30 mar 2008

¿Testigo protegido? en España

REPORTAJE DE LUIS GOMEZ: TESTIGO (DES)PROTEGIDO
En libertad amenazada
Publicado en El País, 30/03/2008;
Fue detenido por narcotraficante, pero aceptó colaborar y ser testigo protegido. Su testimonio llevó a la cárcel a 140 imputados. Ha tenido tres identidades en ocho años. Desde entonces vive escondido porque la justicia no cumplió sus promesas.
La pesadilla comenzó hace ocho años. Un hombre fue decisivo para el éxito de una operación antidroga desarrollada en las provincias de Cádiz, Sevilla y Huelva, que provocó un enorme revuelo porque culminó con 140 detenciones. De no ser por su testimonio preciso y detallado, la acción policial habría resultado inútil: reveló uno por uno el paradero de los miembros de una organización que distribuía cocaína, hachís y droga sintética por Andalucía. En la oscuridad de la noche, condujo a la policía hasta sus domicilios, señaló aquellos escondrijos donde se almacenaba la droga y qué vehículos se utilizaban para el transporte. Facilitó incluso gran cantidad de números de los teléfonos móviles. El disco duro con los detalles de la organización estaba en su cerebro. Uno de los inspectores de policía que intervino en aquella operación elogió su "prodigiosa memoria".
Aquel individuo era un testigo protegido. No fue el único (hubo un segundo testigo), pero su información resultó determinante. Todo lo que se pudo saber entonces del personaje fue que era un hombre muy joven que desempeñaba un papel principal en la organización recién desarticulada. Le habían detenido unos meses antes en un chalet del puerto de Santa María donde encontraron 10 kilos de cocaína. Enviado a prisión, decidió colaborar con la justicia y no pareció haber actuado por venganza. Rompió con la ley del silencio, que impera en las mafias del narcotráfico. Y, literalmente, se jugó el tipo.
Dos o tres años después, su abogado informó de que la integridad de su defendido corría serio peligro y que la actuación de la justicia estaba siendo especialmente deficiente. Durante su estancia en prisión, sufrió varios traslados de cárcel por amenazas de muerte. Pero lo más sorprendente fue conocer que salió en libertad provisional sin lograr que le concediesen una nueva identidad. Vivía escondido, temía por su vida y carecía de medios de subsistencia.
Pasó el tiempo.
De posteriores comunicaciones con el abogado se deducía que la situación apenas había mejorado. Todo cuanto había logrado conseguir era un nuevo carné de identidad para su defendido, que resultaba poco útil por no ir acompañado de un número de la Seguridad Social: no podía trabajar, disponer de carné de conducir o recibir un subsidio. En esas circunstancias, las noticias que recibía de su cliente eran cada vez más escasas. El abogado perdía la paciencia y el personaje estaba abandonado a su suerte.
Transcurrieron unos años más.
Ocho años después de haber tenido la primera noticia de su existencia, merecía la pena intentar una entrevista con aquel testigo, petición a la que se había opuesto siempre su abogado. Ocho años era tiempo suficiente como para que los obstáculos hubieran terminado por superarse. Sin embargo, las noticias volvieron a ser desalentadoras. Su abogado había dejado el caso. Reconoció su impotencia, su desesperación, su incomodidad: hacía mucho tiempo que no percibía sus honorarios. Lo último que sabía era que le habían adjudicado un letrado de oficio. Desconocía su nombre. Del testigo ya no le llegaban noticias: viviría escondido en alguna parte. Todas las medidas de protección que le prometieron fueron incumplidas. El abogado sospechaba que algunos policías le habían facilitado un número de teléfono al que recurrir si necesitaba ayuda urgente. No tenía más información de él.
