(José Emilio) Pacheco en Salamanca
Revista Proceso # 1725, 22 de noviembre de 2009
SALAMANCA, ESPAÑA.- La inscripción emblemática en los muros de la célebre universidad: “Lo que la naturaleza no da Salamanca no lo otorga”, concuerda con la sensación de confianza y tranquilidad que José Emilio Pacheco proyecta durante su lectura de poemas en el Aula Magna de la Facultad de Filología.
De ahí partió la propuesta para el Premio Iberoamericano de Poesía Reina Sofía que un día atrás recibió en Madrid.
Franqueado por Pedro Javier Pardo, director de Publicaciones; Román Álvarez, director de la Facultad; y las profesoras Francisca Noguerol y María Ángeles Pérez López, el poeta mexicano se disculpa por el retraso del acto debido a una conferencia de última hora que le solicitaron los medios locales (alguno de los cuales, al reseñar su discurso en el premio, cabeceó: “Pacheco recuerda a poetas ‘perdidos’ como Zorrilla y a su amado México”, en lugar de Amado Nervo). Lee y bromea con estudiantes por espacio de una hora como si se tratara de una clase de literatura.
El salón aloja poco más de 200 personas. Sus paredes ostentan retratos al óleo de los reyes Felipe II, Felipe III, Felipe IV y V, Carlos III y IV, Isabel II y Fernando VI, y medallones con las efigies de fray Luis de León, Melchor Cano; Francisco Suárez, Diego de Covarrubias, Cristóbal Díaz de Herrera, Domingo de Soto, Diego Saavedra Fajardo y El Brocense.
En un texto breve titulado Las heridas de la historia, la catedrática Pérez López expresa:
“Pacheco es el poeta en el que el lenguaje se vuelve lugar del retorno, a menudo inquietante, de lo que fuimos, del pasado más cruel, de las heridas de la historia.
Al tiempo, al mismo tiempo, es el poeta de la contraelegía porque el poema puede ser el sitio de la alteridad radical en apuesta insustituible por la lucidez, pero también la conmiseración, la humanidad.
Así Pacheco encarna en el cuerpo del poema el imperativo ético de nuestro tiempo que se ha denominado la urgencia universal de la memoria. Y lo hace en un lenguaje sencillo que es como el buen aguardiente: parece agua pero alcanza 40 grados de alcohol, arde en la boca.
“Se ha dicho de Pacheco que ‘(re)crea –sabiendo que sus propias creaciones, sus poemas, no están ajenas al derrumbamiento– la naturaleza ambigua de la humanidad: cruel y destructora así como anhelante de paz y armonía.”
Quizás en esa encrucijada apasionante esté este poeta inmenso, que en Tarde o temprano (poemas 1958-2000) ha recogido algunos de los grandes libros de nuestra lengua y que en los últimos –Como la lluvia y La edad de las tinieblas–, muestra la certeza implacable, impecable, de conocer los rostros atravesados por la intensidad del lenguaje.
A quien nos habla tanto de los poetas perdidos en la memoria de los viejos libros de texto, que todavía pueden seguir enseñándonos, como de la alarma ecológica de nuestro presente, podemos decirle, con toda la admiración del mundo, un verso suyo: ‘No era preciso eternizarse, muchacho’”.
Luego de la lectura de Pacheco, la fila para los autógrafos. En el de Lidia Lorales Benito, estudiante de posgrado de filología hispánica y francesa, el poeta sólo escribe: “Para Lidia”.
¿Por qué gusta de la poesía del mexicano?
Dice con timidez:
“Es una emoción muy grande, individual, física, dérmica.”
Al día siguiente, mientras Antonio Sánchez, editor del libro Contraelegía, la antología de Pacheco para el premio, muestra el edificio de publicaciones de la universidad, enseña dos joyas: una edición facsimilar del Libro del buen amor, del Arcipreste de Hita, y enmarcada, la bula papal donde se excomulga a “contra qualesquiera personas que quitaren, distraexeren, o de cualquier modo enagenaren algún libro, pergamino o papel de esta biblioteca, sin que puedan ser absueltas hasta que estén
perfectamente reintegradas”. (A.P.)
¨***
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
22 nov 2009
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