La cuadratura del círculo/Mario Vargas Llosa.
Publicdo en EL PAÍS, 31/05/09;
La más notable y atrevida reforma introducida en la política estadounidense por el presidente Barack Obama no concierne a Irak, ni a las torturas de Guantánamo, ni a Cuba, ni a la Unión Europea, sino a Israel. Por primera vez un Gobierno de Estados Unidos abandona la línea seguida hasta ahora por todos sus predecesores -incluido el del presidente Carter, que sólo al salir de la Casa Blanca cambiaría de posición sobre este asunto-, de alineamiento sistemático con Israel en su conflicto con los palestinos, un hecho que hasta ahora ha constituido un obstáculo mayor para un acuerdo de paz que desactivara aquel polvorín, que en cualquier momento puede volver a incendiar el Medio Oriente, rompiera el hielo y permitiera un acercamiento y colaboración entre los países árabes y el mundo occidental.
En efecto, apenas asumido el poder, la nueva Administración, primero por boca de la secretaria de Estado, Hillary Clinton, luego a través del vicepresidente Joe Biden y, finalmente, del propio Obama, ha recordado a Israel su compromiso con el acuerdo de Anápolis de 2007, que establece la creación de dos Estados -uno israelí y otro palestino- como fundamento para la paz y exigido que cese la instalación de asentamientos de colonos en Cisjordania. El nuevo Gobierno israelí, que preside Benjamín Netanyahu, no acepta la creación de un Estado palestino y, añadiendo una exigencia que prácticamente cierra las puertas a toda nueva negociación, ahora exige como condición para el diálogo que los palestinos reconozcan a Israel la condición de “Estado Judío”. La reciente entrevista, en Washington, de Obama con Netanyahu, ha mostrado al mundo, por primera vez en la historia, una radical disparidad de criterios entre ambos países y, por eso, ha sido considerada, en general, como un clamoroso fracaso.
Yo no soy tan pesimista. Por el contrario, creo que ésta es sólo una primera finta, en un pugilato de sombras del que, acaso, podría resultar por fin una solución negociada para el conflicto más largo y más áspero que padece el mundo desde 1948. Mi relativo optimismo parte de esta convicción: Estados Unidos es el único país que tiene credibilidad ante la opinión pública de Israel y capaz de influir sobre su clase dirigente, pues ambas, por razones que sería largo de explicar, padecen respecto a todos los demás países, sobre todo los de Europa occidental, una verdadera paranoia que los hace ver enemigos por doquier y considerar cómplices de sus enemigos a quienes se atreven a criticar sus políticas, aun de la manera más amical. Esta psicosis explica en parte el acelerado proceso de radicalización extremista de Israel, visible en los resultados de las últimas elecciones, que ha llevado al poder, junto al ultra nacionalista del Likud, Netanyahu, a un fanático racista y xenófobo como su ministro de Relaciones Exteriores, Avigdor Lieberman, cuyo partido, Israel Beiteinu, recordemos, quiere privar de la nacionalidad al millón de árabes israelíes.
La alianza con Estados Unidos es necesaria a Israel, en términos económicos desde luego -pues recibe una ayuda de unos tres mil millones de dólares anuales-, pero, sobre todo, políticos, teniendo en cuenta su condición de país cercado de adversarios, algunos de los cuales, como Irán, reclaman su extinción, y la soledad internacional a que lo han llevado su intransigencia y sus medidas de fuerza, como las recientes invasiones de Líbano y de Gaza.
Si Estados Unidos mantiene con firmeza su exigencia de que Israel se atenga a sus compromisos, cese la creación de colonias en Cisjordania y entable negociaciones que permitan la creación de un Estado palestino, esta actitud tendrá la virtud de movilizar de nuevo a la dormida y desmoralizada colectividad progresista de Israel que, durante tantos años, luchó por la “Paz Ahora”, uno de cuyos grandes logros fueron los acuerdos de Oslo, que sentaron las bases de una paz sostenida, esperanza que por desgracia se frustró con el asesinato del primer ministro Rabin.
