El derecho de Israel/Hermann Tertsch
Publicado en ABC, 29/12/08):
Ya se ha producido la tan temida como previsible catástrofe. Después de la ruptura unilateral de la tregua por parte de Hamás y sus continuos ataques con cohetes y morteros contra el territorio meridional israelí, tras una larga serie de advertencias a las autoridades de la Franja de Gaza para que pusieran fin a los ataques terroristas, el presidente israelí, Simon Peres pidió hace días encarecidamente a la población de Gaza que impidiera a los terroristas provocar la situación que lo hiciera inevitable. Al final, Israel ha tenido que responder. Y lo ha hecho con contundencia. Ha destruido prácticamente todos los edificios de la policía y las milicias de Hamás, depósitos y túneles por los que se introducen en Gaza las armas. Por supuesto que ha habido víctimas civiles. Porque muchos de los arsenales están en sótanos de casas de miembros y líderes de Hamás. Porque todo el terrorismo islamista se arropa en civiles, cuyas muertes para ellos son una bandera. Pero quien vea el mapa de las operaciones realizadas sabe que el esfuerzo de las fuerzas israelíes por evitar víctimas civiles palestinas es tan denodado como el habitual de los terroristas de Hamás por matar al mayor número de civiles israelíes. Sólo la ignorancia, la mala fe y la militancia antiisraelí de los medios de comunicación -en nuestro país ya grotescos- pueden inducir a hablar, como se ha hecho, de «ataques masivos». Quien conozca un poco Gaza, una de las regiones más superpobladas del mundo, sabe que un ataque «masivo» habría provocado muchos miles de víctimas. Y no 280, en su mayoría hombres adultos y en gran parte uniformados.
Pero esto da igual no sólo a los medios de comunicación, también a las organizaciones políticas o humanitarias y a tantos políticos de derechas e izquierdas, a los que tan fácil les resulta condenar un bombardeo ante la opinión pública. Eso siempre confiere «caché» humanitario. Han callado durante todo el tiempo en el que Hamás ha generado una situación que hiciera inevitable la tragedia. Hace tres años Israel se retiró de Gaza como acto de buena voluntad para intentar dar un impulso a unas negociaciones sobre los dos estados, el Israel y el palestino, cuya existencia hoy es aceptada por una abrumadora mayoría de los ciudadanos israelíes. En la otra parte no sucede lo mismo. Cada vez son más los palestinos que siguen las consignas de Hamás y Teherán, rechazan la solución de dos Estados y llaman a la destrucción de la «entidad sionista». Hay muchos responsables de que así sea. Y no todos están en la región. Están ante todo los terroristas de Hamás que con la ayuda de Irán y Siria y la inapreciable colaboración de la corrupción del aparato de Al Fatah de la Autoridad Palestina, consiguieron ganar unas elecciones, liquidar a sus oponentes y establecer un Estado terrorista en la frontera sur de Israel.
Mientras desde Israel, pese a la confusión y las convulsiones políticas internas, se hacían esfuerzos por proseguir las negociaciones con la Autoridad Palestina en el poder en Cisjordania, Hamás y su patrón iraní Ahmadineyad han ido ganando terreno, comprensión internacional, amigos y armas. No sólo en Rusia, China o Pakistán, también en Europa por supuesto. ¡Qué confusión de valores por nuestros lares! Pocos hechos tan significativos como que en el Reino Unido, donde más activamente se ha hecho campaña para aislar al Estado de Israel, un canal de televisión decidiera estas navidades emitir un saludo de Nochebuena del presidente iraní, el adalid de la destrucción del Estado judío, el látigo de infieles, el carcelero de mujeres intelectuales, el verdugo de homosexuales, miembro de la Alianza de Civilizaciones con el turco Erdogán y el español Zapatero, nuestro hombre de la Kafiya. «Comprensión hacia Hamás», «no aislar a los islamistas», «no radicalizarlos». Este sempiterno pregón de nuestro ministro Moratinos parece ya omnipresente en el discurso vacuo e insensato de gran parte de la clase política europea. Y lo es porque previamente ha sido asumido por los medios de comunicación y gran parte de la opinión pública. Pese a toda la cultura de apaciguamiento, negociación de principios y relativismo general que se nos inocula a diario, nadie en España se atrevería a decir que las pistolas de ETA son inocuas porque tienen menos capacidad de fuego que las armas de la Guardia Civil. Es la artera forma de analizar la realidad comparando elementos no comparables. Es la que lleva a tanto intelectual y vocero en nuestros medios a decir que los misiles artesanales de Hamás son poco más que una broma pesada y que no justifican nunca una acción contundente del agredido para acabar con ellos. Es la que lleva a tanto idiota a pensar que las armas son malas independientemente de quienes las tenga.