Tampoco la tenía su nueva abogada. Era una joven letrada de Madrid, Nuria Rodríguez Vidal. Ella sí era partidaria de una entrevista con su defendido, pero había un serio problema: no había podido contactar con él desde que le adjudicaron el caso. Y necesitaba hacerlo con cierta urgencia, pero desconocía hacia dónde dirigir sus pasos para encontrarle. En esas circunstancias, llegó un golpe de suerte: indagando entre las personas que habían tenido algún contacto con el testigo surgió un número de teléfono donde poder dejar al menos un mensaje. Quedaba en segundo plano la posibilidad de convencerle para que aceptara una entrevista.
Meses después, aceptó una cita. Con una condición: el encuentro se celebraría en una gran ciudad, en un sitio donde pudiera pasar inadvertido. Una vez en dicha localidad, el contacto se establecería por teléfono para decir dónde podríamos vernos, en qué calle y en qué lugar. Llegado ese momento, facilitó una dirección y preguntó si el periodista acudiría en taxi.
Tardé en darme cuenta de las características del lugar que él había elegido para la cita: a unos pasos de una comisaría de policía. Y él vigilaba a distancia la llegada de un taxi.
El hecho tenía su explicación: si el periodista no parecía ser quien decía ser, si en los primeros segundos observaba algo sospechoso, él tendría tiempo para correr y refugiarse en la comisaría. Era una evidencia del miedo que condiciona la vida de este hombre.
Ahora tiene 32 años. Es alto, delgado, de complexión fuerte, gesto serio y una amargura en la mirada que persiste incluso en los breves momentos en los que se atreve a esbozar una tímida sonrisa. Los últimos ocho años de su vida han dejado secuelas que él mismo explica: "Le entregué mi vida a la justicia. Creo que me he vuelto esquizofrénico. El rostro se me ha vuelto agresivo. Me ha quedado un tic nervioso en un ojo, de todas las medicinas que me he tomado. Llegaba a tomar 70 en un día. He perdido memoria. Los médicos dicen que tengo un 53% de minusvalía. Lo único que quiero es acabar con esto".
El hombre autoriza a que se utilice en este reportaje el nombre de Cristóbal Toledo Gallego, la identidad que las autoridades le dieron para su estancia en la cárcel, donde residió los primeros dos años y medio de esta pesadilla. Cristóbal ha tenido tres identidades desde entonces. La suya propia, la que tuvo en prisión y la de un nuevo DNI que le facilitaron tiempo después de salir en libertad. Ninguna de ellas fue útil. Su caso es uno de tantos que evidencia cómo el programa de protección de testigos es ineficaz en España. Regulado por la Ley orgánica 19/94 de Protección de testigos y peritos en causas criminales, quedó pendiente de una regulación que no se ha efectuado nunca. Todos los expertos consultados coinciden en criticar su falta de desarrollo. Uno tan destacado como Javier Zaragoza, actual fiscal jefe de la Audiencia Nacional, llegó a afirmar en una ponencia que la regulación actual es "incompleta, insuficiente e inadecuada". Un documento elaborado por Joaquín Sánchez Covisa, fiscal del Tribunal Supremo, abunda en idénticos comentarios. El juez Juan del Olmo, en una reciente conferencia en la escuela de verano de la Universidad Complutense de Madrid, lamentó que el sistema español de protección de testigos impida realizar un trabajo efectivo: "Desde 1994, el Estado", dijo, "no se ha ocupado en dotar con fondos al sistema de protección, lo cual lo hace ineficaz y obliga en ocasiones a los jueces a recurrir a otras vías para aumentar la protección".