Las dificultades son enormes desde luego, y, por cierto, no sólo desde el lado de los extremistas del Gobierno de Israel, quienes, en una provocadora demostración de fuerzas, anunciaron la creación de un nuevo asentamiento de colonos en Cisjordania -Maskiot, a orillas del Jordán- en plenas conversaciones de Obama con Netanyahu, sino de los palestinos, cuya división, entre los fanáticos terroristas de Hamás y los moderados de Al Fatah, pese a los esfuerzos de Egipto y de Jordania, parece agravarse en vez de ceder. Pero, curiosamente, pese a esta radicalización extremista de los palestinos, Estados Unidos, desde la elección de Barack Obama, ha dejado de ser percibido para una amplia sección de la sociedad palestina como el enemigo imperialista y socio del colonizador -la etiqueta tradicional- sino, más bien, como un poder que puede ejercer una función moderadora y conciliadora en la región, la única en última instancia con influencia suficiente para propiciar una negociación aceptable para ambas partes. Ésta es por ahora una percepción exacta y si Obama mantiene su actual política, hay muchas esperanzas de que los sectores moderados de ambas comunidades vayan ganando terreno y haciendo retroceder a los extremistas convencidos de que la solución del conflicto vendrá sólo a través de la matanza.
Entre las grandes dificultades que quedan por sortear, la más grave por el momento es Irán. La amenaza del apocalíptico Ahmadineyad de exterminar a Israel no puede ser considerada la simple bravata de un demagogo, sobre todo después de saber que el Gobierno iraní acaba de probar con éxito el Sayil-2, un misil con una capacidad de golpear a un blanco situado a dos mil kilómetros de distancia, es decir, con trayectoria suficiente para llegar a Israel. De otro lado, pese a la presión de todas las potencias, a las gestiones de los organismos internacionales, a las propuestas de Estados Unidos de abrir una negociación, Irán prosigue impertérrito con su plan para dotarse de armas nucleares.
Y esto, como es lógico, ha hecho cundir la zozobra en Israel. Aunque no se tiene confirmación de estas noticias, hay rumores crecientes de que, en los últimos meses, ya en dos oportunidades Estados Unidos ha impedido que el Gobierno israelí bombardee las instalaciones atómicas iraníes, medida que, a juicio de aquél, podría retardar varios años la fabricación del arma atómica por el régimen de los ayatolás, pero que, asimismo, podría provocar una vez más un conflicto armado de incalculables consecuencias en todo el Medio Oriente. Desde luego que si los halcones de Teherán o de Jerusalén cometen la insensatez de lanzar un “ataque preventivo”, la negociación palestino-israelí se verá postergada hasta las calendas griegas.
Éste es, probablemente, el tema sobre el que el diferendo actual entre Israel y Estados Unidos tiene más dificultad para encontrar un acomodo. En su reciente entrevista en la Casa Blanca, Netanyahu insistió en que Irán debía encabezar la lista de prioridades y la negociación de Palestina supeditarse a que se ponga fin a la amenaza iraní. Por su parte, Obama piensa que la iniciación de negociaciones serias y bien orientadas entre Israel y Palestina crearía de inmediato un clima que permitiría desactivar el violentismo de los integristas de Teherán y realzar el protagonismo de los sectores más abiertos y razonables del régimen. Probablemente sea Obama quien tenga razón.
Es obvio que por el camino de la fuerza sólo habrá víctimas -más muertos, más odio, más sufrimiento- y de ninguna manera soluciones. Tres guerras e incontables atentados, atropellos, violencias e injusticias son una prueba más que suficiente de que el conflicto palestino-israelí no llegará a término si sólo hablan los fusiles y las bombas. Es hora de que hablen los dirigentes políticos y que las sociedades civiles de ambas comunidades divisen una luz al final del túnel en que están sumidas hace decenas de años. Si Hamás se niega al diálogo, que Israel negocie con la Autoridad Palestina, que, a fin de cuentas, es legítima (aunque acaso hoy ya sea minoritaria en Palestina). Si los palestinos advierten que esta negociación comienza a dar frutos, es seguro que se volcarán a apoyarla y Hamás irá perdiendo el apoyo que ganó en los últimos tiempos por el desencanto que produjeron entre los palestinos la ineficiencia y la corrupción de los gobiernos de Al Fatah. Del mismo modo, si este diálogo da síntomas de llegar a buen puerto, es seguro que en Israel irá debilitándose la fortaleza actual del extremismo y los sectores moderados y pacifistas recuperarán el protagonismo de antaño.