El hecho cierto es que el terrorismo ha tenido un éxito parcial aquí en España, como saben quienes lo denunciamos, quienes lo niegan y quienes directamente se han beneficiado de ello. Aquí el éxito del terrorismo ha supuesto privilegios para sus simpatizantes y amigos secretos o la debilidad de la idea nacional en beneficio de otros nacionalistas. En Israel la amenaza es directamente existencial y pone en peligro su propia existencia como Estado. La creación de un Estado terrorista en Gaza en los últimos tres años y su creciente capacidad de paralizar el sur israelí pone en cuestión la propia viabilidad del Estado de Israel. A ojos de los israelíes pero ante todo a ojos de los cientos de millones de islamistas, árabes o no, que han convertido la destrucción de Israel en el centro de su existencia. Israel no puede vivir con gran parte de su población enterrada en refugios día sí, día también, porque Hamás o Ahmadineyad quiera. Acabaría toda Israel igual y ese gran estado no se erigió en su día para ser un gran Lager bajo tierra con los SS islamistas desfilando encapuchados sobre sus campos.
Mucho se hablará ahora durante y después de esta campaña militar -que todos deseamos corta, pero puede ser muy larga y dolorosa para todos- sobre el papel en su desencadenamiento del punto de inflexión en la historia de Estados Unidos que supone la llegada de Barack Obama a la presidencia. Creo que nadie debiera sobrevalorarlo. También creo desencaminados los intentos de explicar la operación militar israelí como parte de la dinámica electoral interna de Israel. Nada había más lejos de los deseos de la ciudadanía israelí que entrar ahora en este conflicto. Porque conocen la guerra. Y todos saben que estos muertos del fin de semana no son los primeros ni los últimos. Y que muchos no serán terroristas sino también niños y niñas tanto palestinos como israelíes y muchos soldados israelíes como la campaña prosiga por tierra. Lo que sí debería estar claro es que los defensores de esta operación militar de Israel somos los que sufrimos por todas las muertes, también por las ahora habidas en todos los bandos. Y enfrente hay un enemigo que se alegra de las muertes, también de las propias. Y las busca en Israel, en las Torres Gemelas, en Londres o Atocha, en la India o en Afganistán. Forman parte de una cultura de la muerte que es enemiga de nuestra sociedad tanto como del Estado de Israel. Y que si Israel fallara en su autodefensa, por supuesto que desaparecería como Estado democrático pero todas las demás sociedades abiertas perderíamos nuestro bastión más firme en la defensa de la ciudadela de la libertad. Una ciudadela que tiene muchas murallas minadas o tambaleantes en Occidente por el miedo a luchar, la falta de voluntad de ganar, por su confusión de valores y su incapacidad para el sacrificio. O porque, ilusos, creen que tratamos con un enemigo como nosotros. Esperemos que esta tragedia tenga un receso al menos. Pero la guerra será larga y la lista de víctimas también. La única nota de optimismo que tengo para concluir esta reflexión está en mi profunda convicción de que Israel, con la sabiduría de miles de años de supervivencia y la memoria de quienes aun son testimonio vivo de la última vez que -ante la pasividad de todos- se quiso exterminar a su pueblo, nos dará una nueva lección a la civilización. A la única civilización existente. Israel sabrá defender, cueste lo que cueste, pese a quien pese, llore quien llore, su sagrado derecho a la existencia en libertad y dignidad.
