Ciudadanía antes que teocracia/Abdennur Prado, es presidente de Junta Islámica Catalana y autor de El islam en democracia
Publicado en EL PAÍS, 06/05/2007;
El Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) ha visto cómo el Tribunal Constitucional de Turquía anulaba la designación de su candidato a la presidencia del país, una decisión presentada como la enésima muestra de la tensión entre laicismo y religión. Pero no nos confundamos: en realidad, el AKP es un partido cercano a las democracias cristianas europeas, en cuyo programa no figura la idea de crear un Estado islámico, sino la de avanzar desde un laicismo excluyente de lo religioso hacia una laicidad más inclusiva.
Para encontrar un islamismo refractario al laicismo hay que fijarse en aquellos movimientos que en el mundo islámico reivindican la aplicación de la Sharia (ley islámica) como solución a los males que padecen sus países. Tras el fracaso del panarabismo y la deriva de los regímenes laicos hacia el totalitarismo, el aumento del componente religioso en la política de muchos países del Tercer Mundo se presenta como una lucha por la liberación cultural, la representación política y un desarrollo más equitativo.
El problema es que cuando estos grupos hablan de aplicar la Sharia, suelen remitirse a la jurisprudencia del periodo clásico del islam, codificada en un contexto patriarcal y autoritario. En la práctica, esto conduce a la implementación de la pena de muerte, castigos corporales, y toda una serie de leyes discriminatorias hacia la mujer, los homosexuales y las minorías religiosas. Los promotores de esta concepción anacrónica de la Sharia viven obsesionados con “relislamizar la sociedad”, inmiscuyéndose en todos los ámbitos, ahogando el pensamiento crítico y condenando a sus países al subdesarrollo. Para muchos musulmanes, esta política conduce a la destrucción del islam, transformado en una religión de Estado. La única salida pasa por superar la tentación de construir un Estado islámico, y aceptar que las leyes deben basarse en valores universales y no en la imposición de ninguna religión. Sin libertad de conciencia no hay progreso. Esto es más conforme al islam, tal y como muchos lo entendemos.
La problemática de la Sharia nos remite a la tensión entre lo global y lo local, en la cual la religión juega un papel cada vez más grande. Desde esta perspectiva, podemos realizar una comparación entre el discurso islamista y el de la Conferencia Episcopal Española (CEE). En ambos casos nos encontramos con un repliegue identitario, que defiende la supremacía de una religión como algo esencial para la supervivencia nacional. Así, el cardenal de Toledo, Antonio Cañizares, afirma que “una España unida sería una España más católica” porque el país “tiene su origen en la fe, en la unidad católica”. Lo mismo sostiene el arzobispo de Madrid, Rouco Varela: “Muchos apuestan por una España no católica, pero en el fondo el alma de España vibra a través de la historia de su conciencia, de su cultura, de todas las épocas gloriosas de su Historia… España será católica o dejará de existir como tal”.
No nos equivoquemos a la hora de identificar los problemas. En la España de principios del siglo XXI nadie, ningún colectivo medianamente representativo, invoca la Sharia, ni los castigos corporales, pero, en cambio, sí hay fuerzas poderosas que defienden que todos los ciudadanos sean gobernados según la moral católica. Si alguien tiene dudas, que lea la instrucción pastoral Orientaciones morales ante la situación actual de España, del 23 de noviembre de 2006, donde la Conferencia Episcopal defiende “la unidad histórica, espiritual y cultural de España”, afirmando el derecho de los ciudadanos a ser gobernados según este criterio religioso (la pastoral dice: “De acuerdo con un denominador común de la moral socialmente vigente fundada en la recta razón y en la experiencia histórica de cada pueblo”). La Conferencia Episcopal rechaza algunas leyes aprobadas por el Parlamento -divorcio, aborto, matrimonios homosexuales- con el argumento de que constituyen “una desobediencia a los designios divinos” y son contrarias al “patrimonio espiritual y moral históricamente acumulado”.