No hay otro camino para que se resuelva esa cuadratura del círculo en que los fanáticos de ambos bandos han convertido el conflicto palestino-israelí.
En efecto, apenas asumido el poder, la nueva Administración, primero por boca de la secretaria de Estado, Hillary Clinton, luego a través del vicepresidente Joe Biden y, finalmente, del propio Obama, ha recordado a Israel su compromiso con el acuerdo de Anápolis de 2007, que establece la creación de dos Estados -uno israelí y otro palestino- como fundamento para la paz y exigido que cese la instalación de asentamientos de colonos en Cisjordania. El nuevo Gobierno israelí, que preside Benjamín Netanyahu, no acepta la creación de un Estado palestino y, añadiendo una exigencia que prácticamente cierra las puertas a toda nueva negociación, ahora exige como condición para el diálogo que los palestinos reconozcan a Israel la condición de “Estado Judío”. La reciente entrevista, en Washington, de Obama con Netanyahu, ha mostrado al mundo, por primera vez en la historia, una radical disparidad de criterios entre ambos países y, por eso, ha sido considerada, en general, como un clamoroso fracaso.
Yo no soy tan pesimista. Por el contrario, creo que ésta es sólo una primera finta, en un pugilato de sombras del que, acaso, podría resultar por fin una solución negociada para el conflicto más largo y más áspero que padece el mundo desde 1948. Mi relativo optimismo parte de esta convicción: Estados Unidos es el único país que tiene credibilidad ante la opinión pública de Israel y capaz de influir sobre su clase dirigente, pues ambas, por razones que sería largo de explicar, padecen respecto a todos los demás países, sobre todo los de Europa occidental, una verdadera paranoia que los hace ver enemigos por doquier y considerar cómplices de sus enemigos a quienes se atreven a criticar sus políticas, aun de la manera más amical. Esta psicosis explica en parte el acelerado proceso de radicalización extremista de Israel, visible en los resultados de las últimas elecciones, que ha llevado al poder, junto al ultra nacionalista del Likud, Netanyahu, a un fanático racista y xenófobo como su ministro de Relaciones Exteriores, Avigdor Lieberman, cuyo partido, Israel Beiteinu, recordemos, quiere privar de la nacionalidad al millón de árabes israelíes.
La alianza con Estados Unidos es necesaria a Israel, en términos económicos desde luego -pues recibe una ayuda de unos tres mil millones de dólares anuales-, pero, sobre todo, políticos, teniendo en cuenta su condición de país cercado de adversarios, algunos de los cuales, como Irán, reclaman su extinción, y la soledad internacional a que lo han llevado su intransigencia y sus medidas de fuerza, como las recientes invasiones de Líbano y de Gaza.
Si Estados Unidos mantiene con firmeza su exigencia de que Israel se atenga a sus compromisos, cese la creación de colonias en Cisjordania y entable negociaciones que permitan la creación de un Estado palestino, esta actitud tendrá la virtud de movilizar de nuevo a la dormida y desmoralizada colectividad progresista de Israel que, durante tantos años, luchó por la “Paz Ahora”, uno de cuyos grandes logros fueron los acuerdos de Oslo, que sentaron las bases de una paz sostenida, esperanza que por desgracia se frustró con el asesinato del primer ministro Rabin.