Ya se ha producido la tan temida como previsible catástrofe. Después de la ruptura unilateral de la tregua por parte de Hamás y sus continuos ataques con cohetes y morteros contra el territorio meridional israelí, tras una larga serie de advertencias a las autoridades de la Franja de Gaza para que pusieran fin a los ataques terroristas, el presidente israelí, Simon Peres pidió hace días encarecidamente a la población de Gaza que impidiera a los terroristas provocar la situación que lo hiciera inevitable. Al final, Israel ha tenido que responder. Y lo ha hecho con contundencia. Ha destruido prácticamente todos los edificios de la policía y las milicias de Hamás, depósitos y túneles por los que se introducen en Gaza las armas. Por supuesto que ha habido víctimas civiles. Porque muchos de los arsenales están en sótanos de casas de miembros y líderes de Hamás. Porque todo el terrorismo islamista se arropa en civiles, cuyas muertes para ellos son una bandera. Pero quien vea el mapa de las operaciones realizadas sabe que el esfuerzo de las fuerzas israelíes por evitar víctimas civiles palestinas es tan denodado como el habitual de los terroristas de Hamás por matar al mayor número de civiles israelíes. Sólo la ignorancia, la mala fe y la militancia antiisraelí de los medios de comunicación -en nuestro país ya grotescos- pueden inducir a hablar, como se ha hecho, de «ataques masivos». Quien conozca un poco Gaza, una de las regiones más superpobladas del mundo, sabe que un ataque «masivo» habría provocado muchos miles de víctimas. Y no 280, en su mayoría hombres adultos y en gran parte uniformados.
Pero esto da igual no sólo a los medios de comunicación, también a las organizaciones políticas o humanitarias y a tantos políticos de derechas e izquierdas, a los que tan fácil les resulta condenar un bombardeo ante la opinión pública. Eso siempre confiere «caché» humanitario. Han callado durante todo el tiempo en el que Hamás ha generado una situación que hiciera inevitable la tragedia. Hace tres años Israel se retiró de Gaza como acto de buena voluntad para intentar dar un impulso a unas negociaciones sobre los dos estados, el Israel y el palestino, cuya existencia hoy es aceptada por una abrumadora mayoría de los ciudadanos israelíes. En la otra parte no sucede lo mismo. Cada vez son más los palestinos que siguen las consignas de Hamás y Teherán, rechazan la solución de dos Estados y llaman a la destrucción de la «entidad sionista». Hay muchos responsables de que así sea. Y no todos están en la región. Están ante todo los terroristas de Hamás que con la ayuda de Irán y Siria y la inapreciable colaboración de la corrupción del aparato de Al Fatah de la Autoridad Palestina, consiguieron ganar unas elecciones, liquidar a sus oponentes y establecer un Estado terrorista en la frontera sur de Israel.
Mientras desde Israel, pese a la confusión y las convulsiones políticas internas, se hacían esfuerzos por proseguir las negociaciones con la Autoridad Palestina en el poder en Cisjordania, Hamás y su patrón iraní Ahmadineyad han ido ganando terreno, comprensión internacional, amigos y armas. No sólo en Rusia, China o Pakistán, también en Europa por supuesto. ¡Qué confusión de valores por nuestros lares! Pocos hechos tan significativos como que en el Reino Unido, donde más activamente se ha hecho campaña para aislar al Estado de Israel, un canal de televisión decidiera estas navidades emitir un saludo de Nochebuena del presidente iraní, el adalid de la destrucción del Estado judío, el látigo de infieles, el carcelero de mujeres intelectuales, el verdugo de homosexuales, miembro de la Alianza de Civilizaciones con el turco Erdogán y el español Zapatero, nuestro hombre de la Kafiya. «Comprensión hacia Hamás», «no aislar a los islamistas», «no radicalizarlos». Este sempiterno pregón de nuestro ministro Moratinos parece ya omnipresente en el discurso vacuo e insensato de gran parte de la clase política europea. Y lo es porque previamente ha sido asumido por los medios de comunicación y gran parte de la opinión pública. Pese a toda la cultura de apaciguamiento, negociación de principios y relativismo general que se nos inocula a diario, nadie en España se atrevería a decir que las pistolas de ETA son inocuas porque tienen menos capacidad de fuego que las armas de la Guardia Civil. Es la artera forma de analizar la realidad comparando elementos no comparables. Es la que lleva a tanto intelectual y vocero en nuestros medios a decir que los misiles artesanales de Hamás son poco más que una broma pesada y que no justifican nunca una acción contundente del agredido para acabar con ellos. Es la que lleva a tanto idiota a pensar que las armas son malas independientemente de quienes las tenga.