La pesadilla de Cristóbal Toledo comenzó cuando tenía 24 años. La vida le sonreía. Vivía en un chalet, conducía un BMW, ganaba medio millón de pesetas a la semana. Había dejado su casa unos años antes, siendo adolescente, el día en que su padre le pegó una paliza. Hombre muy estricto, director de un instituto, no podía soportar que su hijo fuera un mal estudiante y se pasara todo el día en la calle. Aquella paliza terminó con una pierna rota y su decisión de no regresar a casa. La vida callejera le llevó a un destino inevitable en el lugar donde vivía: el menudeo de la droga, dinero al contado si eres lo suficientemente atrevido. Empezó por abajo, con una Vespino con la que consumió cientos de kilómetros. Cristóbal tenía don de gentes. Sus contactos aumentaban. Su radio de acción se amplió hasta escalar posiciones en la organización para la que trabajaba. Picó cada vez más alto y sus relaciones alcanzaron algunas discotecas de la Costa del Sol. Prosperaba: cuando logras poner un pie en Marbella y sus aledaños empiezas a competir en la Primera División del sector. Utilizaba cuatro teléfonos móviles, cambiaba de tarjetas cada semana, pero todo estaba en su cabeza: nombres, direcciones, matrículas de coches, números de teléfono. No necesitaba una agenda. Tenía facilidad para los números.
"Llevaba conmigo a mis perrillos". Así llama Cristóbal a otros jóvenes que le acompañaban, a los que mantenía, su cohorte privada. Su ritmo de vida era intenso y en eso tenía mucho que ver la cocaína que consumía. "Apenas dormía. Disfrutaba de la vida a tope y gastaba parte de mis ganancias en cocaína. Cada vez me reservaba más para mí, para mi propio consumo".
Probablemente, tanta excitación le llevó a cometer algún error. Lo cierto es que la noche del 31 de octubre de 2000, la policía le sorprendió en su chalet. Le habían estado vigilando. Encontraron diez kilos de cocaína en el inmueble y le detuvieron.
Si hubiera encajado el golpe como tantos otros en su oficio, su vida habría sido diferente. De haber mantenido la boca cerrada, la organización le habría protegido, enviado dinero a la cárcel y contratado un buen abogado. La ley del silencio es muy efectiva en el mundo del narcotráfico: te comes el marrón y te callas, que la organización velará por ti y los tuyos. El ejemplo lo ha vivido en sus propias carnes: buena parte de aquellos a quienes delató salieron de la cárcel antes que él y no les ha faltado dinero ni trabajo desde entonces. Pero él decidió hablar. Fue el error de su vida.
El juez, el fiscal y su abogado le convencieron para que colaborase con la justicia. Le prometieron otorgarle la doble condición de arrepentido y testigo protegido. Su identidad quedaría a salvo, disfrutaría de beneficios penitenciarios y podría rehacer su vida. Le facilitarían un lugar donde vivir y unos medios económicos para salir adelante. Ninguna de esas promesas se cumplió. El sistema falló estrepitosamente.
Diez veces salió de la cárcel donde estaba ingresado. En algunas ocasiones durmió en la propia comisaría. Durante la madrugada, acompañaba a los agentes en un coche camuflado para indicarles in situ todos los detalles de la organización: matrículas de coches, almacenes donde se ocultaba la droga, domicilios, lugares de contacto. Recuerda que una de aquellas noches, el vehículo policial pinchó una rueda y hubieron de esperar para repararla. Sus descripciones eran precisas. "Se conocía todos los caminos con exactitud por complicados que fueran, incluso durante la noche, cuando no es fácil moverse por ciertos lugares", recuerda uno de los agentes, entrevistado tiempo después. En uno de los documentos que obran en el sumario del caso, constan las declaraciones de policías de la UDYCO de Sevilla y Cádiz, que testificaron a su favor, reconocieron la importancia de su colaboración y "el peligro potencial elevado" al que se exponía con su testimonio. "Nunca hemos tenido un testigo que nos lo pusiera tan fácil", confesó uno de ellos.
La operación fue un éxito. Un golpe espectacular, al mejor estilo de la Operación Pitón, aquella que protagonizó en Cádiz el juez Garzón en los años noventa. Tres centenares de agentes de la policía y la Guardia Civil irrumpieron en varias localidades gaditanas para hacer los correspondientes registros. Se hallaron varios miles de kilos de hachís, varias decenas de kilos de cocaína, armas de fuego, numerosos vehículos, propiedades y cuentas corrientes a nombre de personas que no tenían oficio conocido. Se practicaron 140 detenciones.