El carácter arcaico de este discurso salta a la vista. A principios del siglo XXI parece claro que las narrativas tradicionales de formación de las identidades nacionales no nos sirven como instrumento para lograr la cohesión social, sino todo lo contrario. Y esto es tan válido para Irán como para España. No olvidemos que si nuestro país ha sido durante siglos mayoritariamente católico, no lo ha sido libremente, sino a través de la expulsión de judíos y de musulmanes, la persecución de cristianos unitarios, y a leyes tan aberrantes como “los estatutos de limpieza de sangre” (que no sé si forman parte del “patrimonio espiritual” reivindicado por la Conferencia Episcopal).
En un sistema democrático, ninguno de los campos en los cuales existen identidades diversas puede erigirse en un elemento válido para definir la identidad colectiva. Esto es aplicable a la raza, la religión y la ideología. Un país que sitúa lo étnico como un fundamento de su cohesión, es un Estado racista. Un país que sitúa por encima una ideología es un Estado totalitario. Un país que sitúa una religión como fundamento es un Estado teocrático. Esto conduce a la exclusión de quienes no profesan dicha religión, creando una fractura en el seno de la sociedad.
Frente a estos modelos, la secularización ha generado el concepto de ciudadanía, basado en valores de corte universal, como son la propia democracia, los derechos humanos, la libertad de conciencia, la justicia social y la igualdad de género. Estos son los principios éticos y jurídicos a través de los cuales es posible lograr la cohesión social, con independencia de la religión, la etnia o la ideología de cada ciudadano. Esta secularización no debe verse como antirreligiosa, sino como posibilitadora de la convivencia interreligiosa, en un plano de igualdad. Y, sobre todo, esta secularización es valiosa en la medida en que sitúa al individuo como objeto de derecho, por encima de todo atavismo colectivo.
Si realmente queremos una España socialmente cohesionada, ayudaría mucho que la Conferencia Episcopal se emancipara de un modelo de Estado-nación basado en el catolicismo. Como musulmán español, me atrevo a afirmar que con ello saldrá ganando el propio cristianismo. Como saldrá ganando el islam el día en que los mal llamados Estados islámicos superen el modelo identitario basado en la supremacía del islam. Sólo entonces podremos unirnos en la construcción de una sociedad civil a escala planetaria, capaz de hacer frente a los abusos de la globalización neoliberal
Para encontrar un islamismo refractario al laicismo hay que fijarse en aquellos movimientos que en el mundo islámico reivindican la aplicación de la Sharia (ley islámica) como solución a los males que padecen sus países. Tras el fracaso del panarabismo y la deriva de los regímenes laicos hacia el totalitarismo, el aumento del componente religioso en la política de muchos países del Tercer Mundo se presenta como una lucha por la liberación cultural, la representación política y un desarrollo más equitativo.
El problema es que cuando estos grupos hablan de aplicar la Sharia, suelen remitirse a la jurisprudencia del periodo clásico del islam, codificada en un contexto patriarcal y autoritario. En la práctica, esto conduce a la implementación de la pena de muerte, castigos corporales, y toda una serie de leyes discriminatorias hacia la mujer, los homosexuales y las minorías religiosas. Los promotores de esta concepción anacrónica de la Sharia viven obsesionados con “relislamizar la sociedad”, inmiscuyéndose en todos los ámbitos, ahogando el pensamiento crítico y condenando a sus países al subdesarrollo. Para muchos musulmanes, esta política conduce a la destrucción del islam, transformado en una religión de Estado. La única salida pasa por superar la tentación de construir un Estado islámico, y aceptar que las leyes deben basarse en valores universales y no en la imposición de ninguna religión. Sin libertad de conciencia no hay progreso. Esto es más conforme al islam, tal y como muchos lo entendemos.