El hecho cierto es que el terrorismo ha tenido un éxito parcial aquí en España, como saben quienes lo denunciamos, quienes lo niegan y quienes directamente se han beneficiado de ello. Aquí el éxito del terrorismo ha supuesto privilegios para sus simpatizantes y amigos secretos o la debilidad de la idea nacional en beneficio de otros nacionalistas. En Israel la amenaza es directamente existencial y pone en peligro su propia existencia como Estado. La creación de un Estado terrorista en Gaza en los últimos tres años y su creciente capacidad de paralizar el sur israelí pone en cuestión la propia viabilidad del Estado de Israel. A ojos de los israelíes pero ante todo a ojos de los cientos de millones de islamistas, árabes o no, que han convertido la destrucción de Israel en el centro de su existencia. Israel no puede vivir con gran parte de su población enterrada en refugios día sí, día también, porque Hamás o Ahmadineyad quiera. Acabaría toda Israel igual y ese gran estado no se erigió en su día para ser un gran Lager bajo tierra con los SS islamistas desfilando encapuchados sobre sus campos.
Mucho se hablará ahora durante y después de esta campaña militar -que todos deseamos corta, pero puede ser muy larga y dolorosa para todos- sobre el papel en su desencadenamiento del punto de inflexión en la historia de Estados Unidos que supone la llegada de Barack Obama a la presidencia. Creo que nadie debiera sobrevalorarlo. También creo desencaminados los intentos de explicar la operación militar israelí como parte de la dinámica electoral interna de Israel. Nada había más lejos de los deseos de la ciudadanía israelí que entrar ahora en este conflicto. Porque conocen la guerra. Y todos saben que estos muertos del fin de semana no son los primeros ni los últimos. Y que muchos no serán terroristas sino también niños y niñas tanto palestinos como israelíes y muchos soldados israelíes como la campaña prosiga por tierra. Lo que sí debería estar claro es que los defensores de esta operación militar de Israel somos los que sufrimos por todas las muertes, también por las ahora habidas en todos los bandos. Y enfrente hay un enemigo que se alegra de las muertes, también de las propias. Y las busca en Israel, en las Torres Gemelas, en Londres o Atocha, en la India o en Afganistán. Forman parte de una cultura de la muerte que es enemiga de nuestra sociedad tanto como del Estado de Israel. Y que si Israel fallara en su autodefensa, por supuesto que desaparecería como Estado democrático pero todas las demás sociedades abiertas perderíamos nuestro bastión más firme en la defensa de la ciudadela de la libertad. Una ciudadela que tiene muchas murallas minadas o tambaleantes en Occidente por el miedo a luchar, la falta de voluntad de ganar, por su confusión de valores y su incapacidad para el sacrificio. O porque, ilusos, creen que tratamos con un enemigo como nosotros. Esperemos que esta tragedia tenga un receso al menos. Pero la guerra será larga y la lista de víctimas también. La única nota de optimismo que tengo para concluir esta reflexión está en mi profunda convicción de que Israel, con la sabiduría de miles de años de supervivencia y la memoria de quienes aun son testimonio vivo de la última vez que -ante la pasividad de todos- se quiso exterminar a su pueblo, nos dará una nueva lección a la civilización. A la única civilización existente. Israel sabrá defender, cueste lo que cueste, pese a quien pese, llore quien llore, su sagrado derecho a la existencia en libertad y dignidad.
