La desprogramación del limbo/JUAN GOYTISOLO, escritor.
Tomado de El País, 02/05/2007;
Pese al hábito creado por el incesante goteo de malas nuevas que nos depara la lectura matinal de la prensa, la de las últimas innovaciones doctrinales -"fundadas en bases serias"- de Benedicto XVI me anonadó: ¡El limbo no existe! Cuanto cifraba mis anhelos en un Más Allá nebuloso pero sereno, en compañía de algunos patriarcas barbudos y de trillones de niños inocentes privados de la visión beatífica por no haber sido redimidos del pecado original mediante el bautismo, se vino abajo. ¡Y yo, que me veía ya in mente en la galaxia de aquellas criaturas seráficas, libre de la contemplación tediosa del Hacedor, en un estado de indiferencia coriácea forjado por mi experiencia del Más Acá, descubro de pronto que todo se esfuma por culpa de un puñado de teólogos resueltos a enmendar la plana al mismísimo san Agustín! Pensé en el sabio obispo de Hipona y me solidaricé con él, con sus creencias ultrajadas por los consejeros áulicos de Ratzinger.
Entre las alternativas ultraterrenas del monoteísmo, la del ámbito abolido por el actual Pontífice me parece sin duda la más amable. Mi rechazo instintivo del cielo, purgatorio e infierno me aconsejaba acogerme a un limbo, no judicial ni legal, como el de los presos de Guantánamo, sino leve y etéreo, en el seno de un vacío sin límites semejante al que precedió la Creación cuando el Señor tampoco existía o se aburría cruzado de brazos. Soñaba en divagar allí, entre distraído y absorto, sin enterarme de cuanto acaecía a mi alrededor. "¿Estás en el limbo o qué?", me decían a menudo, desde que frecuenté la escuela, amigos y próximos. Pues levitaba ya en una vacuidad irreal, repitiendo sin cesar la pregunta de Leibnitz: "¿Por qué hay algo y no nada?". ¡Confiaba al fin en que mi algo se transmutaría en nonada! ¡Un verdadero alivio después de tanto ruido y furor!
Tras la fatal noticia, verdugo de mis expectativas, el desmentido abrupto por Benedicto XVI de las elucubraciones, no sé si científicas, tocante al infierno de sus antecesores en la silla de Pedro apenas me afectó. El cese de la nueva concepción de éste como el estado psíquico de quien no disfruta de la contemplación divina y el retorno a la antigua -la del fuego real en el que los precitos arden para toda la eternidad- revela sobre todo los vaivenes de la infalibilidad papal establecida como dogma de fe por Pío IX. Confieso que la vuelta al binomio pecado / terror en el que la Iglesia funda su dominación, y a Dante, al divino Dante, con su descripción sublime y espeluznante de los círculos concéntricos del infierno, de las calderas de Pedro Botero, me embebió de nostalgia y secreta satisfacción. Mi memoria retrocedió seis décadas, a los ejercicios espirituales de los Padres de Sarriá y Manresa, tan similares en su escenografía y crescendo patético a los descritos por Blanco White de la Cueva del Padre Vega y por Joyce en su primera e inolvidable novela. Lo que ahora soy lo debo en gran parte a ellos. ¿Cómo mostrarme desagradecido con quienes me enseñaron de una vez para siempre a dudar y a pensar por mi cuenta?
Así y todo, la rutina mental y alicorta inspiración de Ratzinger me llenaron de decepción. En su obsesión por preservar la raíz cristiana de Europa, combatir el supuesto totalitarismo laico y atrincherarnos en nuestra identidad irreductible, el sucesor de Juan Pablo II perdió la magnífica ocasión de recurrir a la visión escatológica de Ibn Arabi, mucho más próxima a la sensibilidad del creyente civilizado de nuestro tiempo. Para el místico de Murcia -convencido de que Dios es misericordioso y de que la reiteración del sufrimiento nos habitúa inevitablemente a él- existirían, junto a los seres terrestres, acuáticos y aéreos, una cuarta especie, la de los ígneos, que viven en el fuego su felicidad natural. Pero nuestro actual Pontífice carece de imaginación y se empeña en darnos más de lo mismo. Ante el creciente descreimiento de su grey, truena con sus cardenales y obispos contra el mortífero relativismo moral, la disolución de las costumbres, la quiebra de la familia, el divorcio, el aborto, los anticonceptivos, el matrimonio gayo, etcétera, con acentos dramáticos, casi apocalípticos. Los benditos gemelos polacos no le consuelan de las desventuras denunciadas por Cañizares y Rouco. Muy significativamente, la ostentación de riqueza y el tren de vida de las altas jerarquías de la Iglesia, para no hablar ahora de su propia exquisitez de gurmé -champán francés y trufas después de su lección magistral de Ratisbona, según nos reveló la prensa-, exquisitez en los antípodas de la pobreza de Jesús de Nazaret y de la miseria reinante en la mayoría del planeta, no parece preocuparle en exceso. Como los salafistas resueltos a imponer el modelo primordial de los "cuatro califas justos", Benedicto XVI vuelve la vista a san Pablo, a Constantino, y al polvo acumulado por los dogmas de los viejos Concilios. Tras el fallido aggiornamento de Juan XXIII, retornamos al latín, al fuego eterno, al anatema de la Ilustración y sus doctrinas impías, a los buenos tiempos del Syllabus y de Pacelli, a las verdades macizas y sólidas del catecismo...