Como resultado de la operación policial, algunos de los detenidos ingresaron en la misma cárcel donde residía Cristóbal. Ya se hablaba por entonces de un par de testigos protegidos y de amenazas de muerte. Así comenzó su peregrinaje carcelario a la espera de que se cumplieran las promesas. Llegó a estar en cinco. En ellas recibió una identidad, la de Cristóbal Toledo Gallego. Como el riesgo era alto, fue trasladado a la de Aranjuez, de máxima seguridad, suficientemente alejada de su entorno.
Sus recuerdos de la cárcel son agradables. Cristóbal se ejercitó en el boxeo, se puso en forma, llegó a trabajar como guardaespaldas de algunos reclusos islamistas detenidos tras el 11-S. "Esos tíos manejaban dinero y pagaban bien", recuerda. Pero los beneficios terminaron ahí. Estuvo dos años y medio en prisión: más tiempo de lo que había calculado.
Un día se topó con la realidad que le esperaba en el exterior. Por la megafonía de la prisión anunciaron que se presentara al director. Lo sorprendente de aquel anuncio fue que le citaron por su verdadero nombre. Le costó unos segundos darse cuenta de que se referían a él. "Me había olvidado de mi verdadera identidad. Todo el mundo, hasta los funcionarios, me conocían por Cristóbal". De hecho, éstos también se sorprendieron. "Si no te están llamando a ti, si tú eres Cristóbal", le decían. El equívoco duró unos minutos, hasta que el director le comunicó que quedaba en libertad provisional y podía salir a la calle.
"Me dijeron que, dada mi situación, me daban 10 euros para un taxi hasta la estación y me pagaban un billete de tren hasta el lugar que yo eligiera. Les dije que no podía salir así, que no tenía dinero, que no podía volver a mi casa, que me podían matar en cuanto saliera de la cárcel".
Contactó con su abogado. Se intensificaron las gestiones para darle una nueva identidad y dotarle de medios económicos de subsistencia. Visitó al juez del caso. Comenzó a invadirle el pánico.
A pesar del empeño del juez, sus autos estaban resultando inútiles. El primero se había firmado el 9 de enero de 2001, en el que se acordaba protección especial, traslado de centros penitenciarios si era preciso y protección policial de sus familiares a la vista de la existencia de algunas amenazas. En febrero de 2001 se acordó cambiarle la identidad en la cárcel, el 28 de marzo de 2001 se dictó otro auto aumentando su nivel de protección y un nuevo cambio de cárcel. Nuevas peticiones se formularon el 21 de mayo y el 1 de octubre, cuando se solicitó su traslado a Aranjuez. Las solicitudes continuaron inútilmente: el 12 de marzo de 2002 se ampliaron medidas protectoras, se eliminaron sus datos personales en las piezas del sumario y se dio curso de su caso a una pieza separada.
Así hasta el 31 de octubre de 2002, cuando se acordó su libertad con la conformidad del fiscal, se solicitó se le expidiera un nuevo DNI, se le asignó una escolta y medios económicos para su subsistencia. El juez ordenó que Interior cumpliese estas medidas "en el plazo más breve posible".
A pesar de todos esos documentos, Cristóbal salió de la cárcel sin nueva identidad y totalmente desprotegido. No tuvo otra alternativa que ocultarse en una buhardilla propiedad de un familiar.
En su interior vivió encerrado durante dos años.
El ático era muy pequeño. Apenas podía ponerse de pie sin golpear su cabeza contra el techo. Durante un tiempo, un familiar le trajo comida. El mobiliario se limitaba a una cama y una mesita donde descansaba un televisor en blanco y negro que mantenía encendido las 24 horas del día. Era su única compañía. Pasado el tiempo, algunas noches se atrevió a salir a la azotea. Lo hacía acurrucado para que nadie pudiera advertir su presencia. Se miraba al espejo y le daba la sensación de que se estaba poniendo amarillo. Carecía de dinero. No podía salir a la calle. Le suministraron algunas pastillas para dormir, que a veces mezclaba con alcohol. Le sobrevino la idea del suicidio.
