22 mar 2008

El jardin secreto


El jardín secreto/Gustavo Martín Garzo*
Publicado en EL PAÍS, 13/05/2007;
John Keats escribió que había que saber conformarse con la mitad del conocimiento. Es decir, que si queríamos penetrar en el misterio del mundo debíamos ser capaces de no buscar a cada momento una explicación a lo que nos sucedía en él. Es lo que suelen hacer los personajes de los cuentos infantiles y por eso pueden vivir sus aventuras. Es lo que hace Alicia, cuando corre tras el Conejo Blanco, o Wendy cuando Peter Pan la conduce a la Isla de Nunca Jamás. O lo que hace Mary Lennox, la protagonista de El jardín secreto, la hermosa novela de Francis Hodgson Burnet. La pequeña Mary viaja a casa de un tío suyo, al quedarse huérfana, y se ve obligada a pasar largas horas de soledad, pues su tío siempre está de viaje. Y en ese deambular sin tiempo, Mary descubre un día un jardín en el que no puede entrar. Ve sus tapias y los árboles, cuyas copas asoman por encima, pero no encuentra su puerta. Y aprende a amar ese jardín, antes de saber nada de él.
Cuando Wendy pregunta a Peter Pan, en pleno vuelo, que dónde está la Isla de Nunca Jamás, éste le contesta que no lo sabe. “La Isla de Nunca Jamás, no se puede buscar. Es ella la que te encuentra”. En cierta forma, es lo que la pasa a Alicia con el País de las Maravillas, o a Dorothy, en El mago de Oz, con la Ciudad Esmeralda, ya que en realidad son ese país y esa ciudad quienes las encuentran a ellas. La historia de Mary con el jardín secreto es también así. Quiere entrar en él pero tendrá que ser un petirrojo el que le proporcione la llave y le diga cómo hacerlo. Pero ni Wendy, ni el príncipe de La Bella Durmiente, ni la niña protagonista de El jardín secreto, ni por supuesto Alicia o Dorothy, hacen demasiado por vivir aventuras, se ven arrastradas a ellas. Mary Leenox se ocupa del jardín antes de saber nada él; Wendy se instala en la Isla de Nunca Jamás, con los Niños Perdidos, con la naturalidad con que lo habría hecho en la casa de sus vecinos; Alicia se va detrás del Conejo Blanco sin dudarlo; Dorothy acepta como compañeros a criaturas tan extravagantes como un Espantapájaros, un León y un Hombre de Hojalata; y el príncipe de La Bella Durmiente, acude sin preguntar a la llamada secreta de la estancia encantada. Y todos ellos se conforman con la mitad del conocimiento para vivir sus respectivas aventuras.
Pero lo maravilloso, al contrario de lo que suele decirse, no nos aparta del mundo sino que hace de ese mundo el reino de la posibilidad. Todos los niños proceden de un mundo así, de forma que bien podemos decir que ese jardín secreto es una representación de nuestra propia infancia perdida. San Agustín, en sus Confesiones, habló así de ese lugar: “De niño pasé a ser muchacho, o lo que fuera que viniera a mí ocupando el lugar de la infancia. La infancia, no obstante, no se marchó: pues ¿a dónde iba a ir? Sencillamente, dejó de estar ahí. Pues ahora no era un crío, sin habla, sino un muchacho que hablaba”.
La infancia permanece con nosotros como reino secreto. Un reino de silencio, donde se habla el lenguaje de las cosas mudas. Cuando Eneas pide a Dido que le cuente la guerra de Troya éste replica: “Indecible, reina”. Lo que es lo mismo que decir que todo lo que sucedió en ese lugar y en ese tiempo es tan singular, tan lleno de excepción, que no cabe en nuestras palabras de adultos, las palabras con las que tomamos posesión de las cosas. Ese reino mudo es el reino de la infancia, que significa literalmente incapacidad de hablar. Y por eso son tan frecuentes en los cuentos los personajes que no pueden hacerlo. La Sirenita tiene que perder su voz para acceder al reino de los hombres, y en realidad la Bella Durmiente también tiene el mismo problema: está dormida, y no puede hablar. La paradoja es que ese silencio renueva el lenguaje, y por eso en los cuentos todos hablan sin parar. No sólo los niños y las princesas, sino las ranas, las estrellas y los árboles. La niña de los gansos oye hablar a la cabeza de su caballo y luego termina hablando con una estufa, que es a la que cuenta todos sus pesares. Pero ¿todos estos mundos descritos no están tocados por la locura? ¿No lo está el País de las Maravillas con todos sus extravagantes personajes? ¿no lo está el país que visita Dorothy en El mago de Oz, no es la Isla de Nunca Jamás una jaula de grillos? Hay adultos que no soportan este barullo y se apartan de los niños sin entender que en su locura, como acertadamente supo ver Bachelard, está siempre la posibilidad de un nuevo comienzo.