Magnánimo como soy, se lo perdono todo excepto el contratiempo que supone para muchos la desalmada desprogramación del limbo.
Entre las alternativas ultraterrenas del monoteísmo, la del ámbito abolido por el actual Pontífice me parece sin duda la más amable. Mi rechazo instintivo del cielo, purgatorio e infierno me aconsejaba acogerme a un limbo, no judicial ni legal, como el de los presos de Guantánamo, sino leve y etéreo, en el seno de un vacío sin límites semejante al que precedió la Creación cuando el Señor tampoco existía o se aburría cruzado de brazos. Soñaba en divagar allí, entre distraído y absorto, sin enterarme de cuanto acaecía a mi alrededor. "¿Estás en el limbo o qué?", me decían a menudo, desde que frecuenté la escuela, amigos y próximos. Pues levitaba ya en una vacuidad irreal, repitiendo sin cesar la pregunta de Leibnitz: "¿Por qué hay algo y no nada?". ¡Confiaba al fin en que mi algo se transmutaría en nonada! ¡Un verdadero alivio después de tanto ruido y furor!
Tras la fatal noticia, verdugo de mis expectativas, el desmentido abrupto por Benedicto XVI de las elucubraciones, no sé si científicas, tocante al infierno de sus antecesores en la silla de Pedro apenas me afectó. El cese de la nueva concepción de éste como el estado psíquico de quien no disfruta de la contemplación divina y el retorno a la antigua -la del fuego real en el que los precitos arden para toda la eternidad- revela sobre todo los vaivenes de la infalibilidad papal establecida como dogma de fe por Pío IX. Confieso que la vuelta al binomio pecado / terror en el que la Iglesia funda su dominación, y a Dante, al divino Dante, con su descripción sublime y espeluznante de los círculos concéntricos del infierno, de las calderas de Pedro Botero, me embebió de nostalgia y secreta satisfacción. Mi memoria retrocedió seis décadas, a los ejercicios espirituales de los Padres de Sarriá y Manresa, tan similares en su escenografía y crescendo patético a los descritos por Blanco White de la Cueva del Padre Vega y por Joyce en su primera e inolvidable novela. Lo que ahora soy lo debo en gran parte a ellos. ¿Cómo mostrarme desagradecido con quienes me enseñaron de una vez para siempre a dudar y a pensar por mi cuenta?
Así y todo, la rutina mental y alicorta inspiración de Ratzinger me llenaron de decepción. En su obsesión por preservar la raíz cristiana de Europa, combatir el supuesto totalitarismo laico y atrincherarnos en nuestra identidad irreductible, el sucesor de Juan Pablo II perdió la magnífica ocasión de recurrir a la visión escatológica de Ibn Arabi, mucho más próxima a la sensibilidad del creyente civilizado de nuestro tiempo. Para el místico de Murcia -convencido de que Dios es misericordioso y de que la reiteración del sufrimiento nos habitúa inevitablemente a él- existirían, junto a los seres terrestres, acuáticos y aéreos, una cuarta especie, la de los ígneos, que viven en el fuego su felicidad natural. Pero nuestro actual Pontífice carece de imaginación y se empeña en darnos más de lo mismo. Ante el creciente descreimiento de su grey, truena con sus cardenales y obispos contra el mortífero relativismo moral, la disolución de las costumbres, la quiebra de la familia, el divorcio, el aborto, los anticonceptivos, el matrimonio gayo, etcétera, con acentos dramáticos, casi apocalípticos. Los benditos gemelos polacos no le consuelan de las desventuras denunciadas por Cañizares y Rouco. Muy significativamente, la ostentación de riqueza y el tren de vida de las altas jerarquías de la Iglesia, para no hablar ahora de su propia exquisitez de gurmé -champán francés y trufas después de su lección magistral de Ratisbona, según nos reveló la prensa-, exquisitez en los antípodas de la pobreza de Jesús de Nazaret y de la miseria reinante en la mayoría del planeta, no parece preocuparle en exceso. Como los salafistas resueltos a imponer el modelo primordial de los "cuatro califas justos", Benedicto XVI vuelve la vista a san Pablo, a Constantino, y al polvo acumulado por los dogmas de los viejos Concilios. Tras el fallido aggiornamento de Juan XXIII, retornamos al latín, al fuego eterno, al anatema de la Ilustración y sus doctrinas impías, a los buenos tiempos del Syllabus y de Pacelli, a las verdades macizas y sólidas del catecismo...
Magnánimo como soy, se lo perdono todo excepto el contratiempo que supone para muchos la desalmada desprogramación del limbo.
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