10 dic 2007

Turquía

Los sonidos de la marcha turca/Slavoj Zizek, filósofo esloveno y autor, entre otros libros, de Irak. La tetera prestada.
Publicado en El País, 09/12/2007;
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Hace tres meses, el ministro francés de Asuntos Exteriores, Bernard Kouchner, aconsejó al mundo que se preparase para la guerra contra el supuesto programa nuclear de Irán. Esta afirmación causó enorme revuelo, y las mayores críticas se centraron en lo que sir John Holmes, responsable del organismo de Naciones Unidas para los refugiados, llamó el “estigma iraquí”: el escándalo de haber utilizado las inexistentes armas de destrucción masiva de Irak como excusa para la invasión de ese país. ¿Por qué íbamos a creer ahora a Estados Unidos y sus aliados, que tan brutalmente nos habían engañado entonces? Y de hecho, los servicios de inteligencia norteamericanos dicen ahora que no existe tal programa nuclear iraní.

Ahora bien, existe otro aspecto de la advertencia de Kouchner que es mucho más preocupante. Cuando Sarkozy designó a Kouchner como jefe del Quai d’Orsay, incluso varios de quienes le criticaban elogiaron la medida y la consideraron una agradable sorpresa. Pronto quedó claro el significado de ese nombramiento: el regreso de la ideología del “humanismo militarista”, o incluso el “pacifismo militarista”. Lo malo de esta etiqueta no es que sea un oxímoron que nos recuerda el “la paz es la guerra” de 1984 de Orwell. Lo peor tampoco es que, como en el caso de Irak, Irán se haya escogido como objetivo por intereses geopolíticos y económicos. No, el principal problema del “humanismo militarista” no está en lo de “militarista”, sino en lo de “humanismo”, en que una intervención militar se presente como ayuda humanitaria, se justifique en función de unos derechos humanos universales, por lo que cualquiera que se oponga a la misma es presentado como alguien que adopta una postura criminal que le excluye de la civilización.
Por eso, en el nuevo orden mundial, ya no tenemos guerras en el antiguo sentido de un conflicto entre Estados soberanos, regido por unas reglas determinadas (el trato a los prisioneros, la prohibición de ciertas armas, etcétera). Lo que hay ahora son conflictos “étnico-religiosos” que violan los derechos humanos universales y que requieren la intervención “pacifista y humanitaria” de las potencias occidentales. En estos conflictos no es posible imaginar a una organización humanitaria neutral como la Cruz Roja mediando entre los dos bandos, porque una de las partes (la dirigida por Estados Unidos) ya asume ese papel, no se considera uno de los actores del conflicto sino un agente de la paz y el orden mundial.
La pregunta clave, pues, es: ¿quién es ese “nosotros” en nombre del cual suele hablar Kouchner, quién está incluido y quién excluido de esta comunidad de gente civilizada que actúa en defensa de los derechos humanos? Tuvimos una respuesta inesperada (o, mejor dicho, una complicación) un mes después de las declaraciones de Kouchner sobre Irak, cuando, en octubre, el Parlamento turco decidió desoír las presiones de Estados Unidos y dio permiso a su Gobierno para emprender operaciones militares en territorio iraquí, con el fin de dar caza a los rebeldes kurdos. El presidente sirio Bashar Assad, de visita en Turquía, añadió el toque definitivo al declarar que apoyaba el derecho de Turquía a emprender acciones “contra el terrorismo”.
Es como si un intruso (sin las debidas credenciales en materia de derechos humanos) hubiera irrumpido en el círculo cerrado del “nosotros”, de los que tienen el monopolio del humanitarismo militar. Nuestro malestar es el mismo que el del anfitrión de una fiesta a la que llega alguien que no ha sido invitado y empieza a actuar como si fuera uno más. Lo que hace desagradable la situación no es que Turquía sea “distinta”, sino su pretensión de ser igual que nosotros, y esa circunstancia pone al descubierto una serie de reglas no escritas, prohibiciones silenciosas y exclusiones, que matiza el “nosotros” de la humanidad progresista.
