27 jul 2009

Bronek, Leszlek y Ralf

Ha llegado el momento de la historia/ Timothy Garton Ash,
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
Publicado en EL PAÍS, 27/07/09;
El último año ha sido testigo de la muerte de tres pensadores europeos extraordinarios, que asumieron un profundo compromiso con la vida pública de su época. Los libros que publicaron sobre historia, filosofía, sociología y política llenarían varias estanterías. En momentos cruciales, en 1956, 1968, 1989, su compromiso político ayudó a construir la historia de Europa. Cada uno de ellos tenía una mente que era una maravilla observar en acción, pero también una personalidad rica, compleja y vital. Además de sentir el dolor de su pérdida, creo que su desaparición tiene un significado más amplio.
Con ellos, desaparece la última cohorte de europeos que se formaron con los horrores de la Segunda Guerra Mundial y la posguerra en Centroeuropa. Unas personas que entendían en sus entrañas por qué necesitamos una Europa de libertades y leyes, porque, de adolescentes y jóvenes, fueron testigos de todo lo contrario. Ahora, nosotros, los hijos de una época más afortunada, debemos sostener esa Europa sin el impulso elemental que nace de la experiencia personal.
No es que hablaran a menudo ni de buen grado de sus encuentros juveniles con el mal. Más bien al revés. Lo hacían con poca frecuencia y a regañadientes. De modo que hay algunas cosas, entre ellas seguramente los peores horrores, que nunca sabremos… y que no tenemos derecho a saber. Sin embargo, en sus últimos años, sí nos dejaron, en fragmentos autobiográficos y pedazos de conversación, algunos atisbos de la gehena, el infierno del que nació la Europa actual.
Quien vivió lo peor fue el que dejó menos testimonio. Sólo en breves pasajes y en conversaciones infrecuentes con amigos cercanos habló Bronislaw Geremek -historiador medieval convertido en asesor de Solidaridad y ministro de Exteriores de Polonia, que murió en un accidente de automóvil el verano pasado- sobre la vida y la muerte que había presenciado de niño en el gueto de Varsovia. “Cerré esa caja con llave”, dijo en una ocasión, cuando se lo preguntó un entrevistador bienintencionado.
En una larga conversación autobiográfica, publicada en polaco hace un par de años, Leszek Kolakowski -filósofo, historiador de las ideas, analista, crítico y coautor del desmantelamiento del comunismo, que murió en Oxford la semana pasada- recordaba su experiencia de la guerra en la Polonia ocupada. Cómo le enviaron a trabajar, a hacer juguetes de madera, cuando tenía 15 años. Cómo, después de que los ocupantes alemanes cerrasen las escuelas, se educó a sí mismo leyendo en una biblioteca medio saqueada. (Contaba, en broma, que de la enciclopedia sabía todo de la A, la D y la E, pero nada de la B y la C, porque los campesinos locales habían cogido esos volúmenes para encender fuego). Relataba cómo vio con sus propios ojos el tiovivo que siguió funcionando en la plaza Krasinski de Varsovia mientras allí cerca ardía el gueto y “en el aire flotaban trozos carbonizados de ropa” (una escena inmortalizada por Czeslaw Milosz en su poema Campo di Fiori). Cómo, cuando veía un avión bajo, tenía la sensación instintiva -incluso cuando era anciano y vivía en Inglaterra- de que en cualquier momento iba a empezar a arrojar bombas. Y cómo los ocupantes alemanes de Varsovia detuvieron y asesinaron a su padre en 1943.
Curiosamente, fue el reticente y discreto alemán del norte Ralf Dahrendorf -el pensador social, político y educador germanobritánico, que murió el mes pasado- quien dejó un testimonio más amplio sobre los años de la gehena en Europa.
Su padre, un político socialdemócrata, fue detenido por su participación en el plan del 20 de julio de 1944 para atentar contra Hitler y a duras penas consiguió salvar la vida. A los 15 años, Dahrendorf se incorporó con unos compañeros de colegio a un movimiento de resistencia antinazi y fue detenido por la Gestapo. (Los conspiradores, que eran muy estudiosos, se escribían mensajes unos a otros en latín, con la idea de que los matones de la policía secreta no podrían leerlos, pero la Gestapo encontró una solución fácil: detuvieron al profesor de latín).