La problemática de la Sharia nos remite a la tensión entre lo global y lo local, en la cual la religión juega un papel cada vez más grande. Desde esta perspectiva, podemos realizar una comparación entre el discurso islamista y el de la Conferencia Episcopal Española (CEE). En ambos casos nos encontramos con un repliegue identitario, que defiende la supremacía de una religión como algo esencial para la supervivencia nacional. Así, el cardenal de Toledo, Antonio Cañizares, afirma que “una España unida sería una España más católica” porque el país “tiene su origen en la fe, en la unidad católica”. Lo mismo sostiene el arzobispo de Madrid, Rouco Varela: “Muchos apuestan por una España no católica, pero en el fondo el alma de España vibra a través de la historia de su conciencia, de su cultura, de todas las épocas gloriosas de su Historia… España será católica o dejará de existir como tal”.
No nos equivoquemos a la hora de identificar los problemas. En la España de principios del siglo XXI nadie, ningún colectivo medianamente representativo, invoca la Sharia, ni los castigos corporales, pero, en cambio, sí hay fuerzas poderosas que defienden que todos los ciudadanos sean gobernados según la moral católica. Si alguien tiene dudas, que lea la instrucción pastoral Orientaciones morales ante la situación actual de España, del 23 de noviembre de 2006, donde la Conferencia Episcopal defiende “la unidad histórica, espiritual y cultural de España”, afirmando el derecho de los ciudadanos a ser gobernados según este criterio religioso (la pastoral dice: “De acuerdo con un denominador común de la moral socialmente vigente fundada en la recta razón y en la experiencia histórica de cada pueblo”). La Conferencia Episcopal rechaza algunas leyes aprobadas por el Parlamento -divorcio, aborto, matrimonios homosexuales- con el argumento de que constituyen “una desobediencia a los designios divinos” y son contrarias al “patrimonio espiritual y moral históricamente acumulado”.
El carácter arcaico de este discurso salta a la vista. A principios del siglo XXI parece claro que las narrativas tradicionales de formación de las identidades nacionales no nos sirven como instrumento para lograr la cohesión social, sino todo lo contrario. Y esto es tan válido para Irán como para España. No olvidemos que si nuestro país ha sido durante siglos mayoritariamente católico, no lo ha sido libremente, sino a través de la expulsión de judíos y de musulmanes, la persecución de cristianos unitarios, y a leyes tan aberrantes como “los estatutos de limpieza de sangre” (que no sé si forman parte del “patrimonio espiritual” reivindicado por la Conferencia Episcopal).
En un sistema democrático, ninguno de los campos en los cuales existen identidades diversas puede erigirse en un elemento válido para definir la identidad colectiva. Esto es aplicable a la raza, la religión y la ideología. Un país que sitúa lo étnico como un fundamento de su cohesión, es un Estado racista. Un país que sitúa por encima una ideología es un Estado totalitario. Un país que sitúa una religión como fundamento es un Estado teocrático. Esto conduce a la exclusión de quienes no profesan dicha religión, creando una fractura en el seno de la sociedad.
Frente a estos modelos, la secularización ha generado el concepto de ciudadanía, basado en valores de corte universal, como son la propia democracia, los derechos humanos, la libertad de conciencia, la justicia social y la igualdad de género. Estos son los principios éticos y jurídicos a través de los cuales es posible lograr la cohesión social, con independencia de la religión, la etnia o la ideología de cada ciudadano. Esta secularización no debe verse como antirreligiosa, sino como posibilitadora de la convivencia interreligiosa, en un plano de igualdad. Y, sobre todo, esta secularización es valiosa en la medida en que sitúa al individuo como objeto de derecho, por encima de todo atavismo colectivo.
Si realmente queremos una España socialmente cohesionada, ayudaría mucho que la Conferencia Episcopal se emancipara de un modelo de Estado-nación basado en el catolicismo. Como musulmán español, me atrevo a afirmar que con ello saldrá ganando el propio cristianismo. Como saldrá ganando el islam el día en que los mal llamados Estados islámicos superen el modelo identitario basado en la supremacía del islam. Sólo entonces podremos unirnos en la construcción de una sociedad civil a escala planetaria, capaz de hacer frente a los abusos de la globalización neoliberal
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