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La represalia del Sabath/José María Ridao
Publicado en EL PAÍS, 29/12/08):
Israel no es más fuerte después del ataque masivo contra Gaza, como tampoco lo fue después de la incursión contra Hezbolá en 2006. Ni entonces ni ahora era su fuerza, la mayor de toda la región y una de las más poderosas del mundo, lo que estaba en juego; era otra cosa: la cada vez más irresoluble contradicción por la que toda la fuerza de Israel, todo su aplastante poderío, ha dejado de traducirse en seguridad. Los tres centenares de muertos palestinos que provocaron los ataques desde el 27 de diciembre, día de Sabath, no han hecho más que acentuar esa contradicción, y ahora Israel tendrá que hacer frente a las consecuencias. No en el terreno de la fuerza, en el que siempre saldrá ganando en el futuro previsible, sino en el terreno de la seguridad, que es el que está minando con acciones como ésta. Porque, como bien saben los más veteranos estrategas del conflicto, la seguridad de Israel no consiste sólo en impedir que los milicianos de Hamás u otra organización lancen misiles contra su territorio, sino también en mantener viva la esperanza de que sea alguna vez un Estado en paz con sus vecinos. Es esa esperanza la que ha recibido un nuevo golpe, que puede ser mortal en función de cómo actúe el próximo Gobierno de Tel Aviv y de cómo reaccionen otras potencias regionales, con Irán a la cabeza.
Lejos del escenario de la tragedia, no tardará en desencadenarse la controversia acerca de quién empezó este nuevo arrebato de locura, alentada por quienes la contemplamos, desde el sosiego de un escritorio y una página en blanco, o desde el ponderado susurro de las cancillerías. Los partidarios de un contendiente señalarán acusadoramente al contrario, y los de éste no se privarán de hacer el gesto opuesto, sólo para regresar sin fin al punto de partida mientras crece la cosecha de cadáveres. Pero una controversia así es exactamente la que nadie que desee la paz, que se resista a justificar un espectáculo de muerte como un mal merecido, debería alentar. Israel y Palestina no son un aséptico laboratorio donde se ponen a prueba nuestras preferencias intelectuales o nuestros juegos políticos, sino un territorio anegado de sangre que clama desde hace más de medio siglo por la reafirmación de nuestros principios y por la adopción de políticas que no los ignoren ni los contradigan, reduciéndonos a cínicos proveedores de excepciones o de excusas.
Hace días trascendió la noticia de que el Gobierno israelí había emprendido una ofensiva diplomática dirigida a recabar apoyos internacionales para el ataque que ha llevado a cabo. Como Estado soberano que es, Israel estaba en condiciones de tomar a solas la decisión. Y es de esperar que, en efecto, haya sido a solas como la ha tomado, sin una luz verde expresa ni tampoco una indiferencia garantizada por los Gobiernos con los que haya entrado en conversaciones. La legítima defensa no ampara los actos de represalia, que es lo que Israel ha perpetrado en Gaza. No sólo con este ataque, el más mortífero en varias décadas, sino también con el bloqueo al que ha sometido a la población civil palestina durante interminables meses de colapso económico y hambruna, levantado por razones tácticas en vísperas de la incursión. La persistencia del bloqueo es la prueba de que la desconexión de Gaza, según la expresión acuñada por Sharon, no era lo mismo que el final de la ocupación, que dura desde 1967 aunque haya cambiado la manera de gestionarla. Si lo que Israel pretendía con el embargo era mermar el respaldo a Hamás, lo que ha conseguido es, por el contrario, proyectar sobre el futuro una sombra que tarde o temprano le pasará factura y nos la pasará a todos: ha entregado una causa justa a una organización de ideología totalitaria. Y la represalia del Sabath no ha hecho más que corroborar esa entrega, no ha hecho más que confirmar el argumento de fondo que invoca Hamás: Israel no busca su seguridad desde la justicia y, por tanto, ha convertido su seguridad y la justicia en objetivos incompatibles. El resto del mundo, sigue diciendo Hamás, tendrá ahora que elegir.