Las dificultades son enormes desde luego, y, por cierto, no sólo desde el lado de los extremistas del Gobierno de Israel, quienes, en una provocadora demostración de fuerzas, anunciaron la creación de un nuevo asentamiento de colonos en Cisjordania -Maskiot, a orillas del Jordán- en plenas conversaciones de Obama con Netanyahu, sino de los palestinos, cuya división, entre los fanáticos terroristas de Hamás y los moderados de Al Fatah, pese a los esfuerzos de Egipto y de Jordania, parece agravarse en vez de ceder. Pero, curiosamente, pese a esta radicalización extremista de los palestinos, Estados Unidos, desde la elección de Barack Obama, ha dejado de ser percibido para una amplia sección de la sociedad palestina como el enemigo imperialista y socio del colonizador -la etiqueta tradicional- sino, más bien, como un poder que puede ejercer una función moderadora y conciliadora en la región, la única en última instancia con influencia suficiente para propiciar una negociación aceptable para ambas partes. Ésta es por ahora una percepción exacta y si Obama mantiene su actual política, hay muchas esperanzas de que los sectores moderados de ambas comunidades vayan ganando terreno y haciendo retroceder a los extremistas convencidos de que la solución del conflicto vendrá sólo a través de la matanza.
Entre las grandes dificultades que quedan por sortear, la más grave por el momento es Irán. La amenaza del apocalíptico Ahmadineyad de exterminar a Israel no puede ser considerada la simple bravata de un demagogo, sobre todo después de saber que el Gobierno iraní acaba de probar con éxito el Sayil-2, un misil con una capacidad de golpear a un blanco situado a dos mil kilómetros de distancia, es decir, con trayectoria suficiente para llegar a Israel. De otro lado, pese a la presión de todas las potencias, a las gestiones de los organismos internacionales, a las propuestas de Estados Unidos de abrir una negociación, Irán prosigue impertérrito con su plan para dotarse de armas nucleares.
Y esto, como es lógico, ha hecho cundir la zozobra en Israel. Aunque no se tiene confirmación de estas noticias, hay rumores crecientes de que, en los últimos meses, ya en dos oportunidades Estados Unidos ha impedido que el Gobierno israelí bombardee las instalaciones atómicas iraníes, medida que, a juicio de aquél, podría retardar varios años la fabricación del arma atómica por el régimen de los ayatolás, pero que, asimismo, podría provocar una vez más un conflicto armado de incalculables consecuencias en todo el Medio Oriente. Desde luego que si los halcones de Teherán o de Jerusalén cometen la insensatez de lanzar un “ataque preventivo”, la negociación palestino-israelí se verá postergada hasta las calendas griegas.
Éste es, probablemente, el tema sobre el que el diferendo actual entre Israel y Estados Unidos tiene más dificultad para encontrar un acomodo. En su reciente entrevista en la Casa Blanca, Netanyahu insistió en que Irán debía encabezar la lista de prioridades y la negociación de Palestina supeditarse a que se ponga fin a la amenaza iraní. Por su parte, Obama piensa que la iniciación de negociaciones serias y bien orientadas entre Israel y Palestina crearía de inmediato un clima que permitiría desactivar el violentismo de los integristas de Teherán y realzar el protagonismo de los sectores más abiertos y razonables del régimen. Probablemente sea Obama quien tenga razón.
Es obvio que por el camino de la fuerza sólo habrá víctimas -más muertos, más odio, más sufrimiento- y de ninguna manera soluciones. Tres guerras e incontables atentados, atropellos, violencias e injusticias son una prueba más que suficiente de que el conflicto palestino-israelí no llegará a término si sólo hablan los fusiles y las bombas. Es hora de que hablen los dirigentes políticos y que las sociedades civiles de ambas comunidades divisen una luz al final del túnel en que están sumidas hace decenas de años. Si Hamás se niega al diálogo, que Israel negocie con la Autoridad Palestina, que, a fin de cuentas, es legítima (aunque acaso hoy ya sea minoritaria en Palestina). Si los palestinos advierten que esta negociación comienza a dar frutos, es seguro que se volcarán a apoyarla y Hamás irá perdiendo el apoyo que ganó en los últimos tiempos por el desencanto que produjeron entre los palestinos la ineficiencia y la corrupción de los gobiernos de Al Fatah. Del mismo modo, si este diálogo da síntomas de llegar a buen puerto, es seguro que en Israel irá debilitándose la fortaleza actual del extremismo y los sectores moderados y pacifistas recuperarán el protagonismo de antaño.
No hay otro camino para que se resuelva esa cuadratura del círculo en que los fanáticos de ambos bandos han convertido el conflicto palestino-israelí.