La tremenda ironía de la situación es que la perspectiva de que Turquía marche sobre Irak ya tiene un precedente en el himno oficial de la Unión Europea, el Himno a la alegría del último movimiento de la Novena sinfonía de Beethoven. En la mitad del movimiento, después de oír la melodía principal en tres variaciones orquestales y tres vocales, llega el primer clímax, en el que ocurre algo inesperado que preocupa a los críticos desde que se interpretó por primera vez, hace 180 años: en el compás 331, el tono cambia por completo y, en vez de la progresión solemne, el tema se repite al estilo de una marcia turca, la música militar para viento y percusión que los ejércitos europeos del siglo XVIII tomaron prestada de los jenízaros turcos. Es un aire de desfile popular carnavalesco; algunos críticos incluso han comparado los “absurdos gruñidos” de los fagots y los bombos que acompañan el inicio de la marcha con pedos. Y a partir de ese momento ya no se recupera la sencilla y solemne dignidad de la primera parte del movimiento.
¿No ocurre lo mismo hoy en Europa? El síntoma más destacado de la crisis actual de la Unión Europea es precisamente Turquía: de acuerdo con la mayoría de los sondeos, el principal motivo de los que votaron “no” en los referendos de 2005 en Francia y Holanda fue su oposición a la incorporación de Turquía al club. El “no” puede justificarse con argumentos derechistas y populistas (no a la amenaza turca contra nuestra cultura, no a la mano de obra barata de los inmigrantes turcos), o progresistas y multiculturalistas (Turquía no respeta los derechos humanos de los kurdos).
¿Y qué pasa si, como en el final de la Novena de Beethoven, el verdadero problema no es Turquía, sino la melodía en sí, la canción de la unidad europea que nos interpreta la élite tecnocrática de Bruselas? Lo que nos hace falta es una nueva melodía central, una nueva definición de Europa.
El problema turco, la perplejidad de la Unión Europea respecto a su posible incorporación, no procede de Turquía, sino de la confusión sobre qué es Europa. El punto muerto experimentado por la Constitución europea es una señal de que el proyecto busca su identidad.
En sus Notes Towards a Definition of Culture [Notas para la definición de la cultura], el gran conservador T. S. Eliot señalaba que hay momentos en los que la única forma de mantener viva una religión es crear una escisión sectaria y separarla del cadáver central. Ésa es hoy nuestra única posibilidad: sólo mediante una “escisión sectaria” del legado tradicional europeo, sólo separándonos del cadáver en descomposición de la vieja Europa, podemos mantener vivo el legado de la Europa renovada.
Es una tarea difícil, que nos obliga a asumir el peligro de lanzarnos a lo desconocido; pero la única alternativa es pudrirse poco a poco, la transformación gradual de Europa en lo que fue Grecia para el Imperio Romano en su época de madurez, un destino para el turismo cultural nostálgico sin ninguna importancia real.
Se suele calificar el dilema de Europa como una lucha entre los conservadores cristianos eurocéntricos y los multiculturalistas progresistas que quieren abrir las puertas de la Unión a Turquía y más allá. ¿No será un conflicto falso? En Polonia hemos visto en los últimos tiempos una fuerte reacción contra la modernidad. Los llamamientos a la prohibición del aborto, la “limpieza” anticomunista, la exclusión del darwinismo de la enseñanza, incluso la extravagante idea de abolir el cargo de presidente de la república y proclamar a Jesucristo como eterno rey de Polonia, forman una propuesta para constituir una nueva Polonia inequívocamente basada en valores cristianos y antimodernos.
La lección está muy clara: el populismo fundamentalista está llenando el vacío creado por la ausencia de un sueño de izquierdas. Las famosas palabras de Donald Rumsfeld sobre la vieja y la nueva Europa están plasmándose en una realidad inesperada: los perfiles incipientes de la “nueva” Europa formada por la mayoría de los países poscomunistas (Polonia, Países Bálticos, Rumanía, Hungría…), con su fundamentalismo populista cristiano, su anticomunismo tardío, su xenofobia, su homofobia, etcétera. ¿Acaso ejemplos como el de Polonia no deberían obligarnos a redefinir Europa de tal forma que excluya el fundamentalismo cristiano?

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