Los expertos han repetido durante años que no habría paz en Oriente Próximo mientras no se alcanzase un arreglo en el conflicto entre palestinos e israelíes. La invasión de Irak y la carrera nuclear que ha desencadenado, y que es el nuevo escenario donde se jugarán la paz y la seguridad mundiales, han convertido esa opinión en una frase vacía. Por desgracia, la región alcanzará la paz o se sumirá en el conflicto con independencia de la suerte que corran los palestinos. Los actuales dirigentes israelíes parecen suponer que esta coyuntura les concede carta blanca para actuar en los territorios, particularmente en Gaza, y de ahí que las primeras escaramuzas electorales entre Tzipi Livni y Benjamín Netanyahu, los candidatos con más posibilidades en febrero, se hayan limitado a rivalizar en dureza, por no decir en brutalidad. Ni ellos ni Ehud Barak, superviviente de un Partido Laborista irrelevante, han sido capaces de intuir las posibilidades que una situación como la actual ofrecía para un Israel comprometido con la paz. Un acuerdo con los palestinos hubiera privado de un campo de operaciones a Irán, que sigue asentando su liderazgo en la explotación a su favor de los numerosos focos de tensión regionales. Tal vez sea una estrategia demasiado sutil para una clase política que, como la israelí de estos días, no rechaza convertir en simple baza electoral el envío de cazabombarderos contra una población exhausta.
Por descontado, la pregunta más relevante sigue siendo la de siempre: cómo salir de aquí, cómo detener esta nueva escalada en la que, violando el mismo principio que obliga al respeto de los civiles, Israel ha provocado en apenas unas horas más de doscientos muertos y de ochocientos heridos, y Hamás, por su parte, cinco víctimas, una de ellas mortal. Pero nadie ignora a estas alturas lo que exige la solución. Nadie ignora que no la habrá mientras persista la ocupación ni mientras la legalidad internacional, desde las Resoluciones de Naciones Unidas a las Convenciones de Ginebra, no sea respetada por todos los contendientes, sea cual sea su potencia de fuego. Nadie ignora que será inviable mientras Israel y la comunidad internacional sigan ahondando con sus políticas la segunda partición de Palestina, que ha dejado Cisjordania en manos de Fatah y Gaza en las de Hamás. Nadie ignora que se retrasará tanto como los actores internacionales del conflicto que permanecen entre bambalinas, enredados en sus cálculos geoestratégicos, no tuerzan definitivamente el gesto ante quienes ocupan el primer plano del terrorífico escenario. Entonces, ¿para qué repetirlo? Cada vez que ha fracasado uno de los innumerables planes de paz, Israel se ha aproximado un paso más a la disyuntiva radical que, hasta la Guerra de los Seis Días, sus gobernantes trataron de mantener a distancia. ¿Cómo cuenta compatibilizar su ambición por los territorios que ocupó y su rechazo hacia los palestinos que los habitan? Cualquier arreglo hubiera detenido la cuenta atrás hacia la sima que encarna este interrogante, de la que Israel sólo podrá salir, bien renunciando a ser un Estado honorable que concede el mismo valor a cualquier vida humana, incluidas las de sus enemigos, bien aceptando que el núcleo de su utopía, la construcción de un Estado sólo para judíos en una tierra previamente habitada, se ha revelado inviable.
No se trata de un dilema nuevo, sino de un dilema que, tras permanecer varias décadas ignorado, está emergiendo de manera imparable a la superficie. De la Guerra de los Seis Días, tras la que Israel ocupó Cisjordania y Gaza, se conocen sobre todo los nombres de los generales que propiciaron la victoria. Paradójicamente, el del primer ministro laborista que decidió y dirigió las operaciones cayó en un relativo olvido. Pero fue él, precisamente él, Levi Eskhol, quien trató de atemperar el entusiasmo de un eufórico Ariel Sharon diciendo “esta victoria militar no arregla nada, los árabes seguirán estando ahí”. Y ahí siguen estando cuarenta y un años después, con más frustración y más muertos, a la espera de que Israel decida, no sobre su suerte colectiva, sino sobre el tipo de Estado que quiere ser. Eskhol parecía tener clara la respuesta cuando, nada más iniciarse la guerra, anotó: “Aunque conquistemos la Ciudad Vieja y Cisjordania, al final tendremos que abandonarlas”. Tal vez por eso sean pocos quienes, dentro y fuera de Israel, todavía lo recuerdan.