Montaigne no aprobaba la pasión de hacer carantoñas a los recién nacidos, por considerar que carecían de toda actividad mental y eran indignos de nuestro amor, llegando a no soportar que se les diera de comer en su presencia, y durante mucho tiempo el niño que era demasiado pequeño para participar en la vida de los adultos sencillamente no contaba para nada. Los niños siempre han vivido en ese mundo de intersticios y grietas, un mundo que despierta de su sueño, cuando los adultos se retiran a descansar. Alicia se cuela por una de esas grietas y va a parar a ese mundo tan extraño como disparatado en el que tienen lugar sus aventuras. De pronto, la Reina de Corazones quiere cortarle la cabeza. Alicia trata de rebelarse y una baraja de naipes se arroja sobre su cabeza. Quiere quitárselos de encima y se descubre tumbada en la ribera del río con la cabeza apoyada en la falda de su hermana, que le está quitando cariñosamente unas hojas que le habían caído de los árboles.
J. M. Barrie, el autor de Peter Pan, nos dice que todas las niñas cuando crecen se transforman en unas vulgarísimas mujeres casadas, pero ¿de verdad son tan vulgares? Y si lo fueran ¿por qué contarían a sus hijos esas historias tan locas? En realidad todas las madres cuentan a sus hijos cuentos para decirles que puede que en el mundo no haya criaturas más raras y fantásticas que ellos. Tan raros son los niños que un buen día desaparecen y nunca más se les vuelve a encontrar. Para eso les cuentan historias, para hablarles de lo que pasó en aquella casa mientras ellos estuvieron allí. Sabes una cosa, les dicen, una vez me encontré a un niño como tú. Un niño que no sabía de dónde venía. Te encontré como la hija del Faraón encontró a Moisés, flotando en las aguas de un río, y eras tan guapo que, en vez de dejarte solo o tirarte a la basura o llevarte al hospicio, decidí quedarme contigo. Y luego tuve que cuidarte y fuiste creciendo y, aunque no sabía quién eras, me tenía que conformar con la mitad del conocimiento y vigilarte y estar a tu lado a todas las horas, pues vivías rodeado de peligros y de cosas extrañas. Y, cuando te ibas a la cama, acostumbraba a contarte historias. No podían ser historias vulgares porque tú no eras en absoluto vulgar. Y en esas historias hablaba de dragones, de hadas egoístas, de princesas dormidas y de hombres de hojalata que andaban buscando su corazón, pero en realidad sólo estaba hablando de lo que me pasaba al estar junto a ti. Y unas veces era como dar de comer a un pajarillo que estaba hambriento, y otras como correr detrás de un becerro que no sabía que hacer con su fuerza. Y así hasta que un día, cuando fui a buscarte a tu cuarto, ya no estabas en él. Porque los niños, no se sabe por qué, un día desaparecen, y en su lugar dejan a un muchacho o una muchacha, que pueden ser muy guapos y cariñosos pero que no es lo mismo, porque ellos no pueden colarse por el hueco de un árbol, ni son capaces de darse cuenta de que, tras el sonido de la hierba, lo que se escuchan son las pisadas del Conejo Blanco, y tras el sonido de las esquilas el tintineo de las tazas de porcelana de la Liebre de Marzo.
Y cuando tú te hagas mayor y tengas tus propios niños también te pasará lo mismo, y les contarás cuentos en que le hablarás de tu visita a esa Isla de Nunca Jamás que fue tu propia infancia. Y también una noche, cuando vayas a despedirte de ellos, encontrarás acostados en sus camas a un muchacho a una muchacha que habrán ocupado su lugar, y con los que no podrás hacer gran cosa, aunque te den mucha pena, por lo mucho que se parecen a aquel hijito que tenías, y no llegues a decírselo nunca y te quede el consuelo de pensar que también ellos una vez tendrán un niño a su lado y podrán hacer lo mismo que hiciste tú, que no fue sino lo que hicieron Alicia y Wendy cuando se hicieron mayores. Que seguían conservando “el mismo corazón sencillo y entusiasta de su niñez, y que reunían a su alrededor a otros chiquillos, y hacían brillar los ojos de los pequeños al contarles un cuento extraño”, quizá este mismo sueño del País de las Maravillas o de su fuga con Peter Pan que habían tenido años atrás. Que es lo que pasa siempre que una madre toma en sus brazos a su niño y recordando “los felices días del verano de antaño, hace suyas sus pequeñas tristezas y se alegra con sus ingenuos goces”. Y después de maravillarse de lo hermoso que es y de que haya en él tanta locura, piensa enseguida que si ahora está en el mundo debe de ser por alguna poderosa razón, aunque no llegue a saber cuál es. Lo que tampoco le importa demasiado, pues se conforma con la mitad del conocimiento.
*Gustavo Martín Garzo
Psicólogo de profesión; recibió en 1994 el Premio Nacional de Narrativa por su novela "El lenguaje de las fuentes". Se volvió un autor popular en 1999, tras la obtención del Premio Nadal por "Las historias de Marta y Fernando".
Nacido en 1948 en Valladolid, su formación católica familiar le proporcionó un conocimiento de la simbología religiosa que él ha convertido en material literario.
Se confiesa hombre metódico y sin prisas y asegura no haber sentido nunca la necesidad de abandonar su ciudad porque "cualquier lugar contiene el mundo entero, los mismo conflictos, los mismos anhelos. Basta con saber mirarlos".

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