Un día consiguió acudir a la consulta de un psiquiatra. Salió a la calle camuflado. Atemorizado. De aquel psiquiatra guarda un buen recuerdo, "porque se mojó por mí". Desde ese momento, las medicinas comenzaron a ser sus compañeras de viaje. Consumió una mezcla de ansiolíticos, antidepresivos, pastillas contra el insomnio y protectores estomacales. Cristóbal conserva algunas recetas. Trazadona Clorhidrato, Topamax, Trankimazin, Clonazepan, Omoprazol, Noctamid, Clorazepato hipotásico. Posiblemente no hizo un buen uso de ellas. No hay píldoras que eliminen el miedo a las amenazas, ni medicinas que liberen de un encierro entre cuatro paredes.
Escribía cartas a su madre que nunca envió al correo. Cartas a sus hermanas, a la novia que perdió tras la detención. Escribía porque no podía hablar con nadie, porque no debía complicarle la vida a nadie. Engordó. Llegó a pesar 125 kilos. Sus músculos se atrofiaron. Alguna vez se le descolocó una clavícula. Su cuerpo se deterioraba.
A partir de un determinado momento, los acontecimientos se dispararon. Los recuerda de forma más imprecisa. "Ya no tengo la memoria de antes", repite una y otra vez. Decidió huir de esa prisión privada y encontrar una salida en otra parte.
Se sintió perdido. Vivió durante un tiempo entre unos okupas. Vendía sus medicinas a unos yonquis para obtener algo de dinero. Era una vuelta a su pasado de camello si no fuera porque ese regreso le estaba vedado: le matarían si le reconocieran. Se alimentaba de lo que robaba en los hipermercados. Iba de un sitio a otro.
Viajó a Madrid sin trabajo. No le fue bien. Llegaron a robarle el DNI y cuando acudió a una comisaría para denunciarlo le detuvieron. "En el ordenador de la policía estaba mi identidad nueva y la verdadera y resulta que estaba en busca y captura". No había acudido al requerimiento de un juzgado en su día. ¿Cómo podría hacerlo si no tenía domicilio conocido y apenas se comunicaba con su abogado?
La ayuda prometida nunca llegó. El abogado comenzó a dar el caso por perdido. El 18 de mayo de 2004, el juez firmó un nuevo auto reiterando que se le concediesen las medidas de protección. En diciembre de ese mismo año se produjo un curioso intercambio de comunicaciones entre el Ministerio de Justicia y la Consejería de Justicia de la Junta de Andalucía. El ministerio le pedía a la Junta que adoptara las medidas económicas para ayudar a un testigo protegido y la Junta respondía por dos veces que las competencias de Justicia transferidas a la Junta no contemplaban "los gastos ocasionados por la protección a testigos". Gobierno central y Junta de Andalucía se pasaban la pelota y el asunto quedaba en el alero. Cristóbal seguía buscándose la vida.
El 22 de diciembre de 2005, el Defensor del Pueblo Andaluz contestó a una carta de su abogado admitiendo a trámite el caso. Por un momento, se abrió la luz. Le ofrecieron un trabajo en una residencia de ancianos. Allí trabajó y allí vivió también porque no podía residir en otro sitio. A cambio debía dejar una buena parte de su sueldo. La situación no duró mucho y le invitaron a marcharse.
Cambió de ciudad, trabajó de camarero, de vigilante en una discoteca. Trabajos esporádicos que cumplió con el miedo en el cuerpo y una dependencia cada vez mayor de los medicamentos. Su situación no encontraba salida.