Israel no es más fuerte después del ataque masivo contra Gaza, como tampoco lo fue después de la incursión contra Hezbolá en 2006. Ni entonces ni ahora era su fuerza, la mayor de toda la región y una de las más poderosas del mundo, lo que estaba en juego; era otra cosa: la cada vez más irresoluble contradicción por la que toda la fuerza de Israel, todo su aplastante poderío, ha dejado de traducirse en seguridad. Los tres centenares de muertos palestinos que provocaron los ataques desde el 27 de diciembre, día de Sabath, no han hecho más que acentuar esa contradicción, y ahora Israel tendrá que hacer frente a las consecuencias. No en el terreno de la fuerza, en el que siempre saldrá ganando en el futuro previsible, sino en el terreno de la seguridad, que es el que está minando con acciones como ésta. Porque, como bien saben los más veteranos estrategas del conflicto, la seguridad de Israel no consiste sólo en impedir que los milicianos de Hamás u otra organización lancen misiles contra su territorio, sino también en mantener viva la esperanza de que sea alguna vez un Estado en paz con sus vecinos. Es esa esperanza la que ha recibido un nuevo golpe, que puede ser mortal en función de cómo actúe el próximo Gobierno de Tel Aviv y de cómo reaccionen otras potencias regionales, con Irán a la cabeza.
Lejos del escenario de la tragedia, no tardará en desencadenarse la controversia acerca de quién empezó este nuevo arrebato de locura, alentada por quienes la contemplamos, desde el sosiego de un escritorio y una página en blanco, o desde el ponderado susurro de las cancillerías. Los partidarios de un contendiente señalarán acusadoramente al contrario, y los de éste no se privarán de hacer el gesto opuesto, sólo para regresar sin fin al punto de partida mientras crece la cosecha de cadáveres. Pero una controversia así es exactamente la que nadie que desee la paz, que se resista a justificar un espectáculo de muerte como un mal merecido, debería alentar. Israel y Palestina no son un aséptico laboratorio donde se ponen a prueba nuestras preferencias intelectuales o nuestros juegos políticos, sino un territorio anegado de sangre que clama desde hace más de medio siglo por la reafirmación de nuestros principios y por la adopción de políticas que no los ignoren ni los contradigan, reduciéndonos a cínicos proveedores de excepciones o de excusas.
Hace días trascendió la noticia de que el Gobierno israelí había emprendido una ofensiva diplomática dirigida a recabar apoyos internacionales para el ataque que ha llevado a cabo. Como Estado soberano que es, Israel estaba en condiciones de tomar a solas la decisión. Y es de esperar que, en efecto, haya sido a solas como la ha tomado, sin una luz verde expresa ni tampoco una indiferencia garantizada por los Gobiernos con los que haya entrado en conversaciones. La legítima defensa no ampara los actos de represalia, que es lo que Israel ha perpetrado en Gaza. No sólo con este ataque, el más mortífero en varias décadas, sino también con el bloqueo al que ha sometido a la población civil palestina durante interminables meses de colapso económico y hambruna, levantado por razones tácticas en vísperas de la incursión. La persistencia del bloqueo es la prueba de que la desconexión de Gaza, según la expresión acuñada por Sharon, no era lo mismo que el final de la ocupación, que dura desde 1967 aunque haya cambiado la manera de gestionarla. Si lo que Israel pretendía con el embargo era mermar el respaldo a Hamás, lo que ha conseguido es, por el contrario, proyectar sobre el futuro una sombra que tarde o temprano le pasará factura y nos la pasará a todos: ha entregado una causa justa a una organización de ideología totalitaria. Y la represalia del Sabath no ha hecho más que corroborar esa entrega, no ha hecho más que confirmar el argumento de fondo que invoca Hamás: Israel no busca su seguridad desde la justicia y, por tanto, ha convertido su seguridad y la justicia en objetivos incompatibles. El resto del mundo, sigue diciendo Hamás, tendrá ahora que elegir.
