que Washington, ahora enredado en Bagdad, es incapaz de garantizar la seguridad de su principal aliado. E Israel, que bombardea las infraestructuras del Líbano y obliga a exiliarse del sur a medio millón de habitantes, la mayoría de ellos chiíes, hunde en el abismo a un país cuyo Gobierno, salido de la “Revolución del cedro” en la primavera del 2005 con el apoyo de París y Washington, se había librado de la tutela de Siria.
Beirut, a su vez, está viviendo la experiencia amarga de no tener garantizada la seguridad aun siendo un aliado de EE UU. Al presentarse como el número uno de la resistencia a la política de EE UU en la región y en concreto como adversario del Estado hebreo a través de Hezbolá, Teherán ofrece un apoyo en falso a los dirigentes de la mayoría de los estados árabes, que han condenado la temeridad de este último al provocar a Israel con el secuestro de dos de sus soldados el 12 de julio.
En las manifestaciones de solidaridad en las ciudades árabes con el Líbano se despliega el retrato del jeque Nasrallá, secretario general del “Partido de Dios” chií, a quien Al Yazira ofrece una entrevista de tres horas y consagra como héroe de masas y de los telespectadores suníes. Un ecumenismo contra el “enemigo sionista” muy oportuno para exculpar de la acusación de colusión con la ocupación americana a los chiíes de Irak a ojos de los mismos suníes y dar así mayor legitimidad al ascendiente de sus partidos religiosos y de su aliado iraní sobre la antigua Mesopotamia.
Un desastre semejante en la política de seguridad que ha llevado a cabo EE UU no viene solo: la ingeniería democrática que debía ultimar la “guerra contra el terror”, llevando al poder a las elites filo-occidentales de la sociedad civil, se ha traducido, en la mayoría de países en los que se han celebrado elecciones libres o semilibres, en ganancias significativas o en la victoria de partidos islamistas antioccidentales, de Irán a Palestina pasando por Kuwait, Egipto, Arabia Saudí o Bahrein. Estos éxitos vienen motivados por el rechazo de los electores a ratificar una política unilateral americana cuya inanidad les muestran cada día las cadenas árabes por satélite. Ésta se ejemplifica con el caos resultante de la ocupación de Irak, contra la que vituperan en las cátedras y en la pequeña pantalla predicadores que llaman a la guerra santa para liberar al territorio del islam de la dominación de los infieles y ensalzan a los “mártires” que cometen atentados suicidas. En consecuencia, la democratización ya no es una prioridad para Washington, para gran alivio de los regímenes autoritarios y para amargura de los demócratas de Oriente Próximo, que se consideran aún más traicionados por el hecho de que en el Líbano, el único país donde los islamistas no habían ganado las elecciones, exceptuando la victoria de Hezbolá en la urnas chiíes, EE UU no ha hecho nada para proteger la integridad del territorio ante los ataques israelíes, y no tiene prisa en pedir un alto el fuego.
Hay que sacar varias lecciones de este descalabro general, que condicionará el futuro de una región crucial para el planeta. ¿Quién puede dejar de prescindir ni un solo día de los hidrocarburos de los que Oriente Próximo es el principal productor? En primer lugar, el fin de la ilusión unilateral de Washington. La seguridad, que se basa en un equilibrio de fuerzas, debe traducirse en negociación y toma en consideración de los intereses de las comunidades o de los pueblos en una posición de debilidad, so pena de transformarlos en electrones libres. La destrucción de la Autoridad Palestina por Israel llevó a la victoria de Hamás, y la marginación de los suníes en Irak por el ocupante americano, a la insurrección. Estas garantías de seguridad no puede proveerlas solamente EE UU, sino que tienen que implicar también a los Estados de la región y a Europa. En este aspecto, el despliegue de una fuerza internacional en la frontera del Líbano con Israel para preparar el control de ésta por parte del Ejército libanés en aplicación de la resolución 1,559, será una prueba a la capacidad de la comunidad internacional.
La amalgama entre la crisis árabe-israelí y la crisis del Golfo es el otro gran desafío. En estas circunstancias convierte al Irán de Mahmud Ahmadineyad en uno de los principales beneficiarios de la situación, creando una amenaza de desestabilización en la Península arábiga. Sus dirigentes temen una vuelta al mesianismo de la era de Jomeini. La desvinculación de las dos crisis sólo se producirá si se dan garantías internacionales para la seguridad en el Golfo, en cuyas aguas transitan petroleros de todos los países. Más allá de su retórica bélica, Teherán se apuesta el resto: sabe que no podrá desarrollar su programa nuclear civil si no negocia un pacto regional de seguridad con sus vecinos y con las grandes potencias. En este ámbito, la iniciativa europea es la única que a la vez detiene la espiral de demagogia y apoya cambios estructurales a plazos en Teherán. Sin ello, no se podrá evitar un enfrentamiento militar que afectaría al mundo entero poniendo en peligro el abastecimiento de petróleo.
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