Como sucede en algunas películas, el destino le sonrió por primera vez. Conoció a una mujer, con la que viajó a Francia durante un tiempo (siete meses) y le ayudó a combatir su dependencia. Es la única persona que le retiene entre los vivos.
Su caso fue transferido a la Audiencia Nacional porque, a pesar de todo, todavía tiene una deuda con la justicia. Está imputado en un sumario, en una pieza separada. El juez Grande Marlaska le obligó a viajar a Madrid a prestar declaración bajo la amenaza de ponerle en búsqueda y captura, pero no resolvió su situación como testigo protegido. Meses después, hubo de acudir a un juicio en una ciudad andaluza en calidad de testigo. Le situaron en una sala aparte y declaró por videoconferencia, pero cuando terminó su intervención escuchó con estupor cómo el juez se despedía de él por su verdadero nombre.
La vida al lado de su nueva compañera le ha permitido ir sobreviviendo, tener algún trabajo temporal, cambiar de domicilio de vez en cuando. Pero no es vida si está dominada por el miedo.
Su abogado decidió dejar el caso. La letrada de oficio que se le asignó, Nuria Rodríguez Vidal, no deja de sorprenderse por los avatares de su cliente. Ha necesitado de varios meses para localizarle y poder entrevistarse con él. Se ha encontrado con algún hecho consumado: el juez Baltasar Garzón, una vez se reintegró a su puesto tras un periodo sabático en Estados Unidos, no ejecutó la orden de protección. "Argumentó que no era el juez competente", explica la abogada. Fue una forma radical de zanjar el asunto. Ya no había caso.
Pero sí lo hay. Cristóbal necesita una sentencia para que todo quede cerrado y el asunto va demasiado despacio. Su abogada cree que el juicio no se celebrará hasta pasados unos años, máxime teniendo en cuenta que ha quedado como un asunto menor y que los sumarios se agolpan en la Audiencia Nacional. "Habrá una dilación importante que obrará a su favor. No creo que haya condena. Es muy improbable que vuelva a la cárcel, entre otras cosas porque merecerá una rebaja por colaboración con la justicia", supone la letrada.
La respuesta de portavoces de Justicia e Interior a cualquier pregunta periodística sobre el programa de protección de testigos, el número de adscritos al mismo o su dotación económica encuentra la típica evasiva ante preguntas incómodas: "Es materia reservada. No se pueden ofrecer datos". Aunque algunas fuentes citan un número de varios cientos de testigos protegidos, nadie confirma la cifra exacta y mucho menos cómo se coordinan las medidas de protección, cuántas identidades se han cambiado y en cuantos casos se han dispuesto cambios de domicilio o prestaciones económicas. Dichas fuentes reconocen que los casos de terrorismo, sobre todo el islamista, han obligado a esos departamentos ministeriales a ser más rigurosos en las medidas de protección. Por otro lado, fuentes policiales reconocen que evitan recurrir a la figura del testigo protegido por la manifiesta ineficacia del sistema.
En España se han celebrado varios simposios sobre la materia de los que se desprende una firme llamada a las autoridades a desarrollar la ley. Observatorios especializados en lucha contra el crimen organizado de la ONU y de la Unión Europea enfatizan la necesidad de acudir a esta figura para luchar eficazmente contra las mafias. La protección de testigos es una asignatura pendiente en España.
Los expertos reconocen que Estados Unidos e Italia tienen los sistemas más avanzados en la materia. Reino Unido y algún otro país europeo han hecho progresos. La experiencia de los primeros 25 años de programa federal en Estados Unidos demostró que, a pesar de su complejidad y su elevado costo económico (se otorgó protección a 6.500 testigos con extensión a 9.000 familiares), el sistema se justificaba con una evidencia: se habían logrado condenas en el 89% de los casos en los que los testigos protegidos habían podido declarar.
Durante estos ocho años, asociaciones anti droga de Cádiz y partidos políticos sin excepción han criticado en numerosas ocasiones que la mayoría de las grandes operaciones contra el narcotráfico en la provincia hayan terminado sin condenas, con buena parte de los imputados en libertad.