Los expertos han repetido durante años que no habría paz en Oriente Próximo mientras no se alcanzase un arreglo en el conflicto entre palestinos e israelíes. La invasión de Irak y la carrera nuclear que ha desencadenado, y que es el nuevo escenario donde se jugarán la paz y la seguridad mundiales, han convertido esa opinión en una frase vacía. Por desgracia, la región alcanzará la paz o se sumirá en el conflicto con independencia de la suerte que corran los palestinos. Los actuales dirigentes israelíes parecen suponer que esta coyuntura les concede carta blanca para actuar en los territorios, particularmente en Gaza, y de ahí que las primeras escaramuzas electorales entre Tzipi Livni y Benjamín Netanyahu, los candidatos con más posibilidades en febrero, se hayan limitado a rivalizar en dureza, por no decir en brutalidad. Ni ellos ni Ehud Barak, superviviente de un Partido Laborista irrelevante, han sido capaces de intuir las posibilidades que una situación como la actual ofrecía para un Israel comprometido con la paz. Un acuerdo con los palestinos hubiera privado de un campo de operaciones a Irán, que sigue asentando su liderazgo en la explotación a su favor de los numerosos focos de tensión regionales. Tal vez sea una estrategia demasiado sutil para una clase política que, como la israelí de estos días, no rechaza convertir en simple baza electoral el envío de cazabombarderos contra una población exhausta.
Por descontado, la pregunta más relevante sigue siendo la de siempre: cómo salir de aquí, cómo detener esta nueva escalada en la que, violando el mismo principio que obliga al respeto de los civiles, Israel ha provocado en apenas unas horas más de doscientos muertos y de ochocientos heridos, y Hamás, por su parte, cinco víctimas, una de ellas mortal. Pero nadie ignora a estas alturas lo que exige la solución. Nadie ignora que no la habrá mientras persista la ocupación ni mientras la legalidad internacional, desde las Resoluciones de Naciones Unidas a las Convenciones de Ginebra, no sea respetada por todos los contendientes, sea cual sea su potencia de fuego. Nadie ignora que será inviable mientras Israel y la comunidad internacional sigan ahondando con sus políticas la segunda partición de Palestina, que ha dejado Cisjordania en manos de Fatah y Gaza en las de Hamás. Nadie ignora que se retrasará tanto como los actores internacionales del conflicto que permanecen entre bambalinas, enredados en sus cálculos geoestratégicos, no tuerzan definitivamente el gesto ante quienes ocupan el primer plano del terrorífico escenario. Entonces, ¿para qué repetirlo? Cada vez que ha fracasado uno de los innumerables planes de paz, Israel se ha aproximado un paso más a la disyuntiva radical que, hasta la Guerra de los Seis Días, sus gobernantes trataron de mantener a distancia. ¿Cómo cuenta compatibilizar su ambición por los territorios que ocupó y su rechazo hacia los palestinos que los habitan? Cualquier arreglo hubiera detenido la cuenta atrás hacia la sima que encarna este interrogante, de la que Israel sólo podrá salir, bien renunciando a ser un Estado honorable que concede el mismo valor a cualquier vida humana, incluidas las de sus enemigos, bien aceptando que el núcleo de su utopía, la construcción de un Estado sólo para judíos en una tierra previamente habitada, se ha revelado inviable.
No se trata de un dilema nuevo, sino de un dilema que, tras permanecer varias décadas ignorado, está emergiendo de manera imparable a la superficie. De la Guerra de los Seis Días, tras la que Israel ocupó Cisjordania y Gaza, se conocen sobre todo los nombres de los generales que propiciaron la victoria. Paradójicamente, el del primer ministro laborista que decidió y dirigió las operaciones cayó en un relativo olvido. Pero fue él, precisamente él, Levi Eskhol, quien trató de atemperar el entusiasmo de un eufórico Ariel Sharon diciendo “esta victoria militar no arregla nada, los árabes seguirán estando ahí”. Y ahí siguen estando cuarenta y un años después, con más frustración y más muertos, a la espera de que Israel decida, no sobre su suerte colectiva, sino sobre el tipo de Estado que quiere ser. Eskhol parecía tener clara la respuesta cuando, nada más iniciarse la guerra, anotó: “Aunque conquistemos la Ciudad Vieja y Cisjordania, al final tendremos que abandonarlas”. Tal vez por eso sean pocos quienes, dentro y fuera de Israel, todavía lo recuerdan.
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