2 jul 2009

El cesarismo democrático

El cesarismo democrático en América Latina/Tomás Eloy Martínez, escritor y periodista argentino y ha sido galardonado recientemente con el Premio Ortega y Gasset de Periodismo a su trayectoria profesional.
Publicado en EL PAÍS, 02/07/09;
La última campaña electoral ha confirmado en la Argentina el papel inagotable del cesarismo en las naciones que aún tienen instituciones débiles en América Latina. Es decir, casi todas.
Si se toma la definición de Antonio Gramsci, “el cesarismo expresa siempre la solución arbitraria, confiada a una gran personalidad, de una situación histórico-política caracterizada por un equilibrio de fuerzas de perspectivas catastróficas”.
Para el marxista italiano puede haber cesarismos progresistas -Julio César y Napoleón I- o regresivos -Napoleón III y Bismarck-, pero en todos los casos se trata de una salida encabezada por un líder militar, aunque no sólo militar, a una situación desesperada y excepcional.
De ahí que la figura -llámese cesarismo, bonapartismo, bismarckismo- sea tan familiar en América Latina, donde, desde las revoluciones independentistas, la mayor parte de las naciones, castigadas por sucesivas crisis políticas y escenarios de transición, conocieron más caudillos que soluciones institucionales.
Esas tierras han sido fértiles en autócratas de gran popularidad que, en los tiempos modernos, han ido expandiendo y afianzando su poder mediante el control de la corrupción, de la policía y de la facultad para repartir los recursos del Estado como les conviene.
No hay mayor símbolo de cesarismo democrático que el régimen del venezolano Juan Vicente Gómez, uno de cuyos ministros, Laureano Vallenilla Lanz, estableció la validez del término en un libro de 1919. Gómez inspiró a Gabriel García Márquez el personaje del dictador de su sexta novela, El otoño del patriarca, y es la encarnación favorita del hombre fuerte de las tierras pobres para artistas plásticos como Fernando Botero y Pedro León Zapata.
Cuando llegué a Venezuela en 1975, la figura de Gómez seguía ocupando el centro de la imaginación nacional, y ahora, que ha encontrado en Hugo Chávez a su mejor discípulo, casi no pasa semana sin que la oposición invoque el término. Gómez creció al lado de su predecesor, Cipriano Castro, quien inició el siglo XX enfrentando una poderosa amenaza internacional al no poder pagar la deuda contraída con empresas extranjeras expropiadas. Buques de bandera inglesa, italiana y alemana bloquearon el puerto de La Guaira en 1902 y Venezuela logró zafarse de la asfixia cuando invocó la Doctrina Drago, que dictamina la ilegalidad del cobro violento de las deudas por parte de las grandes potencias en detrimento de la soberanía, estabilidad y dignidad de los Estados débiles.
Al convertirse en adalid del nacionalismo, Gómez pudo dar el salto a la vicepresidencia. Cuando Cipriano Castro debió someterse a una cirugía delicada en Alemania, lo traicionó con un golpe que lo instaló en la jefatura del Gobierno durante 27 años. Allí, en el sillón patriarcal, murió en 1935.
Su ideólogo Vallenilla Lanz, un sociólogo positivista, intentó argumentar que pueblos como el venezolano no estaban capacitados para respirar una atmósfera republicana; sólo “el gendarme necesario” -como definió a su modelo de César- podía sacarlos de la miseria y de la anomia. Dictaminó que “el Caudillo constituye la única fuerza de conservación social” y que “el gendarme electivo o hereditario de ojo avizor” es una necesidad fatal “en casi todas estas naciones de Hispanoamérica, condenadas por causas complejas a una vida turbulenta”.
Como eficaz vocero de la ideología oficial, Vallenilla Lanz no se refiere a Gómez en su ensayo de manera directa. Se ampara en cambio en la figura tutelar de Simón Bolívar, quien propuso la presidencia vitalicia. Escribe que Bolívar “nunca abrigó la más ligera esperanza” de que “aquellas constituciones de papel“ pudieran establecer el orden. Sus críticos, como el exiliado Rómulo Betancourt, del Partido Revolucionario Venezolano -luego presidente constitucional-, lo llamó “Maquiavelo tropical empastado en papel higiénico”. Lejos de ofenderse, Vallenilla Lanz agradeció la comparación con el autor de El Príncipe.
Chávez no es el único heredero de la idea de un César avalado periódicamente por elecciones libres. Decidido a concentrar férreamente todo el poder en sus solas manos, lleva por ahora 10 años en el Gobierno, el mismo tiempo que Carlos Menem.
Figuras como Alberto Fujimori o Álvaro Uribe, por distintas que sean, han visto en la perpetuación presidencial el vehículo para modelar sus países a la medida de sus deseos. Qué decir de Fidel Castro, quien no logró hallar un sucesor que no llevara su sangre.
Si Brasil ha logrado superar, con los Gobiernos de Fernando Henrique Cardoso y Luiz Inácio Lula da Silva, la herencia del autoritarismo populista de Getulio Vargas, en la Argentina el ejemplo de Perón impregna demasiado al partido que él fundó y que ya se confunde con el Estado.
Ayudan, y mucho, las torpezas de una oposición que muestra menos interés en la construcción de la democracia que en el asalto a los privilegios que confiere la cosa pública, así como parece tener menos convicción para reintegrar a los marginales al mundo de la ciudadanía que en reemplazar a un firmante de los Decretos de Necesidad y Urgencia por otro que haga lo mismo.
Néstor Kirchner, como Gómez, ha intentado prolongar sus planes de hegemonía alternándose con sus parientes en el Gobierno, tal como hizo al decidir la candidatura de la actual presidenta, su mujer. Ahora sale a defender el modelo agitando el fantasma de un conflicto de intereses entre grupos y clases que sólo una figura providencial, el César, podría contener. “Tengan en claro”, declaró el líder del justicialismo antes de las elecciones de este domingo pasado, “que (…) no es una elección más. O es la vuelta al pasado para tratar de imponer proyectos que no tienen nada que ver con el pueblo, o es la consolidación de un proyecto nacional y popular que devuelva la justicia social”.
Ese juego al todo o nada fue explotado ya por Carlos Menem en 2003. Es, de alguna manera, el juego bonapartista, una de las formas del cesarismo. Luego de las revoluciones de 1848, Luis Bonaparte fue elegido -el primer voto universal en Europa- presidente de la Segunda República Francesa. Sus constantes convocatorias a referendos desnaturalizaron la representatividad republicana y cimentaron su popularidad. El 2 de diciembre de 1851 aplastó a la creciente oposición monárquica al llamar a un plebiscito con la pregunta “¿Queréis ser gobernados por Bonaparte? ¿Sí o No?”. Un año más tarde, previa reforma constitucional, se convirtió en emperador autoritario.
La presidenta Cristina Fernández conoce bien la historia de Napoleón III, pues ha citado la obra de Carlos Marx sobre su golpe de Estado, El 18 Brumario de Luis Bonaparte, evocando la famosa frase según la cual, cuando la historia se repite, primero lo hace como tragedia y luego como farsa. La influencia del estilo cesarista de su marido, para quien disentir equivale a traicionar, amenaza la estabilidad institucional tanto como la falta de ideas de la oposición.
Desde su púlpito partidario, el ex presidente Kirchner no ha vislumbrado otros futuros que el caos o la continuidad del modelo impuesto por la voluntad del César. Nada se ha empobrecido tanto en la Argentina como la imaginación de sus políticos.

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