Sin embargo, Cristóbal Gallego Toledo sí ha sido condenado. A vivir en una condición de libertad amenazada. ¿Cuándo podrá pasear por la calle sin ocultarse?
El encuentro ha terminado. Nos despedimos. El hombre se da media vuelta y camina hacia alguna parte, pero gira una última vez su cabeza hacia atrás para observar hacia dónde se dirigen mis pasos. El miedo sigue vigente. -
Abandonados a su suerte/reportaje de Jesús Duva
Unas 400 personas viven sin protección, sin dinero o atravesando dificultades para encontrar trabajo tras haber declarado en los tribunales contra sus antiguos amigos
JESÚS DUVA; EP 30/03/2008;
Viven permanentemente amenazados, atenazados por el miedo, al borde de la paranoia, con dificultades para encontrar trabajo, casi sin familia y sin amigos. Con frecuencia acaban alcoholizados o enganchados a los somníferos y a los antidepresivos. Son los testigos protegidos, personas que un día aportaron datos cruciales para meter entre rejas a terroristas, narcos, asesinos, proxenetas y traficantes de seres humanos. Aquel día, políticos, jueces y policías les alabaron y ensalzaron, les prometieron de todo: escolta, trabajo, un sueldo... Pero hoy la mayoría de esas personas -Ricardo Portabales, Pedro Luis Miguéliz, Manuel Fernández Padín, Pablo y otros muchos anónimos- se consideran a sí mismos abandonados y olvidados.
El Parlamento aprobó en diciembre de 1994, con un solo voto en contra, la Ley orgánica 19/1994 de Protección a testigos y peritos en causas criminales con el objetivo de acabar así con las lógicas reticencias de los ciudadanos a colaborar con la justicia por temor a represalias.
Esa ley establece que los jueces y tribunales deben preservar la identidad de los testigos protegidos que corran un "peligro grave" y a tal fin concreta: "Que no consten en las diligencias su nombre, apellidos, domicilio, lugar de trabajo y profesión, ni cualquier otro dato que pudiera servir para la identificación de los mismos, pudiéndose utilizar para ésta un número o cualquier otra clave; que comparezcan para la práctica de cualquier diligencia utilizando cualquier procedimiento que imposibilite su identificación visual normal; y que se fije como domicilio, a efectos de citaciones y notificaciones, la sede del órgano judicial interviniente, el cual las hará llegar reservadamente a su destinatario".
Todo eso está muy bien. Pero 13 años después de la aprobación de esa norma no se ha hecho nada más. No hay un reglamento que la desarrolle. No existe un programa de protección de testigos, como existe en Estados Unidos. Un programa que contemple la posibilidad de cambiar por completo de identidad -un nuevo DNI, un nuevo número de la Seguridad Social, un nuevo domicilio, un nuevo trabajo e, incluso, un nuevo rostro- porque eso, naturalmente, tiene un coste. Dinero, dinero. Y el Estado español no dispone de ninguna partida económica específica para mantener a los testigos protegidos.
Gente como Ricardo Portabales, catalogado como el primer testigo protegido de la historia reciente, el arrepentido que actuó como principal acusador de los imputados en la Operación Nécora, la gran redada contra el narcotráfico gallego desplegada en 1990 por el juez Baltasar Garzón. Portabales, considerado un traidor por sus antiguos compañeros, vive permanentemente escoltado, sometido a cambios constantes de domicilio, sin recibir una asignación mensual para su manutención y la de su familia. Hace 15 años denunció que había sufrido una paliza mientras estaba en Galicia.