Años después recordaba que aquellos 10 días de prisión incomunicada despertaron en él ese “anhelo casi claustrofóbico de libertad, esa resistencia instintiva a verme encerrado, por el poder personal de los individuos o por el poder anónimo de las organizaciones” que sería durante toda su vida la base de su pasión por la libertad.
En unas memorias escritas en alemán y tituladas Über Grenzen (que significa al mismo tiempo “a través de las fronteras” y “sobre las fronteras”), ofrece la visión inolvidable de un campo de prisioneros de la Gestapo a través de los ojos de un chico de 15 años. En una ocasión, alinearon a los presos para que presenciaran la ejecución de uno de ellos por robar 200 gramos de margarina. Colgaron al hombre, escribe Dahrendorf, “de una forma terriblemente cruel y tuvimos que contemplar la larga agonía”.
Aquellos tres jóvenes de talento excepcional podían muy fácilmente haber acabado asesinados, arrojados a la pira de la loca autodestrucción de Europa, como acabaron muchos de sus amigos y familiares. Pero lograron seguir adelante, con una vida larga y plena en la que crearon una obra de valor duradero. Cada uno de ellos contribuyó, con inteligencia, claridad, valor y sentido del humor, a la Europa libre en la que hoy vivimos.
No crean que los tres profesores pensaban lo mismo de la Unión Europea. Ni mucho menos. Geremek era un auténtico entusiasta del proyecto de integración de Europa. Nunca olvidaré una ocasión en la que Bronek (como le llamaban sus amigos) se volvió hacia mí en un pasillo del Parlamento polaco y me dijo: “Para mí, Europa es una especie de esencia platónica”. Creía tanto en el ideal como en la realidad. Y acabó su vida como miembro del Parlamento Europeo.
Dahrendorf era sin duda lo que en el Reino Unido llamamos un “proeuropeo” y había sido comisario, pero en sus últimos años empezó a criticar bastante cómo estaba evolucionando la UE. Su Europa siempre fue una Europa de libertad, y ése era el criterio con el que medía la Unión.
Kolakowski era francamente escéptico ante lo que consideraba tendencias homogeneizantes del proyecto de la UE. Aunque reconocía las claras ventajas de la Unión, tenía miedo de que salieran perdiendo la identidad nacional y la diversidad cultural. En muchas conversaciones vespertinas en Oxford, solía tomarme el pelo por mi entusiasmo europeísta.
Su escepticismo podría atribuirse a sus casi 40 años de residencia en las Islas Británicas, salvo que no creo que el Reino Unido ejerciera nunca una gran influencia sobre él. Pero sí creía, con una convicción apasionada, que Europa central, desterrada tras el Telón de Acero, debía incorporarse a la gran familia de la Europa libre, y contribuyó a ese fin, tanto con su desmantelamiento intelectual del comunismo como con su pensamiento estratégico sobre cómo salir de él.
Cuando hablamos de Europa, no estamos hablando de las instituciones concretas de Bruselas. Hablamos de la totalidad de un sistema legal, político y económico, una forma de sociedad, un espíritu ético, un compromiso, que, a través de unas naciones europeas distintas, sitúan la dignidad y la libertad individual del ser humano en primer lugar, en el último y en el centro. Ésa es la Europa en la que los tres creían y por la que lucharon.
Mi conclusión es sencilla, aunque nada fácil de trasladar a la práctica. En la medida en que ya no podemos depender de los recuerdos personales, ni siquiera de los contactos directos con la última de las generaciones de la guerra, necesitamos que en nuestras escuelas se enseñe más y mejor historia. Una Historia para todos. Una Historia que, para que resulte cercana, debe recurrir a experiencias humanas individuales. Un buen profesor podría empezar con estas tres: las de Bronek, Leszek y Ralf.

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