Manuel Fernández Padín, otro arrepentido de la Operación Nécora, vivió durante meses en los calabozos del complejo policial de Canillas (Madrid). A falta de un equipo de guardaespaldas que le garantizase protección día y noche, el lugar más seguro para él eran los inhóspitos calabozos. Allí al menos estaba rodeado por cientos de policías en un recinto blindado. Antonio Cebollero Campo, otro arrepentido que colaboró en la misma operación, vivió en la cárcel de Brieva (Ávila) porque era más seguro para él permanecer entre rejas que estar en libertad.
La Dirección General de Instituciones Penitenciarias barajó en 1994 la posibilidad de crear un módulo especial para arrepentidos y testigos protegidos, al considerar que eso eliminaría los múltiples problemas de seguridad y el cúmulo de gastos que conlleva garantizar la vida de estas personas -valiosas colaboradoras de la justicia- durante las 24 horas del día. Sin embargo, han pasado más de diez años... y nunca más se supo de aquel viejo proyecto.
Gente como el ex contrabandista Pedro Luis Miguéliz, Txofo, que hoy se gana la vida como puede trabajando en la hostelería en la costa mediterránea. Él fue en su día uno de los principales testigos de cargo contra el ex general de la Guardia Civil Enrique Rodríguez Galindo, el sargento Enrique Dorado Villalobos y el ex cabo Felipe Bayo Leal, condenados por el secuestro y posterior asesinato de los supuestos etarras José Antonio Lasa y José Ignacio Zabala en 1983.
Testigos protegidos como Pablo, ex miembro del servicio de Inteligencia de la Armada, que también contó en el juzgado lo que sabía sobre el caso Lasa-Zabala, sin imaginar que eso le acarrearía ser secuestrado por unos sicarios que le torturaron y sodomizaron en noviembre de 1996, según relata Fernando Lázaro en su libro Yo acuso (editorial Temas de Hoy). Tres días después de prestar declaración ante un juez, el testigo protegido número 1964/S fue secuestrado, torturado y violado, además de tener que comerse literalmente el auto judicial en el que se le otorgaba la condición de testigo protegido. No tenía ninguna escolta, pese a que el juez había ordenado que le custodiase la policía.
Pablo tiene hoy una nueva identidad. Pero eso, más que favorecerle, le ha perjudicado: al ir a buscar trabajo, de nada le sirvieron los títulos académicos expedidos a su antiguo nombre. Su experiencia laboral le podía haber abierto un sinfín de puertas para trabajar en el sector de la seguridad privada, por ejemplo, pero lo malo es que él ya no era -oficialmente- el mismo hombre que figuraba en aquellos diplomas llenos de sellos y membretes.
La situación de abandono, de precariedad, de improvisación sobre los testigos protegidos en España no es nueva. Ya viene de lejos. Ya le pasó más o menos lo mismo a Mikel Lejarza Eguía, El Lobo, el topo infiltrado en ETA que, entre otros servicios al Estado, facilitó la mayor redada de activistas de ETA de la historia y la captura de algunos de los que asesinaron el 20 de diciembre de 1973 al almirante Luis Carrero Blanco, entonces presidente del Gobierno de Franco. El Seced (los servicios secretos creados por el propio Carrero) pagó a El Lobo una operación de cirugía plástica en la Clínica Angloamericana, de Madrid. Pero, aun así, hace tres años declaraba a EL PAÍS: "Todavía me puede matar cualquier descerebrado".
Según diversas fuentes, hay unos 400 testigos protegidos, varias decenas de ellos por los atentados islamistas del 11-M, aunque la mayoría son personas relacionadas con el desmantelamiento de redes de prostitución o de inmigración ilegal.
Las mujeres extranjeras que han decidido denunciar a sus explotadores han conseguido regularizar su situación en España. Pero nada más. Nadie les ayuda a buscar un empleo ni a pagar las facturas de su piso o del supermercado. "Tengo todos los papeles en regla. Sí. Pero vivo siempre pendiente de quién anda a mis espaldas y horrorizada ante la posibilidad de que me peguen un tiro", se queja una inmigrante que denunció en 2005 a los proxenetas que le explotaron durante años. -

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